Alberto Vazquez-Figueroa

Arena y viento


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hice como lo he dicho, y he aquí que el sol y la larga caminata aparecieron, de tal modo que al momento quedé dormido.

      »Muy alta habría estado la luna si, por mi desgracia, no hubiera querido Alá que fuera aquella noche sin ella, cuando de pronto me despertó un grito tan desgarrador e inhumano que me dejó sin ánimo e hizo que me acurrucase presa del pánico.

      »Así estaba cuando de nuevo llegó el tan espantoso alarido, y a este siguieron quejas y lamentaciones en tal número que pensé que un alma que sufría en el infierno lograba atravesar la tierra con sus gritos.

      »Pero he aquí que de repente sentí que escarbaban en la arena, y a poco aquel ruido cesó para aparecer más allá, y de esta forma lo noté sucesivamente en cinco o seis puntos distintos, mientras los lamentos continuaban y a mí el miedo me mantenía encogido y tembloroso.

      »No acabaron aquí mis tribulaciones, porque al instante sentí que ahora escarbaban a mi lado, y se oía también una respiración fatigosa, y cuando mayor era mi espanto noté que me tiraban puñados de arena a la cara, de tal forma que parecía que alguien, al escarbar precipitadamente, no miraba dónde echaba la arena.

      »Esto era más de lo que yo podía resistir, y mis antepasados me perdonen si confieso que sentí un miedo tan atroz que di un salto y eché a correr como si el mismo Saitan, el apedreado, me persiguiese; y fue así que mis piernas no se detuvieron hasta que ya el sol me alumbró y no quedaba a mis espaldas la menor señal de las grandes dunas.

      »Llegué, pues, a casa de mi hermano, y quiso Alá que este se encontrase muy mejorado, de tal forma que pudo escuchar la historia de mi miedo, y al contarla aquella noche al amor de la lumbre, tal como ahora estamos, un vecino suyo me dio la explicación, y me contó lo que su padre le había contado: Y dijo así: ‘Alá es grande. Alabado sea’.

      »Ocurrió, y de esto hace muchos años, que dos grandes familias, una Rguibat y otra Delimís, se odiaban de tal modo que la sangre de unos y otros había sido vertida por los contrarios en tantas ocasiones que sus vestiduras y sus tiendas y su ganado se podrían haber teñido de rojo de por vida; y sucedía que, habiendo sido un joven Rguibat la última víctima, estaban estos ansiosos de tomar desquite.

      »Ocurría también que en las dunas en que tú dormiste acampaba una jaima de Delimís; pero en ella habían muerto ya todos los hombres, y solo estaba habitada por una madre y su hijito.

      »La mujer vivía tranquila, pues había supuesto que a ellos nada les podría ocurrir, ya que, incluso para aquellas familias que se odiaban, matar a una mujer era algo indigno.

      »Y fue así como una noche aparecieron allí los enemigos, y, tras amarrar y amordazar a la mujer, que gemía y lloraba, se llevaron al hijo. En su desesperación la pobre madre pudo oír que decían algo así como: ‘...enterrar en una duna’, y otra voz que afirmaba, a su vez: ‘Sí, vivo, sí’.

      »Desesperóse la mujer y trató de romper sus ligaduras, que eran fuertes; pero sabido es que nada es más fuerte que el amor de una madre, y ella logró lo que se proponía; pero cuando salió ya todos se habían marchado, y no encontró más que un infinito número de altas dunas, y sabía que en alguna de ellas habían enterrado a su hijo; y se lanzó de una a otra, escarbando aquí y allá, sin saber en cuál estaría, gimiendo y llamando, pensando en su hijo que se asfixiaba por momentos; y así la sorprendió el alba y siguió ese día y el otro y el otro, porque la misericordia de Alá le había concedido el bien de la locura, para que de esta forma sufriera menos al no comprender cuánta maldad existe entre los hombres.

