Richard Bastien

El crepúsculo del materialismo


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filosóficas es que sus autores parecen en busca, no de verdades que descubrir, sino más bien de fórmulas para expresar las que ya han descubierto. Pues la única técnica filosófica de que disponen es la de estos mismos griegos, de los que necesitan a la vez reformar la filosofía y refutar la religión. Los apologistas del siglo II han tratado pues […] de expresar el universo mental de los cristianos en una lengua expresamente concebida para comunicar el universo mental de los griegos[1].

      La idea de que el mundo de la naturaleza se rige por leyes estables, puestas por un Dios que actúa según las reglas de la lógica descubiertas por los griegos, se propagó en el mundo por la influencia de la religión judía, luego de la teología cristiana. Dicho esto, el relato bíblico de la creación, de donde proviene la noción de un orden natural y estable, no dice nada sobre las modalidades de su funcionamiento. Por eso, la idea de que el cristianismo sea una religión como todas las demás, que propone explicaciones mitológicas que compensen una ausencia de explicaciones científicas, es una pura aberración. Basta para convencerse examinar el Catecismo del concilio de Trento, que data de 1566 (medio siglo antes de que Galileo entre en escena) y que ha tenido autoridad en el seno de la Iglesia católica hasta 1992. Ya se puede buscar, ahí no se encuentra nada sobre las ciencias naturales, estas se consideran extrañas a la doctrina cristiana. Algunos invocarán sin duda el proceso de Galileo para pretender lo contrario, pero esta cuestión ha sido la excepción que confirma la regla (ver el capítulo 5 para un análisis del caso Galileo). La prueba está en que la Iglesia nunca criticó o condenó la teoría darwiniana de la evolución de las especies animales. La única posición adoptada en este campo es la de Pío XII en 1950, que concierne solo a la evolución de la especie humana. Se la puede resumir en dos puntos: primero, toda teoría de la evolución debe mantener que todos los seres humanos proceden de una sola pareja; segundo, aunque se pueda admitir que el cuerpo humano haya evolucionado, esta evolución no podría aplicarse al alma humana, puesto que esta «es inmediatamente creada por Dios». Esta observación de la encíclica Humani generis (1950) tiene como objeto recordar que el hombre puede estar compuesto de un cuerpo hecho de una materia viva preexistente, pero no puede reducirse a esta materia y lleva en él algo que escapa al orden puramente físico. Dicho de otro modo, el hombre es un ser material y espiritual a la vez.

      La segunda acusación del materialismo filosófico contra la religión se refiere a su pretendida falta de racionalidad. La fe y los dogmas serían indignos del hombre porque le obligarían a adoptar creencias desprovistas de todo fundamento racional. Los «misterios» no serían más que una afrenta a la inteligencia humana, una estrategia destinada a oscurecer los espíritus. La fe sería así totalmente extraña a la razón y viceversa. Esta idea de una separación completa, de una incompatibilidad forzosa, entre fe y razón es sin embargo contraria a la concepción católica de la fe. La encíclica Fides et Ratio de san Juan Pablo II, publicada en 1998, se abre con estas palabras: «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad». Esta afirmación tiene muy poco eco en la cultura materialista contemporánea, que nos condena a elegir una de las dos.

      El vínculo estrecho entre fe y razón no es el producto de cualquier corriente de pensamiento teológico posconciliar. Ha tenido siempre su sitio en el magisterio de la Iglesia y ha sido defendido por sus primeros teólogos. Para captar toda su importancia, sin duda conviene recordar que surgió de la unión entre la cultura bíblica judeocristiana y la cultura clásica grecorromana. De una manera del todo inesperada, estas dos grandes tradiciones de la Antigüedad engendraron una civilización que se llamó en otro tiempo Cristiandad, y que sus detractores y defensores llaman hoy la civilización occidental.

      La alianza de estas dos culturas ha supuesto un carácter inusitado, haciendo surgir dos maneras de pensar la fe y la razón de las que no se encuentra ningún precedente en la historia de la humanidad. Olvidamos con demasiada frecuencia cómo estas dos fuentes de nuestra civilización aparecieron en la Antigüedad. Las lenguas de estas dos culturas, el hebreo y el griego, traían muchas palabras que expresaban conceptos totalmente ajenos al resto del mundo. La noción de creación ex nihilo era algo totalmente inconcebible para los hombres y los dioses de la Antigüedad —salvo para el Dios de los hebreos—. Lo mismo sucede con el concepto de pecado, que no designaba solo simplemente un mal moral, sino la ruptura de un pacto sagrado entre Dios y el pueblo que él se había elegido —el pueblo judío—. Se podría mencionar también el concepto hebreo que revelaba el nombre de Dios —«Yo soy el que soy»—, que establecía una identidad perfecta entre el «Yo» y el hecho de existir, entre la persona y el ser. Antes de Jesucristo, estos conceptos eran exclusivamente judíos, lo nunca visto para todas las culturas no hebraicas.

      La cultura griega tenía también sus exclusivas conceptuales, por ejemplo, las de ciencia y lógica, de esencia, de naturaleza y de substancia. El carácter propiamente único de estas dos culturas puede ilustrarse con dos palabras: la palabra «gentil» y la palabra «bárbaro». Para los judíos el mundo se dividía en dos: había judíos y no judíos, es decir, los gentiles. Los griegos tenían también una concepción dualista del mundo. Para ellos, todo lo que no era griego era bárbaro. En un caso, todos los hombres eran judíos o gentiles; en el otro, griegos o bárbaros. Es de notar que la palabra bárbaro, en este caso, no significaba «salvaje», sino que tenía más bien el sentido de «extranjero».

      El carácter más distintivo de estas dos culturas era su forma del todo nueva de pensar lo real. En los judíos, esta manera de pensar tomó el nombre de fe; en los griegos, el de razón. Pocos entre nosotros son conscientes de la naturaleza revolucionaria de estos dos modos de pensamiento. Hay que intentar, pues, comprenderlos mejor.

      Para todos los pueblos de gentiles, la fe religiosa era un asunto privado, esotérico y no verificable. Pero para los judíos, la fe era algo de otra naturaleza, una realidad a la vez pública, esotérica y accesible a todos. El judaísmo no era simplemente una nueva religión, sino un nuevo tipo de religión.

      En suma, mientras que entre los no judíos la cultura estaba en el origen de la religión, es la religión lo que estaba en el origen de la cultura judía. La causalidad estaba invertida.

      Toda alianza entre una religión de los gentiles y una filosofía bárbara era inconcebible, pues no había ningún punto de encuentro entre ellas. Las dos eran irracionales, privadas, elitistas y subjetivas. Pero la unión entre la religión judía y la filosofía griega, después de Sócrates, fue posible porque una y otra eran racionales, igualitarias, públicas y objetivas.

      Contrariamente a las religiones de los gentiles y a las filosofías bárbaras, la religión judía y la filosofía griega cambiaron el curso de la historia. Lo hicieron por medio del Imperio romano y el cristianismo. La religión judía, que es una religión no misionera, ha ejercido una presión moral sobre el mundo entero vía el cristianismo que sí es una religión misionera. La filosofía griega ha influenciado a la humanidad a través de Roma, que