preciso descollar.
Pequeñeces, aun cuando dejase entrever fisonomías que, no obstante las protestas del autor parecieron conocidas, tenía alcance de sátira social: censuraba un estado general, lo podrido de Dinamarca. Los demás novelistas españoles se han limitado a la sátira de clase (aunque haya en Galdós no poco de sátira verdaderamente social difusa). Y al escribir la sátira de clase (de la aristocrática, única que como clase ha sido satirizada en la novela), frecuentemente confunden a la aristocracia con «la buena sociedad», que no será todo lo contrario, pero tampoco es lo mismo.
Circunscrita la sátira al Madrid de los salones, deja de ser de clase y es, a lo sumo, de círculo o cotarro, degenerando en personal infaliblemente. Sin embargo, yo no he solido ver, en las novelas satíricas, esas semejanzas parlantes con zutano o mengano y más bien sentí extrañeza al reconocer el corto tributo pagado a una realidad, ni difícil de observar, ni pobre en colores y formas sugestivas. Y discurriendo acerca de este efecto, doy en creer que la intención de la sátira estorba el paso a la verdad, como la caricatura al parecido, y que para pintar lo que fuere, altas, medianas o bajas clases o individuos, es de rigor atenerse a la verdad sencilla (no a la verdad nimia), y entrar en la tarea con ánimo desapasionado. Sobre todas las cosas deberá evitar el novelista el propósito de adular la maligna curiosidad y la concupiscencia de los lectores.
Viniendo a La quimera, en ella quise estudiar un aspecto del alma contemporánea, una forma de nuestro malestar, la alta aspiración, que se diferencia de la ambición antigua (por más que tenga precedentes en psicologías definidas por la historia). La ambición propiamente dicha era más concreta y positiva en su objeto que esta dolorosa inquietud, en la cual domina exaltado idealismo. Es enfermedad noble y una de las que mejor patentizan nuestra superioridad de origen, acreditando las profundas verdades de la teología, el dogma de la caída y la significación del terrible árbol y su fruto. El mal de aspirar lo he representado en un artista que no me atrevo a llamar genial, porque no hubo tiempo de que desenvolviese sus aptitudes, si es que en tanto grado las poseía; pero en cuya organización sensible, afinada quizá por los gérmenes del padecimiento que le malogró la aspiración, revestía caracteres de extraña vehemencia. Ignoro lo que el desgraciado joven hubiese hecho; conozco, en cambio, lo que le agitaba y enloquecía, cómo se dejaba arrastrar palpitante en las garras de la quimera; y la batalla entre su aspiración y las fatalidades de la necesidad me pareció tanto más dramática, cuanto que, para un artista en quien la quimera no tuviese fijos sus glaucos ojos, la situación de halagado retratista de damas hubiese sido gratísima y provechosa. El rapín bohemio, soplándose los dedos en su solitaria buhardilla, no me importa tanto como este otro bohemio rápidamente puesto de moda y celebrado, invitado a las casas de más tono, envuelto en sedas y encajes, asfixiado de perfumes, pero agonizando de nostalgia, despreciándose y acusándose de traición al ideal, y resignándose a la suerte y a la caricia de los poderosos, solo porque esperaba que le proporcionasen manera de encaminarse a la cima ruda, inaccesible, donde ese ideal se oculta. No de otro modo el soldado en vísperas de combate huye de los brazos amantes para incorporarse a su bandera.
Mientras notaba día por día la curva térmica de la fiebre de aspiración en Silvio Lago; mientras obsesionaba mi imaginación La quimera, la veía apoderada de infinitas almas, ya revistiendo forma sentimental (como en Clara Ayamonte), ya imponiéndose a las colectividades en el anhelo de una sociedad nueva, exenta de dolor y pletórica de justicia; y conocí que el deseo está desencadenado, que la conformidad ha desaparecido, que los espíritus queman aprisa la nutrición y contraen la tisis del alma y que ese daño solo tendría un remedio: trasladar la aspiración a regiones y objetos que colmasen su medida.
