Emilia Pardo Bazán

La quimera


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exagerado por la emoción el acento cantarín y mimoso de la tierra, gritó, metiéndose adentro:

      —Sendo… ¡ay, Sendo! ¡Ven aquí, hom…!

      Apareció el panadero, sudoroso, empolvado de harina —y no dijera nadie, al pronto, sino que era el propio Silvio, o un hermano gemelo. La misma finura de tipo; ambos de ojos azul grisiento, de menudo bigote dorado, de tez blanca, de cara oval, de pelo alborotado, sedoso, rubio ceniza. Mirándolos más despacio, se advertía que, bajo iguales máscaras de carne, la cara verdadera, espiritual, era no solo diferente: opuestísima. Sendo, al reconocer a Silvio, se había parado, receloso de lo desconocido; Silvio avanzaba con los brazos abiertos.

      —Y luego… ¿Tú por aquí?… —murmuró el panadero con retraimiento y precaución.

      Silvio comprendió. Su sensibilidad sufrió un arañazo leve. ¡Pobre primo! ¡Temía que viniesen a explotarle! Se apresuró a situarse en terreno despejado.

      —Sí, hombre… Vengo de Brigos, de casa de Moleque. Voy a Alborada…

      —Vamos, ¿a las torres? —asintió Sendo, tranquilizándose, con entonación respetuosa. ¡Buena señal! Cuando Silvio iba a las torres…

      —Y como no quiero llegar allí sin haber almorzado, me daréis una taza de caldo, ¿eh? y un poco de bolla fresca. Vengo a pie: estoy cansado. Toma —añadió precipitadamente—, esto lo compré en América para tu chiquilla mayor. ¿Dónde anda?

      Era un dije de oro bajo, con rubíes falsos y perlitas. La panadera exhaló un suspiro de admiración y placer.

      —Están ella y los hermanos en el arenal a se divertir, los pobriños. Mientras se cuece hay que espantarlos de aquí, que no dejan trabajar a uno. Solo tengo al de pecho; descansa como un santo en la cuna. ¿Lo traigo?

      —No —replicó Silvio—. Antes de irme los veré.

      —A ver luego el caldo, mujer —ordenó Sendo imperiosamente.

      Salió la frescachona a trastear por la cocina, y sentáronse los dos primos en la tienda, en sillas de paja desventradas y sucias. Hablaron. Cada tres minutos les interrumpía un parroquiano, pidiendo un mollete de a libra o una rosca de trenza. Levantábase el panadero a despachar y cobrar, y era lento en retraer el coloquio adonde lo cortaban; no obstante, con habilidad y sorna aldeana, al fin lo retraía. ¿Qué tal le había ido a Silvio allá en esas tierras donde tanto dinero se gana? ¿Traería, de seguro, un capitalito?

      —No… —y Silvio reía—. ¡Aquí os figuráis que allá llueven billetes de Banco! Allá también hay ricos y pobres… Yo no emigré por hacer fortuna.

      Viendo la sombra de preocupación que nublaba el gesto del primo, añadió prontamente, con algo de nerviosidad:

      —Al principio… ¡pch! me fue muy mal. Ahora ya ganaba para vivir. No pido limosna. ¿Dices que al segundo hijo le pusisteis mi nombre? Ahí tienes para comprarle dulces…

      Tendió un billete de última fila, de a veinticinco. El panadero, radiante, después de varios «no te molestes» lo recogió. Así como así, él iba a dar de almorzar a Silvio, ¡a obsequiar también! En una vuelta, se acercó a la cocina, y por lo bajo:

      —María Pepa, mujer, si hubiese sardinas del pilo… Es loco por ellas. Traerás un neto de vino tinto de lo mejor, ¿eh, mujer?

      Serían las once cuando María Pepa dispuso la pitanza en la mesa de la cocina. Al ver sobre el mantel gordo y rugoso la fuente de barro llena de sardinas asadas, plateadas y negruzcas, Silvio sintió que se le henchía de saliva la boca. Su estómago flojo, estropeado por privaciones y miserias en la primera edad, tenía súbitos antojos de golosina, como los niños y los enfermos, y le encaprichaban especialmente los platos ordinarios, los sencillos condumios regionales. Se arrojó a las sardinas; ayudadas por la torta caliente, sabíanle a pura gloria. El vinillo del país, acidulado, hacía un maridaje delicioso con la carne blanca, salada a granel, de los peces. María Pepa, lisonjeada, se reía de ver al primo devorar.

