Olga Drennen

Lobo cola gris y otros cuentos


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      Índice de contenido

       Lobo Cola Gris y otros cuentos

       Portada

       Eze y Cola Gris

       Aurora

       Tippel, la más alta del mundo

       La señora Macarena

       Como el viento

       El bosque enano

       Cóndor XI

       Lelo

       Biografías

       Legales

       Sobre el trabajo editorial

       Contratapa

      Lobo Cola Gris

      y otros cuentos

      Olga Drennen

      Ilustraciones:

      Sebastián Infantino

      Eze y Cola Gris

      La maestra se sentó frente al escritorio y esperó a que los chicos de Segundo “A” terminaran de acomodar sus cuadernos sobre las mesas.

      —Buenos días –dijo–. Hoy, vamos a leer la leyenda de la yerba mate. ¡Ay, Eze!, ¿no me harías un favor? Dejé mi libreta sobre una mesa de la biblioteca. ¿La vas a buscar?

      En cuanto entró en la biblioteca, Ezequiel vio la libreta. De tapas amarillas adornadas con ositos verdes.

      Estaba por volver a clase, cuando notó un montón de pelos grises en el estante. De puro curioso, se acercó para ver de qué se trataba. Así que agarró los pelos y tiró.

      —¡¡¡Auuuch!!! ¡Eso sí que me dolió! –Sin que Eze lo hubiera imaginado, de entre las páginas del libro, saltó un lobo.

      —¿Por qué me tiraste de la cola?

      El chico retrocedió sorprendido. No podía creer lo que veía. Frente a él, había un lobo. Parecía un perro, pero, no, era un lobo. Lo reconoció por su cabeza, tenía las orejas paradas y el hocico largo con mandíbulas más poderosas que las de un perro común. Además, era igualito a las fotos del libro de animales que le había comprado su papá y que a él, tanto le gustaba.

      —¿Por qué me tiraste de la cola? –repitió el animal.

      —No sabía que era una cola. ¡También! ¿A quién se le ocurre meterse en un libro?

      —Es que no me metí, sino que salí de ahí –contestó el lobo señalando el estante.

      —¿Saliste de Caperucita Roja?

      —¡Claro que sí! No me gustan las mentiras. Yo nunca perseguí a ninguna niña por ningún bosque y, menos que menos, usé el camisón de ninguna abuela. Eso no es lo mío. Tampoco me gustan los cazadores. ¡Son un peligro!

      Ezequiel notó que los ojos del lobo se entristecían. Pensaba en cómo consolarlo cuando escuchó que lo llamaban.

      —Dice la seño que te apures –dijo Aldana, una de sus compañeras, del otro lado de la puerta.

      Al oír la voz de la chica, el lobo pegó un salto para esconderse en un gran canasto de mimbre que había en una esquina de la biblioteca.

      —No me dejes, necesito ayuda –pidió desde adentro.

      —¡Shhh! –contestó Eze agarrando la libreta–. Está bien, te voy a ayudar, quedate quieto. En un rato, vuelvo.

      Cuando sonó el timbre del primer recreo, Ezequiel pidió permiso para ir un rato a la biblioteca.

      —Bueno –dijo la maestra–, me gusta que leas, pero que quede todo ordenado, ¿eh?

      Caminó sin distraerse hasta la biblioteca. El animal estaba en el canasto, donde lo había dejado.

      —Yo me llamo Ezequiel, ¿y vos? –preguntó.

      —Cola Gris –contestó el lobo– y extraño a mi manada.

      Y, en cuanto terminó de decirlo “Auuu”, “Aaauuu”, empezó a aullar. Menos mal que estamos en el recreo y mis compañeros gritan –pensó Ezequiel– porque si no, toda la escuela hubiera estado allí, con ellos. Para calmarlo, le acarició el lomo. Poco a poco, el lobo se tranquilizó, hasta que al rato, apoyó la cabeza en el hombro de su amigo como una muestra de cariño.

      —¿Qué vamos a hacer? –suspiró Ezequiel–.Hoy es viernes, no puedo dejarte solo en la escuela hasta el lunes y, menos que menos, dejar que salgas a la calle...

      ¿Para qué lo habrá dicho? El lobo repitió sus “Aaauuu”, “Aaauuu”. Había algo de lo que el muchachito estaba seguro. Tenían un problema.

      La hora siguiente fue larga. Muy larga. No podía pensar en lo que la maestra decía, imposible escribir ni hacer cuentas. A cada rato, fijaba la vista en la ventana. Quería salir. Para colmo, los aullidos del lobo parecían no tener fin.

      —¡Pero!, ¿qué es ese ruido? –preguntó, al fin, la señorita.

      —Creo que es el perro de la casa de al lado –contestó Federico que se las daba de sabelotodo.

      Por suerte, el timbre del segundo recreo no tardó en escucharse y otra vez, Ezequiel pidió permiso.

      —¡Qué chico más estudioso! –dijo la maestra– ¡Así me gusta! Vaya.

      Esta vez, el lobo se había tirado sobre una alfombra y parecía dormir, pero al sentir el olor de su amigo, levantó la cabeza con atención.

      —Tengo una idea –dijo Ezequiel–. Si saliste de un cuento, también podés volver...

      —Mmm –contestó Cola Gris–. Preferiría volver al bosque... Acompáñame.

      —Pero, ¿cómo salimos de aquí? Además, es-tamos en una ciudad, en cuanto te vean, vas de cabeza al zoológico...

      Al escucharlo, el lobo pareció resignarse. Estaba bien, iba a tratar de entrar en un libro, en cualquiera, pero en Caperucita, no. Ya lo había decidido. En ese libro, no volvía a entrar.

      —A ver, a ver –decía el chico mientras miraba títulos y más títulos–, aquí, tenemos uno, Pedro y el lobo...

      Pedro y el lobo era un libro grande, sus páginas hacían un ruido especial al volverlas. Tenía olor a nuevo. Olía a tinta de colores. Con mucho cuidado, puso