extraño respiró hondamente en varias ocasiones.
“Debe ser un individuo grueso y alto”, pensó Raskolnikof tocando el mango del hacha con la mano. Ciertamente, todo eso parecía una pesadilla. El visitante tiró del cordón de la campanilla con violencia.
Al vibrar el sonido metálico, al desconocido le pareció escuchar que algo se movía dentro del apartamento y escuchó con atención durante unos segundos. Llamó nuevamente, oyó otra vez y, de repente, sin poder dominar su impaciencia comenzó a sacudir la puerta agarrando el tirador con firmeza.
Raskolnikof veía espantado el cerrojo que se estaba agitando dentro de la hembrilla, pareciendo que iba a brincar de un instante a otro. De él se apoderó un siniestro pánico.
Los temores de Raskolnikof eran comprensibles por lo agresivo de las sacudidas. Concibió, por un momento, la idea de agarrar el cerrojo, y con él la puerta, pero renunció a hacerlo, porque entendió que el otro se podía dar cuenta. Perdió totalmente la calma; nuevamente le daba vueltas la cabeza. “Me caeré”, pensó. Pero en ese instante escuchó que el visitante comenzaba a hablar, y esto le devolvió la serenidad.
—¿Estarán dormidas o las habrán asfixiado? —susurró— ¡Que se las lleve el demonio! A ambas: a Aleña Ivanovna, la anciana bruja, y a Lisbeth Ivanovna, la hermosura imbécil... ¡Mujerzuelas, abran de una vez!... No tengo dudas, están durmiendo.
Tiró del cordón por lo menos diez veces más y tan fuerte como pudo. Se encontraba desesperado. Se notaba claramente que era un individuo enérgico y que conocía muy bien la casa.
Se escucharon en este instante, ya muy próximos, unos pasos rápidos y suaves. Obviamente, otra persona iba al cuarto piso. Raskolnikof no escuchó al nuevo visitante hasta que llegó al descansillo.
—Es imposible que no haya nadie —dijo, con voz alegre y sonora, el recién llegado hablándole al primer visitante, que continuaba haciendo sonar la campanilla—. Koch, buenas tardes.
De inmediato, Raskolnikof se dijo: “A juzgar por su voz es un hombre joven”.
—No entiendo qué diablos sucede —contestó Koch—. Hace un instante casi echo la puerta abajo... ¿Y usted me conoce?
—¡Qué pésima memoria tiene! Anteayer, en el Gambrinus, le gané, una tras otra, tres partidas de billar.
—¡Ah, por supuesto!
—¿Y usted dice que no se encuentran allí? ¡Qué extraño! Hasta me parece que no es posible. ¿Esa anciana adónde puede haber ido? Debo hablar con ella.
—Amigo mío, yo también debo hablarle.
—¡Qué le vamos a hacer! —dijo el muchacho—. Debemos irnos por donde vinimos. ¡Y yo que pensaba que de aquí saldría con dinero!
—¡Por supuesto que nos tendremos que ir! Pero ¿por qué me dijo que viniera? La misma vieja me dijo que viniera a esta hora. ¡Con lo que he caminado para venir de mi casa aquí! ¿Dónde demonios estará? No lo entiendo. Esta vieja bruja jamás se mueve de casa, porque apenas puede caminar. ¡Y, de repente, se le ocurre irse a pasear!
—¿Y si le preguntamos al portero?
—¿Pero para qué?
—Para saber si se encuentra en casa o cuándo regresará.
—¡Preguntar, preguntar!... ¡Pero jamás sale!
Sacudió nuevamente la puerta.
—¡Es en vano! ¡No tenemos más remedio que irnos!
—¡Escuche! —dijo de repente el muchacho—. ¡Mire bien! Cuando se tira, la puerta cede un poco.
—Bien, ¿y qué?
—Esto evidencia que no se encuentra cerrada con llave, sino con pasador. ¿Cuando se mueve la puerta lo escucha resonar?
—Ajá, ¿y qué?
—Pero ¿no entiende? Esto demuestra que una de ellas se encuentra en la casa. Si ambas hubieran salido, habrían cerrado por fuera con llave; de ninguna manera habrían podido echar el pasador por dentro... ¿Lo escucha, lo escucha? Para poder echar el pasador hay que estar en casa, ¿no entiende? En fin, que están y no desean abrir la puerta.
—¡Sí! ¡Por supuesto! ¡No hay dudas! —dijo Koch, sorprendido—. Pero ¿qué diablos estarán haciendo?
Y comenzó a sacudir la puerta con furia.
—Es inútil. ¡Déjelo! —dijo el muchacho—. En todo esto hay algo extraño. Usted ha llamado muchas veces, ha sacudido la puerta con violencia y no abren. Esto puede significar que ambas están desmayadas o...
—¿O qué?
—Es preferible que avisemos al portero para que vea lo que sucede.
—Excelente idea.
Ambos se dispusieron a bajar.
—No —dijo el muchacho—; usted quédese aquí. Yo buscaré al portero.
—¿Por qué me tengo que quedar?
—Jamás se sabe lo que puede suceder.
—Está bien, me quedaré.
—Escúcheme: estudio para juez de instrucción. Hay algo aquí que no está muy claro; esto es notorio..., ¡notorio!
Después de decir esto en un tono vehemente, el muchacho comenzó a descender, a grandes zancadas, la escalera.
Koch, cuando se quedó solo, llamó otra vez discretamente y después, pensativo, comenzó a sacudir la puerta para asegurarse de que el pasador estaba echado. Posteriormente, jadeante, se inclinó, y colocó el ojo en la cerradura. Pero no logró ver nada, debido a que la llave estaba puesta por dentro.
Raskolnikof, de pie frente a la puerta, sujetaba con mucha fuerza el mango del hacha. Era presa de una especie de delirio. Se encontraba dispuesto a luchar con esos hombres si lograban entrar en el apartamento. Al escuchar sus golpes y sus comentarios, en más de una ocasión casi le puso fin a la situación hablándoles a través de la puerta. Por momentos lo dominaba el impulso de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso quería que entraran en el apartamento. “¡Qué terminen de una vez!”, se decía.
—Pero ¿ese hombre dónde se habrá metido? —susurró el que estaba fuera.
Ya habían transcurridos varios minutos y nadie subía. Koch comenzaba a perder la serenidad.
—Pero ¿dónde se metió ese hombre? —rezongó.
Finalmente, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso pesado, lento, ruidoso.
“Señor, ¿qué hacer?”.
Raskolnikof descorrió el pasador y entreabrió la puerta. No se escuchaba el menor ruido. Sin más indecisiones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y comenzó a descender. De inmediato —solamente había bajado tres escalones— escuchó gran algarabía más abajo. ¿Qué podía hacer? No había ningún lugar donde ocultarse... Subió de nuevo rápidamente.
—¡Eh, tú! ¡Aguarda!
El que gritaba acababa de salir de uno de los apartamentos inferiores y corría escaleras abajo, en tromba, no ya al galope.
—¡Mitri, Mitri, Miiitri! —gritaba hasta desgañitarse—. ¿Te volviste loco? ¡Así llegues al infierno!
Se extinguieron los gritos; los últimos provenían de la entrada. Todo quedó de nuevo en silencio. Pero, pasados apenas unos segundos, algunos hombres que charlaban a grandes voces comenzaron a subir de manera tumultuosa la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la voz sonora del muchacho de antes.
Entendiendo que no los podía esquivar, se fue a su encuentro decididamente.
“¡Qué sea lo que Dios quiera! Si me detienen, estoy perdido, y si dejan que pase, también, ya que