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Pack Bianca enero 2021


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esa barbilla…! –exclamó la estilista.

      La impaciencia en su voz, que rozaba el desagrado, irritó a Mateo.

      –Por suerte, con un poco de… ¿cómo se dice en su idioma? ¡Ah, sí, «contorneado»! Un poco de contorneado ayudará. En cuanto a la ropa… necesitaremos algo vaporoso, para ocultar lo peor.

      ¿Lo peor? Mateo, que no podía creer lo que estaba oyendo, irrumpió furioso en la habitación. La estilista y otras tres mujeres, flacas como palillos, igual que ella, revoloteaban en torno a Rachel, que estaba sentada en una silla frente a un espejo con expresión resignada. Al oírlo entrar, las mujeres se volvieron, lo miraron boquiabiertas y se apresuraron a hacer una reverencia.

      –Alteza… –murmuró la estilista.

      –¿Qué está pasando aquí? –exigió saber Mateo, reprimiendo su ira a duras penas.

      –Solo estábamos sopesando los pasos que vamos a dar para preparar a su prometida para la presentación… –se defendió la estilista.

      –De un modo de lo más desagradable –la cortó Mateo–. Están todas despedidas.

      Las cuatro mujeres emitieron un gemido ahogado.

      –Mateo, no seas melodramático –le reprochó Rachel suavemente con una sonrisa–, solo están haciendo su trabajo…

      –Ella estaba insultándote –objetó él, señalando a la estilista–. No lo voy a consentir.

      –Lo que Francesca estaba diciendo no es nada que no haya pensado yo un millón de veces. La verdad es que nunca me ha gustado mi barbilla.

      –¿Qué tiene de malo tu barbilla? Además, ni sus comentarios ni su actitud son aceptables –reiteró él.

      –Alteza… –intervino Francesca con voz vacilante–. Por favor, acepte mis más sinceras disculpas. Estaba pensando en voz alta, pero Su Alteza tiene razón; mis comentarios han sido del todo inaceptables –murmuró agachando la cabeza–. Si me da la oportunidad de preparar a su prometida, haré todo lo posible para ayudarla a que su presentación en público sea un éxito.

      –No está usted aquí para eso; solo para asesorarla con la ropa, el peinado y el maquillaje.

      Francesca volvió a agachar la cabeza.

      –Sí, Alteza –murmuró.

      –Mateo, no pasa nada, en serio –trató de interceder de nuevo Rachel.

      ¿Que no pasaba nada? Mateo detestaba ver cómo dejaba que la menospreciasen, que pensase que porque tenía curvas era menos atractiva que una mujer más esbelta o con cintura de avispa.

      –Muy bien, les daré una oportunidad –les dijo a las cuatro mujeres–. Prepárenla para la presentación, y antes de que acabe el día yo mismo decidiré si rescindir o no su contrato.

      Mateo aguardaba hacía ya un rato en la estancia que daba al balcón desde donde iba a hacerse la presentación. Miró su reloj y vio que eran las dos menos cuarto. ¿Estaría lista ya Rachel? Nada más hacerse esa pregunta, se abrió la puerta y entró la estilista con una sonrisa de oreja a oreja antes de hacer pasar a Rachel.

      A Mateo le costó no quedarse mirándola boquiabierto. Estaba… preciosa. Le había cortado un poco el pelo, y ahora le caía en suaves y brillantes ondas que le enmarcaban el rostro. El maquillaje que llevaba era mínimo, pero resaltaba sus rasgos más atractivos: sus carnosos labios, sus bonitos ojos castaños, las espesas pestañas, sus pómulos…

      Llevaba un sencillo vestido cruzado de seda verde que insinuaba sus curvas –esas curvas que Mateo se moría por explorar– sin resultar atrevido, y unos elegantes zapatos negros de tacón.

      –¿Y bien? –le preguntó Rachel, como insegura–. ¿Me das el aprobado?

      –Te doy mucho más que un aprobado –respondió él. Miró a Francesca y le dijo–: Debo admitir que ha hecho un buen trabajo.

      –Gracias, Alteza –contestó la estilista. Le hizo una pequeña reverencia y se retiró.

      Rachel avanzó hacia él con una mueca.

      –Parezco un pato mareado, lo sé; es que no estoy acostumbrada a llevar tacones.

      –Lo único que tienes que hacer es cruzar esas puertas y quedarte de pie a mi lado –le dijo Mateo, señalando el balcón.

      Ella lanzó una mirada preocupada a las puertas cristaleras, que cubrían unas finas cortinas blancas.

      –¿Cuánta gente hay ahí fuera? –preguntó.

      Mateo sabía que no serviría de nada ocultarle la realidad.

      –Bastante.

      Rachel echó atrás los hombros y levantó la barbilla, igual que había hecho en el avión, como para armarse de valor.

      –No estaré ridícula, ¿no? –le preguntó en voz baja–. Ya sabes lo que dicen: «Aunque la mona se vista de seda…».

      –¿Pero qué dices? –la reprendió Mateo con incredulidad–. Estás preciosa, vibrante… sexy.

      Cuando Rachel se quedó mirándolo boquiabierta, se dio cuenta de lo apasionada que había sonado su respuesta. Carraspeó y sacó una cajita de terciopelo negro del bolsillo de la chaqueta.

      –Te falta una cosa para completar el conjunto –le dijo. Abrió la caja, dejando al descubierto un anillo. Llevaba engarzado un diamante azul, y este estaba rodeado de diamantes blancos más pequeños–. Este anillo ha pasado de generación en generación en mi familia durante los últimos seiscientos años. Y ahora te pertenece; durante siglos ha sido el anillo de compromiso de todas las futuras reinas de Kallyria.

      Rachel exhaló un suspiro tembloroso cuando Mateo se lo puso en el dedo.

      –Es precioso –murmuró.

      –Te queda perfecto –dijo él con una sonrisa.

      En ese momento llamaron a la puerta y entró el jefe de prensa.

      –Alteza, ¡es la hora! –anunció.

      Mateo se giró hacia Rachel, que de repente parecía un animalillo deslumbrado por los faros de un coche.

      –No puedo… –musitó aterrada.

      –Pues claro que puedes –le dijo él con suavidad, tomándola de la mano–. Lo único que tienes que hacer es sonreír y saludar con la mano.

      Dos sirvientes abrieron las puertas del balcón y, aun desde donde estaba, Rachel divisó a la multitud que había arremolinada frente a palacio.

      –¡Ay, Dios! –murmuró–. Hay miles de personas ahí abajo…

      –Vamos allá –dijo Mateo, como ella había dicho esa mañana, antes de bajar del avión.

      Rachel le sonrió agradecida y lo siguió fuera. El aplauso de la multitud cuando hicieron aparición fue ensordecedor. Mateo giró la cabeza hacia Rachel, y lo llenó de orgullo verla dedicar a la gente una sonrisa radiante y un saludo decididamente regio.

      Mateo anunció su compromiso y su próxima boda, y la gente enloqueció, aplaudiendo con más fuerza y lanzando vítores. Y entonces empezaron a gritar a coro: «¡Fili! ¡Fili!». Rachel frunció ligeramente el ceño y miró a Mateo. No sabía qué era lo que estaban pidiendo, pero él sí, y de pronto le pareció lo más natural del mundo tomarla entre sus brazos, estrecharla contra sí y besarla en los labios.

      HABÍAN pasado ya dieciocho horas, pero Rachel aún sentía un cosquilleo en los labios cada vez que recordaba el beso en el balcón, ante la multitud. Al volver a entrar incluso había notado que le temblaban las piernas.

      Esa mañana, mientras desayunaba con Agathe, esta le confió con una sonrisa:

      –Ahora