Ana María Güiraldes
KENNY TIENE TRES COSAS que le gustan mucho: una alcancía, una caja de metal y un secreto.
La alcancía es roja con blanco y tiene forma de zapatilla. La llevó al colegio el primer día que llegó para que todos los compañeros la conocieran. Aunque el profesor no entendió muy bien lo que hablaba ni él le entendió muy bien al profesor, parece que dijo que esa zapatilla era bonita y, lo mejor, le echó una moneda de $100.
La caja de metal es rectangular, dice Chocolat con letras doradas y tiene dibujos de unos niños jugando. Ahí guarda fotos de la abuela, tíos y primos que están en Puerto Príncipe. A veces mira las fotos, especialmente a la abuela. La mamá le dijo que todos se vendrán pronto a Chile, que por eso ella y el papá trabajan mucho para juntar el dinero de los pasajes de avión.
El secreto, como es secreto, no se puede contar.
Pero todo empezó hace unos meses cuando se subió al avión grande y plateado en Haití. Primero el avión recorrió bien calmado la pista, después se detuvo, rugió con toda su fuerza como si tuviera la boca abierta, tomó impulso y se lanzó a correr como loco. Corrió, corrió. De repente, el suelo quedó abajo, más abajo, muy abajo, y él sintió que el estómago le saltaba. El avión subía al cielo, se balanceaba hacia los lados para acomodarse en el aire. Él se aferró a los brazos del asiento por si acaso. Miró a la mamá y vio que tenía las manos apretadas Miró al papá: se le movía la mandíbula como cuando pensaba mucho. Ya no escuchó que el avión rugiera. Tenía los oídos tapados o se había quedado sordo como la abuela Naitana. Abajo se veía todo pequeño, como de mentira. Después no vio nada, solo nubes. Cuando mucho después volaron encima de esas inmensas moles con manchones blancos, supo que estaban llegando a Chile. Eso le había dicho el papá: cuando vieran las montañas con nieve, Santiago estaría cerca. Él sabía que eso era nieve, aunque jamás la hubiera tocado porque en Haití no nieva.
Cuando aterrizaron y el avión se detuvo, Kenny se dio cuenta de que algo bueno había sucedido porque el papá y la mamá tenían los ojos con lágrimas. Pero no eran esas lágrimas que dejan los ojos rojos, sino las que dejan los ojos tranquilos.
Bueno, el secreto tiene que ver con el avión.
Solo una persona sabe de eso. Es su compañera Trini. Se lo contó cuando ella le convidó un pedazo de algo rico que se llama queque y él no pudo darle rodajas de plátano frito porque ya se lo había comido. Por eso le convidó un poco de su secreto. Como ella lo miraba con los ojos tan abiertos y tan cafecitos, terminó por contarle todo. Eso sí, le hizo prometer que no se lo diría a nadie.
—Te prometo –dijo la Trini sonriendo con un diente menos.
—Dilo en mi idioma –dijo él, serio.
—No sé decir eso –se enojó ella.
—Mwen te pwomèt –dijo él lentamente.
—Mwen te pwomèt –repitió ella.
Desde ese día ella dice que sabe hablar haitiano y los dos se juntan en el recreo.
En realidad, hay cuatro cosas que le gustan mucho a Kenny. La cuarta es la Trini, aunque es una persona y no una cosa.
Ahora, bien temprano, está pensando solo un poco en el secreto y mucho más en la Trini. Es que ella le dijo que hoy era su cumpleaños y él quiere llevarle un regalo.
Se tapó la cara con las manos porque el sol le llegó desde la ventana que da a la calle.