      —Coma, coma, que le preste, ya que le gusta… ¡Mire qué afición le llevan, Jesús!

      —Dile a tu mujer que me hable de tú, y que se siente a almorzar con nosotros —suplicó Silvio.

      —Tiene cortedá —Rio Sendo—. Como es la primera vez que te ve, hombre… Ya almorzará ella luego, ende acabando de servirnos…

      —Pero yo no me conformo. Es un favor que te pido. Que se siente. Anda, María Pepa; cuéntame de tus chiquillos. ¿Los crías tú?

      —¿Y luego? ¿Quién me los ha criar? —exclamó la frescachona.

      —Uno por año, ¿eh? ¿Como la tierra?

      —Cuasimente, sí señor; uno cada año… no siendo el año que estuvo mi esposo muy malísimo de calenturas.

      —¿Y trabajas siempre, aunque sea embarazada o criando? —preguntó Silvio escanciando un vaso lleno a María Pepa.

      —¡Ay! ¡Qué remedio! Señorito… Los pobres…

      —¿Señorito? Me llamo Silvio. Me has dado unas sardinas, María Pepa, que no las trocaría yo por ningún guiso de cocinero francés. Sendo, tu mujer vale mucho. Me parece que sois felices y que os lleváis como ángeles; ¿no es cierto?

      —¡Ay! Eso sí, alabado Dios —respondió Sendo por su mujer, la cual, avergonzada se sofocó más—. Riñas no hay aquí. ¡Siquiera tiempo a reñir tenemos! Como nunca falta qué hacer… Pero, y entonces tú —porfió suavemente, con la insidiosa blandura del país—, ¿no traes de allá para vivir descuidado? Si yo me fuese allá a amasar pan, algo traería; puesto ya un hombre a pasar el charco, ¡caraina!

      —Ya te dije que no iba en busca de cuartos —replicó Silvio, engolfado en una escudilla de caldo de berzas y patatas con espeso de harina de maíz—. ¡Vaya un caldito! ¡Qué antojo tenía de él, así como lo hace María Pepa!

      Sendo miraba a su primo, no atreviéndose a preguntarle por qué se embarca un hombre cuando no va en busca de cuartos.

      —Algún día —sonrió Silvio, a quien la beatitud del estómago alegraba el pensamiento— puede ser que tenga cuartos de sobra, aunque no los busque. Entonces os pido a mi ahijado, ¿eh?, y me lo dais, y lo educo y hago de él una persona.

      —¿Y tus hijos? Te casarás —objetó Sendo prudentemente.

      —No me casaré. Solo me casaría con una como María Pepa, lo mismito. Una que sepa hacer estos caldos —añadió.

      —¡No se burle! —arrulló cantando María Pepa. Oyose el llanto de una criatura; corrió la madre al dormitorio, y un segundo después se desabrochaba el justillo y acercaba al mamón a un seno gordo, tenso, de venas azuladas. Silvio, ahíto, dilatado de bienestar, contemplaba el cuadro: la mujer, morena, sana y dorada como el pan, lactando a un chicazo que pegaba manotadas a la teta y se volvía curioso, con la boca untada de leche.

      —¿Quién sabe si esta es la felicidad? —pensaba—. Al menos, es la ley de naturaleza.

      Así que su crío se puso que no le cabía gota más, la madre, engreída por la expresión de simpatía de los ojos de Silvio, le llegó el pequeño a la cara mendigando la alabanza y el beso. El pequeño olía a descuido y a lo que huelen los nidos de paloma. Silvio, perturbado en su digestión y en su refinamiento, se hizo atrás. Instantáneamente se le desvaneció la ilusión idílica, ese sueño que es el reverso de la megalomanía; soñar con ser menos, recordando la aspiración, espejismo de luchadores fatigados.

      —¿Sabrá aquí algún chiquillo el camino de Alborada, para que me guíe? —articuló con sequedad impaciente.

      —El nuestro, el mayor, puede ir —ofreció Sendo.

      —No, no; prefiero otro. No va a volverse solo el niño.

      —Deja pasar la fuerza del sol, hombre. A tal hora, en Alborada