de ser algo más que el ángel de su hogar.
Las obras de madurez de la escritora coruñesa están consideradas, por parte de la crítica actual, como lo mejor de su amplia trayectoria.
A este periodo pertenece La quimera, a la que seguirán Dulce dueño y La sirena negra, trilogía conocida con el título de Triunfo, amor y muerte.
La intención de Pardo Bazán era conformar una serie, «el ciclo de los monstruos», que continuaría con La sirena rubia, La esfinge y El dragón. Desgraciadamente, estos nunca llegaron a materializarse.
La quimera, publicada por fascículos en la revista La Lectura, se presentó como libro en 1905. El protagonista es Silvio Lago, un pintor gallego decidido a triunfar y a dedicar su vida a la búsqueda de un estilo propio que le permitiera aportar algo nuevo a su arte. Procedente de una familia de escasos recursos, la historia comienza con Lago de regreso de Buenos Aires, como tantos migrantes españoles de la época. Con el apoyo de la baronesa de Dumbría y su hija, una compositora consagrada, el joven pintor se dará a conocer en Madrid. Seguirá su camino hacia París y, tras vivir distintos episodios de variada naturaleza, regresará de nuevo a la Alborada, nombre que Pardo Bazán utiliza para referirse a Galicia.
Esta estructura circular muestra el desarrollo del personaje, pues el Lago que salió de Meirás —casa de verano de las de Dumbría— no será el mismo que regrese tiempo después. Las experiencias vividas, las personas que ha ido conociendo en su recorrido y las constantes dudas sobre el sentido de su vida y de su arte lo han transformado por completo.
Esta edición de la obra inaugural de Triunfo, amor y muerte se acompaña de un prólogo de la autora gallega, en el que intenta salir al paso de las acusaciones de haberse inspirado en nombres de la sociedad del momento. Para quien se acerque a su lectura en la actualidad, puede resultar de interés saber que Silvio Lago está claramente inspirado en Joaquín Vaamonde, pintor coruñés que, al igual que el protagonista de La quimera, pidió a Pardo Bazán que le permitiera retratarla y que mostrara el resultado a sus amistades en Madrid, lo que le supuso numerosos encargos. Ese primer retrato es el que ilustra la cubierta de esta edición de La quimera.
Si Lago es un claro trasunto de Vaamonde, se puede adivinar a Emilia tras el personaje de Minia de Dumbría, la afamada compositora, generosa confidente de Silvio; pero también podemos encontrar pequeños detalles fácilmente identificables en la vizcondesa de Ayamonte, Clarita. Incluso en los desvelos artísticos de Lago.
Los personajes femeninos resultan especialmente atractivos por su variedad, sus claroscuros y su autonomía. La novela cuenta con un amplio abanico de mujeres fuertes, cada una a su manera, que no responden a los modelos habituales: una ha entregado su vida al arte, la quimera que terminará por devorar también a Vaamonde, pero ella lo hará desde el sosiego que le proporciona su posición acomodada; otra terminará por entregarse a la religión —a pesar de la negativa de su familia—, dichosa de encontrar, por fin, una razón de ser. No falta la que se verá engullida por el tedio y busque medios menos espirituales de soportar el mal du siècle, desembocando en pura maldad y, finalmente, la que decide desempeñar el papel de madre y protectora del pintor.
La quimera es un ejemplo de la maestría de Emilia Pardo Bazán en el género de la novela: su capacidad de observación, de análisis de una sociedad que sufría el mal del fin de siglo, la creación de personajes —resultan significativos los nombres elegidos y su constante evolución—, la ambientación y las descripciones minuciosas. Todo ello nos permitirá recorrer las calles de Madrid y de París, movernos por los salones de la alta sociedad del XIX, compartir las reflexiones de Lago sobre el arte de los grandes pintores y vivir las angustias de sus personajes.
La quimera fue, y es, una obra valiente y con méritos suficientes para ser rescatada del olvido y ser reivindicada como un clásico de la literatura. Una de esas novelas que, al igual que su singular creadora, se ha ganado el derecho a ser considerada una obra imprescindible.
