Mónica Cavallé

La sabiduría recobrada


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explicación y la descripción cifran su atención en ciertos objetos de conocimiento. Al explicar y al describir adquirimos conocimientos objetivos. Solo cuando el conocimiento no se tiene, sino que se es, es decir, se incorpora en el ser del sujeto que conoce modificándolo y enriqueciéndolo decimos que un conocimiento es intrínsecamente transformador.

      Que este tipo de conocimiento se incorpore en el ser del sujeto significa que no produce en este solo cambios superficiales, sino que conlleva una modificación permanente de la vivencia básica que tiene de sí. En otras palabras, se trata de un conocimiento que atañe a nuestra identidad, que posibilita que esta se experimente desde niveles cada vez más profundos y radicales, y, paralelamente, que eso que somos íntimamente se exprese cada vez más y mejor.

      El conocimiento transformador tiene siempre carácter “experiencial“.5 Este término alude a aquellas experiencias en las que no entran en juego solamente una o varias de mis dimensiones (sensorial, mental, emocional…), sino en las que entro en juego yo mismo; dicho de otro modo, alude a las experiencias tras las que no soy el mismo o, más bien, tras las que soy más hondamente yo.

      Decíamos al comienzo de este capítulo que, originariamente, cuando la filosofía era aún sabiduría, filosofía, conocimiento y transformación iban de la mano. En otras palabras, los primeros filósofos consideraban que solo se podía acceder al conocimiento profundo de la realidad, a la dimensión que revelaba su sentido, a través de la modificación radical de uno mismo. La filosofía no era, en aquel tiempo, la actividad de quien, sin ningún compromiso activo por su propia transformación, se dedicaba a elucubrar teorías o hipótesis más o menos plausibles en torno a las cuestiones últimas. El filósofo era, de hecho, el prototipo de ser humano virtuoso. El término “virtud” tenía, a su vez, un sentido diverso del que solemos atribuirle de ordinario: virtuoso no era el que actuaba de una determinada manera sino, más radicalmente, el que estaba en contacto con su propia virtus (= potencia o esencia), con su potencial de ser plenamente humano, con su verdad íntima. La persona sabia era en Grecia la persona virtuosa de un modo análogo a como en Oriente el sabio ha sido, por excelencia, el ser humano libre o liberado. Se consideraba que solo podía alcanzar una mirada objetiva sobre la realidad el hombre máximamente “objetivo,” es decir, el que había trascendido su ego, superado los condicionamientos de su personalidad. Solo el ser humano virtuoso era dúctil y transparente a su verdad profunda, llegando así a ser una encarnación elocuente de su filosofía. Solo él había purificado su mirada y aguzado sus oídos, hasta el punto en que las cosas le revelaban sus secretos. Filósofo era el que escuchaba y daba voz a la realidad, no el que hablaba meramente desde sí y se limitaba a decir lo que permitían sus exiguas luces individuales. El filósofo era el espejo limpio de la Realidad, el que la reflejaba.

      Que el conocimiento de la realidad última no es accesible sin que haya un compromiso firme con la propia integridad, es algo nítido en el pensamiento de los primeros filósofos de Occidente. Heráclito, Parménides, Pitágoras, Sócrates… no eran profesores de filosofía ni profesionales del pensamiento. No especulaban; no estaban proponiendo sistemas teóricos o explicativos. Encarnaban en ellos mismos todo un modelo de vida. Invitaban a los aspirantes a filósofos, a los amantes de la sabiduría, a adentrarse en un camino de purificación, en una iniciación vital, tras la cual no serían los mismos ni verían el mundo del mismo modo. Consideraban que solo esta transformación podía alumbrar y sostener el conocimiento real: la visión interior.

      Otro rumbo siguió la filosofía desde el momento en que abandonó esta dimensión transformadora y terapéutica, es decir, en que la explicación se convirtió en una función autónoma; un camino que ha llevado al punto muerto de un academicismo estéril e inoperativo y de una historia de la filosofía que –como ya señalamos– ha adoptado en gran medida la forma de un amontonamiento de opiniones de dudosa coherencia o interna unidad.

