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Dedico este libro a Paty Mix,
que busca y cuenta historias,
y a Pedro Yáñez,
que las cuenta y las canta.
Entrañables maestros,
artistas generosos.
AL TERMINAR DE LEER ESTE LIBRO, o cada cuento por separado, te preguntarás si es verdad o no todo lo que he narrado. Es natural. Algunos de estos cuentos los he relatado como cuentacuentos, que es mi oficio junto con el de escribir. Al finalizar las funciones siempre me preguntan si es verdad o no todo lo que he dicho. Ya estoy medio acostumbrado. Pero si te digo la verdad, no me gusta esa pregunta.
No me gusta porque es como creer que existe todo lo verdadero, por un lado, y todo lo falso, por otro. ¿Y quién dice que eso es así? Los chilotes están convencidos de que hay un barco fantasma que recorre sus mares. Yo nunca lo he visto, pero ¿basta eso para decir que no es verdad? Otros dicen que es producto de su imaginación. ¿Y no es acaso la imaginación lo que construye la realidad?
Si aun así te lo preguntas, te responderé lo mismo que a todos: que los cuentos son verdad por el hecho de ser cuentos, por el hecho de estar escritos. ¡Qué verdad más grande!
Y si quisieras que fuera más específico, te confesaré que sí: desde chico quise viajar y cuando crecí me obligué a hacerlo. Chile es un país maravilloso, sobre todo hacia adentro. He recorrido todas las regiones de nuestro país, casi siempre mochileando solo o con amigos, haciendo dedo, durmiendo en carpa o en casas de gente que gentilmente me ha permitido pasar la noche.
Y estas personas me han contado historias. Me las han contado los camioneros que me han llevado a dedo, la señora que me ha ofrecido alojamiento, el taxista que me ha llevado a algún aeropuerto. Me las han contado los payadores, los adivinanceros, los mentirosos, los cuenteros de los campos. También las he escuchado de mis amigos o de conocidos. Cientos y cientos de historias en las que lo increíble aparece.
Creo que desde niño he buscado que la realidad sea más entretenida, y quizás por eso viví —estoy seguro de eso, no fue mi imaginación— aquel encuentro con el alicanto en Copiapó, y escuché el relato de don Jacinto en Leida. Más grande, tuve un encuentro cercano con un pájaro maldito en el sur y visité inocentemente el puente de las ánimas en Chiloé. Son cosas que han pasado en mi vida, sucesos reales que hoy te quiero compartir porque aunque a veces me llenaron de dudas, preguntas y miedos, las considero parte de mi vida y, por qué no decirlo, de la vida de nuestro Chile.
Si todavía te quedaran dudas, no te preocupes, no me enojo. Solo quisiera que me creas una cosa: cada vez que me senté en el patio de mi casa a escribir alguna de estas seis historias, llegaron pájaros a pararse frente a mí, aleteando, como diciéndome “sabemos lo que estás escribiendo”.
¿Y qué hacer frente a eso? Seguir escribiendo, nomás.
—PERO LO MAS TERRIBLE de todo el sur de Chile es el tué-tué —dijo el rey Darío arrastrando las palabras, como si no quisiera contarnos la leyenda que ya había empezado y que iba a narrar, aunque yo le hubiera pedido diez veces que no contara nada más porque ya comenzaba a tiritar de miedo (o tal vez fuera de frío por el aire acondicionado del camión). El punto es que no estaba cómodo y solamente quería bajarme aunque ya estuviese oscuro, aunque ya se hubiese puesto a llover.
El rey Darío era un camionero argentino. Nos había recogido cuatro horas atrás, a la salida de la bomba de bencina donde Lucas y yo habíamos decidido pasar la noche, después de estar todo el día anterior intentando que alguien nos llevara a dedo. Nos levantamos al alba para aprovechar de hacer dedo antes de que empezara el calor del verano. Doblamos nuestros sacos, desarmamos la carpa, nos pusimos las mochilas al hombro y caminamos los cinco pasos que nos separaban del camino para levantar nuestros sucios dedos pulgares, a la espera de que algún buen samaritano nos recogiera.