Ela Alvarado
Cita
Los sentimientos no los elegimos, se nos vienen, se crían como la maleza que nadie planta y que inunda la tierra. Y los sentimientos delátense a veces en puerilidades sin valor aparente, en realidad elocuentísimas, reveladoras de la verdad psicológica, como ciertos síntomas leves denuncian enfermedades mortales.
Emilia Pardo Bazán
Sentires y llamamientos
Había prescindido en mis novelas de todo prefacio, advertencia, aclaración o prólogo, entregándolas mondas y lirondas al lector, que allá las interpretase a su antojo, puesto que tanta molestia quisiera tomarse; y esta costumbre seguiría en La quimera si, apenas iniciada su publicación por la excelente revista La Lectura, no apareciese en un diario de circulación máxima un suelto anunciando que «claramente se adivina, al través de los personajes de La quimera, el nombre de gentes muy conocidas en la sociedad de Madrid, por lo cual el libro será objeto de gran curiosidad y de numerosos comentarios».
Pequeñeces, se me figura que al público se le ha abierto el apetito. Fue Pequeñeces (tendrán que reconocerlo los más adversos al padre Coloma), plato tan sabroso que trabajo le mando al cocinero que sazone otro mejor. ¿Qué especias emplear? ¿Qué salsa componer? No vale cargar la mano en la guindilla, que no por eso saldrá el carrick más en punto. Pequeñeces, a la verdad, y es justo decirlo, alborotó sin recurrir a tratar de aberraciones, perversiones y demoniuras con que hoy las letras van familiarizándose. Por ley natural de la escala de sensaciones, se piden nuevos estímulos; vibra irritada la curiosidad, y la musa ceñida de negras espinas, la de la sátira social, que levanta ampollas como puños, aguarda su hora. A todo novelista que por exigencias del asunto tiene que situar la acción en altas esferas o sacar a plaza tipos más o menos semejantes a los que por ahí bullen, se le pregunta con ahínco: «¿Nos trae usted la continuación de Pequeñeces? Eso sí que nos encantaría. Agotaríamos la edición…».
Reconozco que en la sátira social pueden hacerse maravillas. Remontémonos: ¿quién ignora que Dante, en la Divina comedia, saca al sol los trapitos de sus contemporáneos y conciudadanos, sin omitir lo gravísimo (recuérdese su conferencia, en el Infierno, con Brunetto Latini). Los profetas de Israel, que iban clamando contra las iniquidades de su época, sin respetar ni a las testas coronadas, ¿qué fueron, descontada su sacra misión, sino satíricos andantes? La antigüedad, más realista cien veces que nosotros, no concibió el drama con personajes inventados; y los dramaturgos griegos fundaron su teatro en sucedidos históricos y en interioridades regias. En la Odisea, y aun en la Ilíada, hizo algo semejante Homero; Shakespeare (siguiendo las huellas de Sófocles y Eurípides), en sus dramas históricos, dramatizó sucesos casi actuales y retrató a los reyes, reinas y magnates con relieve cruel. Creo que basta de ilustres ejemplos, y que no será desdeñar el género si declaro que no pertenece a él La quimera, ni fustiga, palabreja tan en uso, a nadie, ni verosímilmente provocará, siquiera por ese concepto, comentario alguno.
Si se me permite una breve digresión antes de indicar, por mi gusto y no porque interese, qué idea desenvuelvo en La quimera, observaré que quizás no se ha definido claramente la sátira social y solemos confundirla con la sátira de clase y la personal. Sátira social es aquella que, en los vicios y faltas de las clases o de los individuos, sorprenden los síntomas de decadencia y descomposición de la sociedad entera y se adelanta a la historia: tales fueron algunas de Quevedo (no todas, ciertamente); tales, las famosas de Juvenal, donde resuena el toque de agonía del Imperio romano. Sátira de clase es la que ve solo en el conjunto un factor y a él endereza sus tiros. Así, Álvaro Pelagio lamentaba especialmente los pecados y desmanes de la clerecía. La sátira personal amontona, sobre pocos o sobre uno solo, las culpas de todos; es, de