      En cierto modo, esta filosofía disociada de la transformación es lo que a menudo, y en nuestro contexto cultural, se suele entender por filosofía: una “filosofía de salón,” juegos mentales en los que basta conocer cierto lenguaje y ciertas reglas y en los que pocas veces el que filosofa se ha puesto a sí mismo –valga la redundancia– en juego; una especulación carente de sabiduría, que no ha brotado de ninguna transformación real y que, por lo mismo, no produce transformación alguna. No es difícil reconocer cuándo nos hallamos ante una u otra filosofía. Este podría ser uno de los criterios para distinguirlas:

      Hay quien conoce movido por la curiosidad, y quien lo hace movido por una intensa sed. Se reconocen así: los conocimientos que transmite el primero satisfacen la curiosidad; los que transmite el segundo sacian la sed.

      La filosofía explica. La ciencia describe. La sabiduría nos transforma.

      La filosofía especulativa y la ciencia nos permiten adquirir o tener conocimientos. La sabiduría nos dice que conocer profundamente algo es serlo; que tener información acerca de algo no equivale a conocer directamente ese algo –de lo primero se ocupa la mente, de lo segundo, nuestro ser.

      Se entendería mal la naturaleza de esta unidad entre saber y ser si se interpretara que aludimos a la necesidad de una suerte de purificación moral a la que habría de seguir, en una etapa posterior, la consagración al conocimiento. No es esto lo que estamos sosteniendo. De hecho, un planteamiento así, lejos de aunar saber y ser, los divorcia. Hablamos de una unidad entre transformación y conocimiento mucho más radical. Lo que queremos decir es que ambas dimensiones –como apuntábamos en el capítulo anterior– son dos rostros de lo mismo, acontecen en un único movimiento: toda transformación permanente de nuestro ser se origina en una toma de conciencia o comprensión de algún aspecto de la realidad, y, paralelamente, toda comprensión profunda nos transforma.

      Ilustraremos esto último a través de un ejemplo sencillo:

      Un niño descubre que los Reyes Magos (más allá de nuestras fronteras, Santa Claus) no existen. La Noche de Reyes, cuando espera a escondidas, en estado de máxima excitación, ver a los camellos venidos de Oriente, sorprende a sus padres colocando regalos a los pies del abeto sintético mientras comentan que han de tener más cuidado pues el ruido que están haciendo puede despertar al niño. Este mira y escucha… y, en ese momento, todo un mundo se clausura para él. Ya no verá a sus padres del mismo modo y él ya no será el mismo. Si esta experiencia es bien asimilada, supondrá un paso en su proceso de maduración; será una especie de “iniciación” que le adentrará en el mundo de los adultos. Ha comprendido y ha crecido. Lo que ha comprendido no es, sin más, que los Reyes Magos son los padres. Esto es accidental. Ha intuido muchas más cosas a través de esa visión: qué significa ser niño, qué significa ser adulto, cómo viven en orbes diferentes y cuál es la relación entre ambos… Ha entendido tantas cosas, y de un modo tan unitario y global, que su comprensión difícilmente resulta verbalizable. No puede serlo, pues afecta a su mundo como un todo. Ya no vivirá en el mismo mundo. Y en lo que a él respecta, su conocimiento no equivale al de quien adquiere cierta información mientras se mantiene “inmune,” siendo el mismo de antes. De hecho, quizá ya algunos de sus compañeros le habían “informado” de que los Reyes son los padres; esa hipótesis no le era desconocida; pero él no estaba convencido de que fuera así porque aún no lo había “visto”. Solo cuando lo “ve” (y no aludimos únicamente a la obviedad de la visión física), este hecho es para él una realidad íntimamente cierta, y ese conocimiento, algo operativo y transformador, que le modifica y le hace crecer.

      En Oriente, al verdadero conocimiento se lo califica de “despertar,” pues, al igual que el que despierta, el que accede a una comprensión profunda (la que se realiza no solo con la mente sino con todo el ser) de algún aspecto de la realidad, transita a un mundo distinto, se convierte en una persona diferente y advierte el carácter ilusorio de su anterior estado de “sueño” con relación al estado de vigilia en el que ahora se desenvuelve. Este estado de “vigilia” no es sinónimo de la adquisición de unos cuantos conocimientos; equivale a un nuevo nivel de conciencia: