Emilia Pardo Bazán

La quimera


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muy melancólico y digno o muy amoroso? En cien casos, es que el retratista presta al modelo el espíritu de que carece.

      —Según —respondió Minia, interesada por la teoría—. Hay pintores muy realistas, por ejemplo, don Vicente López, y un flamenco antiguo, Franz Hals, que retratan la naturaleza animal y la expresión vulgar… ¡Y hacen prodigios, vaya!

      Silvio, pensativo, se limpiaba los dedos con el pañuelo. Sus labios palpitaron al nombre de los dos pintores.

      —¡También lo haría yo! Es decir, ¡qué disparate de vanidad! ¡No se ría usted de mí…; también yo probaría a hacerlo! Eso es lo bueno, lo bueno: la verdad, sin trampas ni artificios. ¡Dichosos los que no necesitan falsificar nada! A veces, señora…

      —Mis amigos me llaman Minia —advirtió ella benignamente, apiadada por lo que ya iba adivinando.

      —Mil gracias… Decía que a veces leo en los periódicos que echan el guante a un monedero falso, y me asombro de que no prendan a los infelices que sofisticamos lo más sagrado, el arte. ¡Envidiable suerte la de usted! Contra la corriente de los convencionalismos; desdeñando ataques y groserías, escribió usted sus famosas Sinfonías campestres, empapándose en el sentimiento aldeano: en la realidad. Así han llegado a todas partes, por la verdad que contienen. En Buenos Aires las oí tocar, las vi aplaudidas. Como la necesito a usted, no digo más: creería que soy un adulador…

      Los ojos de Minia, pequeños, durmientes, se llenaron un momento de infinito.

      —¿Allí las oyó usted?

      —Todas. Y me conmovían mucho. Usted y yo hemos nacido en el mismo pueblo, en Marineda. Mientras no salí de él… experimentaba hacia usted hostilidad. No sé por qué; sería porque hablaban de usted continuamente y yo era un niño, y a esa edad no sobra la benevolencia. ¡Al contrario! Después, cuando me vi tan lejos… la nombraban a usted, o a cualquier persona o cosa de la tierra… y me entraba alegría.

      —¿Quiere descansar un momento? Me va usted a contar eso; su vocación, sus viajes.

      —No, señora —negó él en seco—. Perdone… Primero he de poner el retrato a cierta altura.

      —Como guste; usted es quien ha de dispensar —respondió Minia en tono de cortés indiferencia.

      —¡No adopte expresión enojada! La de antes, la de antes —suplicó Silvio, contrito, apurado como si le acaeciese la mayor desventura.

      —De eso sí que no respondo… ¿Quién se acuerda de lo que producía esa expresión? Intentaré pensar en lo mismo que pensaba…

      Volvió a descansar la mirada en el paisaje; quiso perderse, confundirse, diluir su personalidad en las lejanías color amatista de los montes que formando anfiteatro lo cercaban. No pudo: el conocido murmurio de notas, la efervescencia musical, era invencible. Hubiese deseado estar sentada ante el piano, traduciendo todo lo que —con la vaguedad del boceto al pastel en que se afaenaba Silvio— hervía dentro de su cerebro fácilmente excitable. Como la ola tras la ola, y aún del modo continuo y presuroso que cae el surtidor en el tazón, los elementos de un poema sinfónico apuntaban y se desvanecían.

      —¡La expresión de antes! —pensaba para sí—. Si este es artista, si posee sensibilidad, no ignorará que no nos bañamos dos veces en la misma agua, ni se reproduce el mismo minuto de nuestra vida.

      Silvio, entre tanto, voluntariosamente, trabajaba; tenía, en efecto, la mano ligera, la afluencia del toque, la justeza rápida de la entonación; el parecido con el modelo se establecía desde el primer instante, y de sus yemas febriles, ágiles, embadurnadas, salían al papel matices deliciosos, medias tintas de una armonía suave, comparable a la de los celajes cuando amanece, claridad ligeramente velada de niebla perlina. Su colorido encarnaba, pero encarnaba por un estilo inmaterial. Aquel pastel, que reproducía una cabeza de mujer, ni joven ni hermosa, un rostro enérgico, lleno de imperfecciones, era, sin embargo, elegante a la moderna, exquisitamente elegante, por la manera de estar puesto, y tenía lo blando y fino del natural idealizado.

