el apartamento del segundo, donde trabajaban los pintores. Se acababan de ir, como si lo hubiesen hecho a propósito. Probablemente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y perturbando. Estaban recién pintados los techos. En medio de uno de los cuartos todavía había un bote de pintura, un pincel y una cubeta. Raskolnikof se metió furtivamente en el apartamento y se ocultó en un rincón. Tuvo el tiempo preciso. Los hombres ya se encontraban en el descansillo. No se pararon: continuaron ascendiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar en voz alta. Raskolnikof aguardó un instante. Luego salió de puntillas y, rápidamente, se lanzó escaleras abajo.
No había nadie en la escalera; nadie en el portal. Velozmente salió y dobló a la izquierda.
Perfectamente sabía que esos hombres ya estarían en el apartamento de la anciana, que les habría asombrado hallar abierta la puerta que hacía unos instantes se encontraba cerrada; que estarían observando detenidamente los cadáveres; que de inmediato habrían deducido que el asesino se encontraba en el apartamento cuando ellos llamaron y que acababa de escapar. Y quizás incluso sospechaban que, cuando ellos subían, se había escondido en el departamento deshabitado.
No obstante, Raskolnikof no se arriesgaba a acelerar el paso; no se arriesgaba pese a que tendría que recorrer todavía un centenar de metros para alcanzar la primera esquina.
“Si entrara en un portal —pensaba— y me ocultara en la escalera... No, sería un error. ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomo un coche? ¡No, tampoco, tampoco!”.
En la mente las ideas se le enredaban. Finalmente vio una callejuela y entró en ella más muerto que vivo. Era claro que casi se había salvado. Corría allí menos peligro de levantar sospechas. Además, él era como un grano de arena entre los transeúntes que llenaban la angosta calle.
Sin embargo, de tal forma lo había debilitado la tensión emocional que apenas podía caminar. Por su rostro resbalaban gruesas gotas de sudor; su cuello estaba mojado.
Cuando desembocaba en el canal, una voz le gritó:
—¡Amigo, vaya merluza!
Perdió la cabeza completamente; cuanto más caminaba, más perturbado se sentía.
Cuando llegó al malecón y lo vio casi vacío, el temor de llamar la atención lo horrorizó, y regresó a la callejuela. Pese a que casi caía desfallecido, para llegar a su casa dio un rodeo.
Cuando atravesó la puerta todavía no había recuperado la presencia de ánimo. Se acordó del hacha cuando ya estaba en la escalera. Todavía tenía que hacer algo muy importante: dejar, sin llamar la atención, el hacha en su lugar.
Raskolnikof no estaba en condición de entender que en lugar de dejar el hacha en el sitio de donde la había cogido era mejor deshacerse de ella lanzándola, por ejemplo, al patio de cualquier vivienda.
No obstante, todo salió perfectamente. Estaba cerrada la puerta de la garita, pero no con llave. Esto, aparentemente, indicaba que el portero se encontraba allí. Pero Raskolnikof había perdido la capacidad de razonamiento hasta tal punto que caminó hacia la garita y abrió la puerta.
Si en ese instante hubiese aparecido el portero y le hubiera preguntado: “¿Qué quiere?”, él, probablemente, con el gesto más natural le habría devuelto el hacha.
Sin embargo, la garita se encontraba vacía como antes y Raskolnikof pudo colocar el hacha debajo del banco, entre los leños, igual como la halló.
De inmediato subió a su cuarto, sin toparse con nadie en la escalera. Estaba cerrada la puerta del apartamento de la patrona.
Una vez en su cuarto, se acostó con ropa en el diván y se sumergió en un tipo de inconsciencia que no era igual a la del sueño. Si entonces hubiese entrado alguien en la habitación, el joven, indudablemente, se habría asustado y habría gritado. Su mente era un hervidero de retazos de pensamientos, pero, por mucho que se empeñaba en ello, él era incapaz de captar ninguno.