Estuvimos todo el día así. Los pulgares acalambrados, el sol pegando fuerte, casi sin conversar entre nosotros porque el calor no nos dejaba pensar bien. Íbamos cada diez minutos al baño de la bomba de bencina a mojarnos y tomar agua, hasta que la señorita que atendía nos puso cara fea y nos dijo que el baño era solo para clientes.
Y recién a las seis de la tarde del día siguiente paró el camión, en el momento exacto en que Lucas volvía a canturrear esa melodía pegajosa de sus tierras españolas. Era el camión del rey Darío. No era una visión esta vez. Corrimos como locos con nuestras mochilas, guitarras y carpas. Le agradecimos efusivamente y empezamos a atropellarnos para explicarle que llevábamos todo el día haciendo dedo, que teníamos hambre, que todos eran malas personas. Menos él, claro, el rey Darío, que sin decir palabra nos estiró una cajetilla de Viceroy y nos pasó un termo y un mate para que le fuéramos cebando.
A Lucas lo había conocido así, en la ruta que iba de Puerto Montt hasta la caleta donde se tomaba la barcaza para llegar a Hornopirén. Tenía una especie de afro rubio y un marcado acento español. Decidimos ir juntos hasta Hornopirén porque a los dos nos habían dicho que había un parque nacional lleno de alerces milenarios. Uno subía hacia la cordillera unas cinco horas y luego llegaba a una laguna donde no había nadie. El rey Darío nos dijo que sí, que conocía el parque, que estaba a unos 15 kilómetros de la plaza de Hornopirén, y que él podía llevarnos hasta allá si le íbamos conversando y cebando el mate.
Era un tipo de unos sesenta años, moreno, con una cabeza gigante. No parecía un tipo agradable, pero de todos modos me animé, instado por Lucas, a contar algunas leyendas e historias que yo conocía. Leyendas chilotas, que había ido recogiendo en lo que llevaba de viaje. Les conté a Lucas y al rey sobre el Trauco, la Pincoya, el Caleuche, la Rusia de Kennedy y también historias de camioneros chilenos, como la leyenda de la Laguna Negra y de los niños fantasmas que cruzan la carretera en la madrugada. Lo estaba pasando bien contando historias. Lucas se reía, pero el rey venía muy serio y asintiendo con la cabeza. Cuando llegamos a la barcaza ya estaba empezando a oscurecer. El camión subió por la rampla y el rey apagó el motor. Durante una hora lo único que se movería sería el barco. Llovía, así que ninguno se bajó del camión. Estuvimos casi todo el tiempo en silencio. Lucas canturreaba a ratos, yo contaba alguna historia. Pero cuando ya estábamos por llegar a la caleta de Hornopirén, donde descenderíamos de la barcaza, el rey Darío prendió el motor y me pasó el mate, con lo que me quería decir que me callara: era su turno de hablar.
Empezó a contar las historias más increíbles que yo haya escuchado y todas, supuestamente, le habían ocurrido a él en sus más de cuarenta años arriba de los camiones atravesando las rutas argentinas, chilenas, paraguayas y brasileñas. Me salió el tiro por la culata. Después de la tercera historia el ojo derecho comenzó a temblarme. Lucas se reía de las historias y de mí. Venga, chileno, no me vas a decir que te crees estos cuentos, estás blanco como un muerto. No, decía yo. Y el rey seguía contando de sus fantasmas ruteros, de las apariciones del diablo a medianoche. Hasta que llegó al tué-tué, el pájaro conocido con ese nombre por el sonido que hace, dijo el rey con total seriedad, mientras ya nos adentrábamos en el pueblo anochecido. Cuando el tué-tué canta es un mal presagio. Oír al pájaro maldito a medianoche es símbolo de muerte.
—Pero lo terrible no es eso, pibes. Lo terrible es cuando el tué-tué se aparece frente a ti. Se queda aleteando como si bailara, detenido en el aire y el tiempo, siempre a oscuras para que no se le pueda ver bien el rostro. Porque el tué-tué no es un pájaro. Es el diablo. La gente no cree en esas cosas, pero yo sí que creo porque se le apareció a mi viejo cuando recién se había casado. Vivían en San Luis, en plena pampa argentina.
Y mi viejo sabía que cuando el tué-tué se aparece hay que saludarlo e invitarlo a tomar desayuno. Es la única forma de escaparse del diablo.
—¿Y su padre lo