Por la índole del trabajo a que Silvio Lago se dedicó, su medio social fue, en efecto, prontamente el más smart y no negaré que su vida se prestaría a un picantísimo estudio de costumbres elegantes. A mí me atrajo en primer término el drama interior de su ensueño artístico; y por eso, lejos de sujetarme a la menuda realidad, no la he respetado supersticiosamente, adaptando lo externo a lo interno, procedimiento de todos los que pretenden reflejar la vida moral. No sería fácil aplicar nombres propios a los personajes de La quimera, en el sentido que los curiosos exigen; y si asoman caras conocidas, se las ve tan normales y sonrientes como en visita o en el teatro; así las pintaba Silvio.
De la contemplación del destino de Silvio he sacado involuntariamente consecuencias religiosas, hasta místicas, que sin mezquinos respectos humanos vierto en el papel. No me complacen las novelas con fines de apología o propaganda; pero cuando, sin premeditación, se incorpora a la obra literaria lo que no quiero llamar convicciones ni principios, porque son vocablos intelectuales y militantes, sino sentires y llamamientos; si bajo la ficción novelesca palpita algún problema superior a los efímeros eventos que tejen el relato; si un instante el soplo divino nos cruza la sien, ¿por qué ocultarlo? ¿No es esto tan verdad como las funciones del organismo?
Emilia Pardo Bazán
Triunfo
SINFONÍA
LA MUERTE DE LA QUIMERA
TRAGICOMEDIA EN DOS ACTOS, PARA MARIONETAS
PERSONAJES
BELEROFONTE, hijo de Glauco, rey de Corinto (30 AÑOS)
YOBATES, rey de Licia (60 AÑOS)
UN RAPSODA (40 AÑOS)
UN PASTOR (20 AÑOS)
A LA INFANTA CASANDRA, hija de Yobates (20 AÑOS)
MINERVA, diosa de la Razón (19 AÑOS)
LA QUIMERA, monstruo (No habla)
Acto Primero
El teatro representa una sala baja del palacio de Yobates. A través de la columnata se ven los jardines.
ESCENA I
CASANDRA, EL RAPSODA
CASANDRA.—Bienvenido. A ver si con tus canciones me distraes un momento. Estoy enferma de pasión de ánimo. Dicen que soy feliz… Nada me falta: tengo mis ruecas de marfil cargadas de lino finísimo; mis arcas de cedro, llenas de túnicas bordadas y de velos sutiles; los árboles del huerto me dan frutos en sazón; las vacas, densa y pura leche… y yo, ni hilo, ni me adorno, ni gusto las manzanas, ni voy al establo… Oprímese mi corazón; y cuando la pálida Selene cruza en su esquife de plata, y la brisa de primavera arranca perfumes a los nardos, siento que desearía morir, disolviendo mi alma en lo infinito.
EL RAPSODA.—Tu estado, infanta, es igual al de todas las doncellas y los mozos de este reino, desde que vivimos bajo el terror de la Quimera, cuyo aliento de llama engendra la fiebre y el frenesí. El monstruo, a quien nadie se atreve, se habrá aproximado a los jardines de tu palacio, rondando tus establos o buscando quizás presa más noble, y te ha inficionado con ese veneno de melancolía y de aspiraciones insanas. ¿Cuándo un héroe, un nuevo Teseo, nos libertará de la Quimera maldita?
CASANDRA.—Te aseguro que yo no tengo miedo a la Quimera. Al contrario, me agradaría verla y sentir su inflamada respiración.
EL RAPSODA.—Ahí está el mal. ¡La Quimera no es odiosa como el Minotauro! El ansia del misterio de su forma te consume. ¡Ah, princesa! Olvídala si quieres vivir. ¿Permitirás que, inmóvil ante ti como ante el altar de las divinidades, te recite una epoda?
CASANDRA.—¿Una epoda? No.
EL RAPSODA.—¿Un sacro peán? ¿Un alegre ditirambo?
CASANDRA.—Tampoco. ¿Por