Parte 2
Capítulo I
Por mucho tiempo, Raskolnikof estuvo acostado. En ocasiones, abandonaba a medias su letargo y se daba cuenta de que ya era muy de noche, pero no pensaba en ponerse de pie. Cuando amaneció, él continuaba acostado de bruces en el sofá, sin haber podido sacudirse ese adormecimiento que se había apoderado completamente de él.
Llegaron de la calle a su oído aullidos estridentes y gritos ensordecedores. Estaba habituado a escucharlos bajo su ventana todas las noches casi a las dos. En esta ocasión lo despertó el escándalo. Pensó: “Ya salen los borrachos de las cantinas. Ya deben ser más de las dos”.
Y dio tal brinco que daba la impresión de que lo habían arrancado del sofá.
“¿Ya son las dos? ¿Es posible?”.
Se sentó y, de repente, vino a su memoria todo lo sucedido.
Creyó volverse loco en los primeros instantes. Sentía un frío gélido, pero esta sensación era producto de la fiebre que se apoderó de él mientras dormía. Era tan intenso su temblor, que en el cuarto sonaba el castañeteo de sus dientes. Lo invadió un vértigo espantoso. Abrió la puerta y estuvo escuchando un instante. En la casa todos dormían. Miró con asombro sobre sí mismo y a su alrededor. Había algo que no entendía. ¿Cómo era posible que no recordara pasar el pestillo de la puerta? Además, se acostó con ropa e incluso con el sombrero, que se le había caído y allí estaba, en el suelo, junto a su almohada.
“Si entrara alguien pensaría que estoy ebrio, pero...”.
Corrió a la ventana. Había mucha claridad. Con mucho cuidado se inspeccionó de pies a cabeza. Miró y volvió a mirar sus ropas. ¿No había huella? No, de esa manera no podía verse. Se desvistió, aunque continuaba temblando a causa de la fiebre, e inspeccionó nuevamente sus ropas muy atentamente. Miraba por el derecho y por el revés pieza por pieza, con miedo de que algo se le hubiera pasado por alto. Examinó tres veces todas las prendas, hasta la más insignificante.
Solamente vio en los desflecados bordes de los bajos del pantalón unas gotas de sangre coagulada. Cortó estos flecos con un cortaplumas.
Pensó que ya no tenía nada más que hacer. Pero de repente recordó que todavía estaban en sus bolsillos la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del arca de la anciana. Todavía no había pensado en sacarlos para ocultarlos; cuando examinó las ropas ni siquiera se le había ocurrido.
En fin, a actuar. Vació los bolsillos sobre la mesa en un abrir y cerrar de ojos y después los volvió del revés para asegurarse de que en ellos no había quedado nada. Posteriormente, se lo llevó todo a un rincón de la habitación, donde se encontraba roto el papel y despegado de la pared a trechos. Introdujo el montón de pequeños paquetes en una de las bolsas que formaba el papel. “Todo listo”, se dijo con alegría. Y se quedó mirando con gesto imbécil la abertura del papel, que se había abierto aun más.
Se estremeció de repente de pies a cabeza.
—¡Dios mío! —susurró, con mucha desesperación—. ¿Qué hice? ¿Qué me sucede? ¿Es eso un escondrijo? ¿Es de esa manera como se esconden las cosas?
No obstante, se debe tener en cuenta que Raskolnikof no había pensado para nada en esas joyas. Pensaba que solamente tomaría el dinero, y esto explica que no tuviera listo ningún escondite. “¿Pero por qué me alegré? —se preguntó—. ¿Ocultar las cosas de esa forma no es un desatino? Es indudable que me estoy volviendo loco”.
Se sentó en el sofá sintiéndose en el límite de sus fuerzas. De nuevo los escalofríos de la fiebre recorrieron su cuerpo. Instintivamente se apoderó de su despedazado abrigo de estudiante, que tenía en una silla, al alcance de la mano, y se lo puso. Rápidamente cayó en un sueño que tenía un poco de delirio.
Perdió totalmente la noción de las cosas, pero después de cinco minutos se despertó, se puso de pie de un brinco y se lanzó sobre sus ropas con un gesto de angustia.
“¿Cómo me pude dormir sin haber hecho nada? Todavía el nudo