Escuchó el ruido de la puerta al abrirse y a través de los dedos vio entrar al papá en pantalón de pijama, la toalla en los hombros y el pelo mojado. Cerca de la cama grande, la mamá revolvía una olla sobre la cocinilla. Los tazones del desayuno estaban dispuestos en la mesita bajo la ventana. En un rincón, colgaban del tendedero de metal la falda linda de la mamá, una camisa del papá y su polera del colegio. Como hacía calor, se destapó en su cama y dejó caer las piernas de alto a bajo sobre la colcha. La mamá lo miró y le dijo que era hora de levantarse. Como la noche anterior lo había bañado bien bañado, ahora solo tenía que vestirse y después lavarse la cara y los dientes. Pero necesitaba ir al baño para otra cosa. El papá le dijo que se aguantara un poco porque había entrado una señora.
Es que ellos no viven solos. Cuando llegaron de Haití se fueron a una casa bien grande donde hay muchas personas. Cada habitación es como la casa de la gente que vive ahí. La mamá tiene ordenadita la de ellos. Ahí cocina, lava y ven tele. Claro que como solo hay un baño, hay que estar vigilando el pasillo para saber cuándo está desocupado.
Lo importante ahora es que tiene que llevarle algo a la Trini.
No puede regalarle el collar rojo de la mamá, lo usa casi siempre, igual que dos pulseras plateadas que le suenan cuando mueve las manos.
Mientras se toma la leche y mastica el pan con mermelada, le dijo a la mamá que a la Trini le encantarían las pulseras porque mueve muchos las manos. Que él no podía llegar al colegio sin regalo, porque la Trini es muy buena, el otro día le llevó un dulce llamado camotillo y a él le gustó, y otro día le regaló un chicle sin usar. El papá terminó de tomarse el café y le revolvió los rulitos cortos mientras la mamá se ponía los zapatos. Y, a pesar de que estaban un poco atrasados, ella buscó entre sus cosas y le dio una flor de terciopelo amarillo que tenía un broche para prenderlo al pelo.
En el recreo se sentaron en un peldaño de la escala que daba a las clases del segundo piso.
—Fèmen je ou, Trini –le dijo Kenny.
Para que entendiera bien lo que decía, con su dedo índice le cerró un párpado. Ella entendió bien y cerró el otro.
El problema fue que la flor ya no estaba en el bolsillo. No estaba. En los bolsillos solo había una tapa de botella, un elástico, una piedrecita redonda, tres clips enganchados y migas.
Kenny le abrió los ojos con el dedo y trató de explicarle. Con los nervios habló rápido, rápido, rápido y la Trini decía “no entiendo, no entiendo”. Casi todos en el colegio entendían su idioma, igual que él entendía a los demás, pero tenía que hablar lento. Ahora lo terrible era que la Trini estaba entre enojada y triste, Kenny creía que estaba más enojada que triste, no estaba seguro. Para que supiera que era verdad lo del regalo, le explicó bien lento que en el bolsillo traía una flor amarilla así de grande, bien elegante y suave para ponerse en el moño. Mientras escuchaba eso, la Trini sonreía. Pero la sonrisa desapareció cuando Kenny le dijo que la flor seguramente se le había caído en la calle cuando los papás lo hicieron correr porque venía el bus.
Kenny tenía tres cosas: vergüenza, pena y siete años. Por eso no aguantó más y se puso a llorar. Mientras un profesor se acercaba a preguntarle qué pasaba, se le empezó a instalar una idea que no le va a contar a nadie. Solo a la Trini.
Al otro día, apenas llegó, le dijo su idea al oído. Ella no entendió mucho las palabras porque sin mirarlo era más difícil y porque él soplaba el aire de las letras por el espacio de los dientes que le faltaban.
—¿Pa bliye sekrè a? –preguntó él mirándola de frente.
—Sí, recuerdo el secreto –respondió ella dando vueltas un masticable en la boca.
—Escucha con atansyon –empezó él.
Kenny, con la seriedad y lentitud de cuando se anuncia algo importante, le dijo que como ayer había perdido la flor quería hacerle otro regalo, pero tenían que salir del colegio. Ella quiso saber un poco más y él le explicó otro poco. A ella le encantó el plan y le dijo que se fueran ahora mismo.
Como no había nadie en la puerta del colegio, se fueron no más. Iban con las mochilas en la espalda y de la mano para no perderse.