      Una serie de exclamaciones admirativas de la baronesa de Dumbría, que acababa de entrar, hizo levantarse a Minia. Se situó ante el caballete. El pastelista interrumpió su tarea: esperaba ansioso. La compositora, echándose atrás, dijo solamente:

      —Bien, bien. No tema usted que le diga «¡qué bonito!». Los planos de la cara son esos: la simplicidad del conjunto me agrada.

      Y volvió a posar, arreglándose las gasas medio descompuestas.

      Ya no estaban en la sala baja de la torre, de anticuado mobiliario, de paredes cubiertas por bituminosas pinturas. Era en la terraza, bajo la bóveda de ramaje de las enormes acacias, de las cuales, no con violencia de remolino, sino con una calma fantástica, nevaban sin cesar miles de hojitas diminutas, amarillo cromo. Bajo la alfombra de la menuda hojarasca que moría envuelta en regio manto áureo, desaparecía el enarenado del suelo completamente. Los sillones de mimbre que ocupaban Minia y Silvio se adosaban a la baranda de hierro enramada de viña virgen, sombríamente purpúrea; Taikun, echado en la postura de las liebres, insólita en los canes, atrás las dos patas saliendo de enormes bombachos de pelambre fosca y fulva, levantaba de tiempo en tiempo su cabeza de alimaña de pesadilla, y mosqueaba el plumero de su cola.

      —Tiene usted que perdonarme —decía Silvio— aquella negativa exabrupto. No quería adelantar nada mientras usted no se convenciese de que no soy enteramente un desgraciado sin pizca de disposición. ¿Qué podrían interesar a usted las ambiciones y las ansias de esos míseros que no poseen elementos para llevarlas a la realidad? Y usted me creyó uno de ellos.

      —Así es —respondió Minia lealmente, dejando sobre la mesa de piedra el libro.

      —Lo comprendí. Yo soy muy listo; nada se me escapa. ¡Ay, lo que pensará de mi presunción! Pero no importa, es cierto. Ejercito una especie de adivinación de los pensamientos y las intenciones. Conozco a los demás acaso mejor que me conozco, y de una palabra o un gesto deduzco… ¡Asusta lo que deduzco! Usted quería darme despachaderas, y si no es por la baronesa…

      —No extrañe usted mi recelo. Siempre un retrato.

      —Sí; entendido… En fin, gracias a Dios, no está usted quejosa del suyo.

      —Al contrario. Contentísima.

      —Me atreveré entonces… Echaré mi memorial… Deseo que ese retrato se lo lleve usted a Madrid y lo vean sus relaciones; quizás alguien me encargue alguno, y modestamente pueda sostenerme allí, estudiando. No tengo otra esperanza en el momento presente.

      Minia reflexionó antes de contestar:

      —Mi madre conoció a su padre de usted, y conoce a su tutor. Por ella supe que temprano fue huérfano. ¿No le quedaron medios de fortuna?

      —Pocos… Hoy casi nada. No me importa. Mi problema no es de dinero. Es decir, necesito el preciso para vivir y trabajar; no busco la riqueza por la riqueza. Aunque tengo mil caprichos refinados, me falta la casilla de la codicia. Se reiría usted si supiese cómo administro. ¿Bohemio? No; no es la nota bohemia. Es que no encuentro ningún goce en el dinero guardado. ¡Guardar! ¡Qué estupidez! Para cuatro días que se vive… Lo que me reste de la escasa hacienda de mis padres, que será una miseria y rentará unas perras, lo liquidaré a escape.

      —¿Le atrajo a usted el arte desde niño? ¡Porque es usted bien joven…!

      —Veintitrés… —pronunció Silvio.

      Minia le consideró. Era todavía más juvenil que de veintitrés; la cara oval y algo consumida, entre el marco del pelo sedoso, desordenado con encanto y salpicado en aquel punto de hojitas de acacia. El perfil sorprendía por cierta semejanza con el de Van Dyck… Se lo habían dicho, y él se recreaba alzando las guías del bigote para vandikearse más.

      —A los dos años pedía por favor que me permitiesen ver dibujar. A los catorce