      »Y nunca más pudo saberse de aquella mujer; y cuentan que de noche su espíritu vaga por las dunas y aún continúa en su búsqueda y en sus lamentaciones, y no hay viajero que se atreva a pasar por allí después de oculto el sol; y cierto debe de ser todo, ya que tú, que allí dormiste sin saberlo, te encontraste con ella.

      »Alabado sea Alá, el misericordioso, que te permitió salir con bien y continuar tu camino, y que ahora te reúnas aquí con nosotros, junto al fuego.

      –Alabado sea.

      Al concluir su relato el anciano suspiró profundamente, y volviéndose a los más jóvenes de los que le escuchábamos dijo:

      –Ved cómo el odio y las luchas entre razas y familias a nada conducen más que al miedo, a la locura y a la muerte; y cierto es que en los muchos años que he combatido junto a los míos contra nuestros eternos enemigos del este, los Ait Bel-la, jamás he visto nada bueno que lo justifique; porque las rapiñas de unos con las rapiñas de los otros se pagan, y los muertos de cada bando no tienen precio, sino que, como una cadena, van arrastrando más hombres muertos, y las jaimas quedan vacías de brazos fuertes, y los hijos crecen sin la voz del padre.

      Las antiguas posesiones de España en el Sáhara, desde el Sud marroquí hasta lo que los nativos conocen con el nombre de Sekia El Hamra (Río Rojo), se encuentran habitadas por una confederación de tribus, mitad nómadas mitad sedentarias, que han ligado sus diferentes formas de vida al fin común de la subsistencia.

      Conocidos con el nombre de los Tekna, se hallan divididos en dos grandes grupos enemigos entre sí: los Ait Yemel, que habitan al oeste, y los Ait Atman, más conocidos por los Ait Bel-la, que ocupan la parte este.

      La razón de que estas dos grandes facciones estén en constante lucha es algo que se pierde en la bruma de los siglos; pero cuenta la tradición que todo empezó porque un camello aplastó a un borrego de otra tribu y su dueño se negó a dar una satisfacción.

      Lo que pueda haber de cierto en esto es algo que nadie podrá nunca asegurar.

      Sea como sea, la verdad es que desde hace cientos de años no ha existido un solo espacio de cinco de ellos que separasen una lucha de otra.

      Cabo Juby ha sido uno de los puntos más importantes en la historia de los Tekna, especialmente a partir del siglo XVIII. Conquistado en 1916 por el que más tarde había de ser general Bens pasó a dominio español, y, al fundarse allí un fuerte, se convirtió en uno de los puestos clave de los territorios del África Occidental Española.

      Cuando llegué a Cabo Juby no había allí, aparte del fuerte, más que una hilera de casas blancas, cara al mar, y un hangar. Un poco más lejos, hacia el interior, se advertían las paredes del zoco y las edificaciones del poblado indígena, rodeado todo ello por las oscuras jaimas o las ruinosas barracas construidas con latas de viejos bidones.

      Aquí y allá, alguna casucha desperdigada destacaba sobre la arena; pero acabadas estas la vista se perdía en el horizonte sin alcanzar a ver más que la inmensa monotonía del desierto sahariano, donde las dunas y las llanuras pedregosas se suceden durante días y días de marcha.

      Al otro lado, el mar, a menudo embravecido; el inmenso océano, que, salvando las Islas Canarias, que se intentan adivinar allá al frente, continúa su azul extensión hasta las lejanas costas de América.

      Recién cumplidos los trece años fui allí a vivir con mis tíos, y tuve la sensación de que no podría soportar la soledad de aquel lugar que parecía maldito; pero el tiempo me hizo cambiar de opinión, y cuando años más tarde tuve que abandonarlo definitivamente, mis ojos ya se habían acostumbrado a la arena, y no fue esta la que hizo que enrojecieran y que más de una lágrima fuera a hundirse a mis pies, en aquella tierra sedienta, tantas veces maldecida, bendecida llorada.

      Primera parte

      El niño

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