Arena y viento
Alberto Vázquez-Figueroa
Categoría: Novelas
Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: Arena y viento
Primera edición: 1961
Reedición actualizada y ampliada: Enero 2021
© 2021 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Imágenes de portada: @Dreamstime
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
Imágenes: @Shutterstock
ISBN: 978-84-18263-73-6
Impreso en España
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A los seres queridos: el recuerdo de mi madre,
mi padre, mi hermano, y tú.
Es este el relato de los más felices años de una vida, transcurridos en un lugar donde para la mayoría de la gente no existen más que monotonía y sed, calor y sol, arena y viento.
Quiere ser al mismo tiempo una defensa de ese mundo maltratado y desconocido, y de los olvidados hombres que lo habitan, porque, en esta era en que se trata de conquistar el espacio y descubrir nuevos mundos, gran parte de los seres humanos ignoran aún cuanto se refiere a ese inmenso desierto que tienen al alcance de la mano.
Al igual que el pan necesita de levadura para hacerse esponjoso y comestible, aunque por ello la masa no deja de ser la misma, me he visto obligado a añadir a lo real de mi relato una punta de esa levadura de la fantasía, para lograr hacerlo más entretenido y ameno.
También he necesitado dividir mi narración en dos partes, porque en mis años de desierto fui primero niño y después muchacho; y mientras los recuerdos del segundo son reales y exactos, los anteriores a esos quince o dieciséis años surgen en mi memoria como fogonazos de luz o páginas sueltas.
Introducción
Desierto: «deshabitado, sin vida».
Sáhara: «tierra que solo sirve para cruzarla».
Desierto del Sáhara: «la deshabitada tierra que solo sirve para cruzarla».
Para quien desconozca este rincón del mundo, y únicamente se rija por las tristes palabras con que los hombres lo han bautizado, este será siempre un lugar en que no puede florecer la vida, y, por tanto, no existe el amor ni la alegría; y resulta inconcebible que seres humanos habiten allí, y allí sufran y rían, y allí crean en Dios, y allí tengan sus hijos.
Y, sin embargo, el hombre del desierto, el saharaui, nómada o sedentario, que vive bajo un simple trozo de tela, o en una casita de barro y cal, es un ser que ama su tierra, que se aferra a ella, y que, llegado el momento, siente la nostalgia de sus infinitas llanuras solitarias, donde la vista se pierde en todas direcciones sin que un solo punto oscuro rompa la igualdad de las amarillentas dunas o de los rojizos pedregales.
Las tierras forjan a sus habitantes, y por ello el saharaui es un hombre fuerte, duro, acostumbrado a sobrevivir a las más adversas condiciones; pero al mismo tiempo es ingenuo, bondadoso, hospitalario, y su mente, como sus costumbres, han quedado atrasadas, perdidas en la bruma de los siglos, casi idénticas a las de aquellos de sus antepasados que vieron llegar a los hombres de don Diego García de Herrera, señor de Fuerteventura y Lanzarote, allá por el año 1402, mucho antes de que la hoy próspera América fuera descubierta.
El hombre europeo que pasa de la civilización al desierto no puede acostumbrarse, llega a odiarlo; y el día que se aleja de él lo olvida por completo, o solo como una monótona pesadilla perdura en su recuerdo.
Para amar al desierto hay que llegar a comprenderlo, aceptando ese atrasado género de vida, y un hombre habituado al trajín de las ciudades no logra nunca, por más que lo intente, adaptarse a las mentes infantiles y a las pueriles ideas de los habitantes de la llanura.
Ninguna otra raza es tan amante de las leyendas, de los cuentos y viejas historias; y cada noche, al amor de una fogata, que es la única vida que se advierte en el desierto, a la puerta de una jaima se reúnen grandes y chicos, y, mientras los demás escuchan embelesados, los más viejos van relatando las leyendas que les había contado su padre, y que este a su vez había oído del suyo, y así sucesivamente hasta los tiempos en que Mahoma vino al mundo.
Y en pleno siglo veinte la vida es construida con unos palos y siete tiras de tela cosidas paralelamente, y que suelen estar tejidas con pelo de dromedario o de ganado cabrío semejante a hace mil años, y los «hijos de las nubes» continúan esperando ver asomar una de ellas en el horizonte para desmontar las jaimas y, a lomos de sus camellos, seguir aquella blanca promesa de agua que ha de llover, y poder sembrar donde la nube haya descargado, porque la tierra, aunque sedienta, es fértil, y a poco que asoma la verde hierba, la mies crece, y el saharaui se inclina hacia el oriente y, elevando los brazos al cielo, murmura una oración: «Señor, tu misericordia es infinita».
Pero si bien a un adulto le resulta imposible adaptarse a las costumbres de los habitantes del desierto, no ocurre lo mismo con un muchacho que a los trece años se ve trasladado allí y que, aun sin conocer la forma de vivir de aquella gente, sabe algo de su idioma y de su mentalidad, porque durante años ha convivido con sus más cercanos parientes: los árabes de Marruecos.
Y así fue como a esa edad en que se deja de ser niño sin ser aún hombre, y en que la mente está en su máximo poder de asimilación y se adapta con facilidad a cosas nuevas y distintas, me encontré de pronto viviendo en ese punto en que el Sáhara muere en el mar, donde el asfixiante viento del desierto está contenido y dulcificado por la fresca brisa del océano.
Allí permanecí largo tiempo, y llegué a comprender el espíritu del nómada; aprendí a amar su tierra, e incluso hoy, en que tantos años han pasado, siento a veces nostalgia de las grandes llanuras, del viento que llora sobre los matojos muertos, y de las leyendas contadas al amor de la hoguera.
Y aún recuerdo la primera vez que me senté sobre la blanda arena, crucé las piernas y, como un guayete más, escuché la historia que contó un anciano de larga barba blanca, ojos cansados y rostro curtido por cien años de viento del desierto.
Y dijo así:
–Alá es grande. Alabado sea.
»Hace muchos años, cuando yo era joven y mis piernas me llevaban durante largas jornadas por sobre la arena y la piedra sin sentir cansancio, ocurrió que en cierta ocasión me dijeron que había enfermado uno de mis hermanos, y, aunque tres días de camino separaban mi jaima de la suya, pudo más el amor que por él sentía que la pereza, y emprendí la marcha sin temor alguno, pues, como os digo, era joven y fuerte y nada espantaba mi ánimo.
»Había llegado el anochecer del segundo día cuando me encontré