aparecía la ilustración–. ¡Hasta siempre!
Pero, ¡plafff! Sus patas arañaron el papel, las letras se corrieron para la página siguiente y nada. Absolutamente nada más. Seguía allí, en la biblioteca de la escuela con un muchachito vestido de blanco y flequillo castaño. Con un muchachito de cara traviesa.
Entonces, otra vez, empezó con sus “Aaauuu”, “Aaauuu”. Eze tomó un pañuelo de cuello del perchero.
—¿Puedo? –preguntó y ante un gesto de Cola Gris, le envolvió el hocico con cuidado para callar los gritos.
—Bueno, bueno, no te pongas así. Busquemos uno nuevo. A ver, a ver... Aquí hay otro: Los tres cerditos.
El segundo libro no se veía tan bonito como el anterior, pero había dibujos de unos chanchitos que tenían un aire muy simpático.
—Te lo puse en el estante que da a la altura de tu frente para que trates de entrar con la cabeza. Es posible que me haya equivocado al poner el otro al alcance de tus patas. ¡Hasta siempre, amigo! –se despidió sin mirarlo porque al pensar que se iba, el corazón le golpeaba fuerte en el pecho.
No siempre un chico se trata cara a cara con un lobo y se hace amigo de él.
El lobo caminó hasta la pared de enfrente del estante. Corrió con toda la fuerza de sus patas y, ¡¡craaaac!!, del golpe, la trompa le quedó cuadrada.
—¡¡¡Aaauummm!!! –gritó, pero esta vez, más despacio porque el pañuelo no le permitía hacer tanto ruido.
Ezequiel se sobresaltó al escuchar el timbre. El segundo recreo había terminado.
En el salón, los esperaba la maestra de Música. Los chicos de Segundo “A” tocaban la flauta dulce. Menos mal, porque de no ser así, la escuela entera hubiera escuchado los gritos de Cola Gris.
Cuando salió al último recreo, sin pedir autorización a su seño, Ezequiel corrió a la biblioteca. El lobo se había tirado sobre la mesa y la cubría entera como un mantel.
—Y, ahora, ¿en qué estás pensando? –preguntó el chico sin saber qué hacer.
—Pienso en un amanecer en el bosque, en aquella luz redonda y dorada arriba, sobre los árboles. Pienso en el perfume de las flores silvestres mezclado con el olor de mi manada. Y, en el agua del torrente, siempre fresca, siempre alegre. Así era mi casa. En eso pienso, en mi casa y en los míos.
Eze acarició con cariño el lomo del lobo y después, se acercó a la biblioteca. Había visto El libro de los bosques. Distraído, lo abrió y comenzó a hojearlo. De pronto, una foto le llamó la atención. En un blanco de la espesura, echados sobre un colchón de hojas doradas, se veía una loba y con sus lobeznos, atrás un lobo de pelo marrón y dos o tres lobos más junto a un riacho de aguas transparente.
—¿Es así tu casa, Cola Gris?
Por toda respuesta, el lobo apoyó las patas delanteras sobre la imagen y, muy despacio, entró en el libro dejando a su paso, una huella de polvo plateado. Una huella más clara que un rayo de luna.
—Ahora sí, hasta siempre, amigo –dijo Eze-quiel, mientras, al cruzar, la cola del lobo dejaba una caricia en su mejilla. Una caricia tibia, tan tibia como la palabra gracias.
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