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Pack Bianca enero 2021


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      Rachel Lewis levantó la vista del microscopio sobre el que estaba inclinada y sonrió a modo de saludo a su colega de laboratorio, Mateo Karras. Por suerte hacía mucho que había dejado de abrumarla su atractivo físico, pero su lado científico no podía dejar de admirar la perfecta simetría de sus facciones cada vez que lo tenía ante ella. Tenía el cabello negro y lo llevaba muy corto. Sus ojos eran de un increíble azul verdoso, idéntico a las aguas del mar Egeo, en el que se había bañado hacía unos años, durante unas vacaciones. Tenía la nariz recta y una mandíbula recia, y bajo la camisa y el pantalón que vestía se adivinaba el físico de un atleta.

      –¿Un imprevisto? –repitió arrugando la nariz, extrañada por el tono algo tenso de su voz–. ¿A qué te refieres?

      –Es que… –Mateo sacudió la cabeza y exhaló un suspiro–. Voy a estar fuera… un tiempo. He pedido una excedencia.

      Rachel se quedó mirándolo aturdida.

      –¿Una excedencia?

      Mateo y ella habían trabajado juntos durante los últimos diez años en una investigación pionera sobre las emisiones químicas y el cambio climático. Estaban tan cerca, tan, tan cerca de descubrir la manera de reducir el efecto tóxico que los productos químicos tenían en el clima… ¿Cómo podía marcharse así, de repente, y dejarla tirada?

      –No lo entiendo –murmuró.

      –Me ha surgido una emergencia familiar.

      –Pero…

      La conmoción inicial de Rachel se transformó en una mezcla de angustia y algo más profundo que prefirió ignorar. No es que sintiera nada por Mateo, no albergaba esa clase de sentimientos hacia él; es que no podía imaginarse trabajando sin él. Habían sido compañeros de laboratorio durante tanto tiempo que casi podían adivinar lo que el otro estaba pensando sin intercambiar palabra. No podía ser verdad que fuera a marcharse…

      –¿Pero qué ha pasado? –quiso saber.

      Después de diez años trabajando juntos le parecía que tenía derecho a saberlo, aunque nunca hubieran hablado de su vida privada. Bueno, en realidad ella no tenía vida más allá del trabajo, y Mateo siempre había sido muy reservado. Había visto a unas cuantas mujeres de su brazo a lo largo de los años, pero ninguna le había durado demasiado; una cita o dos, nada más. Él nunca hablaba de esas cosas, y ella no se atrevía a preguntar.

      –Es difícil de explicar –contestó él, pasándose una mano por la cara, como cansado.

      Aquel no era el Mateo de encanto magnético, comentarios agudos y ojos brillantes al que adoraba. De pronto parecía distante, frío… Era como si se hubiera convertido en un extraño.

      –Lo único que puedo decirte es que es un asunto de familia –reiteró Mateo.

      Rachel cayó entonces en la cuenta de que no sabía nada de su familia. En esos diez años no los había mencionado ni una sola vez.

      –Espero que estén todos bien –dijo, aunque no sabía ni cuántos eran de familia.

      –Sí, bueno, todo se arreglará, aunque… –Mateo no terminó la frase.

      Su rostro reflejaba tal desolación que Rachel sintió un impulso casi irrefrenable de ir a darle un abrazo, pero no le parecía que hubiera la suficiente confianza entre ellos como para eso.

      –Si puedo hacer algo para ayudar, no dudes en decírmelo. Lo que sea –le dijo–. ¿Necesitas que cuide de tu casa durante el tiempo que estés fuera?

      –Es que… no sé cuándo volveré –contestó él en un tono apagado.

      Rachel se quedó boquiabierta.

      –Vaya. Entonces debe ser algo serio.

      –Lo es.

      –Pero… ¿volverás, verdad? –preguntó Rachel. Era incapaz de imaginar Cambridge sin él–. Cuando esté todo resuelto, quiero decir. No puedo hacer esto sin ti –añadió, señalando el microscopio para referirse a su investigación.

      Una sombra de tristeza cruzó por el rostro de Mateo.

      –A mí también me duele tener que dejar a medias nuestra investigación; lo siento.

      –¿Estás seguro de que no hay nada que pueda hacer para ayudarte?

      Mateo sacudió la cabeza.

      –Todo este tiempo has sido una compañera increíble, la mejor que podía haber tenido.

      Rachel contrajo el rostro y bromeó diciendo:

      –¿A qué vienen esos cumplidos? Ni que te estuvieras muriendo…

      –La verdad es que me siento un poco así.

      –Mateo…

      –No, no te preocupes; solo estoy siendo un poco melodramático –la tranquilizó él con una sonrisa forzada–. Perdona, es que esto me ha pillado desprevenido… En cuanto pueda te llamaré para explicártelo. Entretanto… cuídate.

      Y entonces hizo algo que Rachel jamás habría esperado que hiciera: se inclinó y la besó en la mejilla. Aquel repentino asalto a sus sentidos le cortó el aliento: el fresco olor a cítricos de su aftershave, la suavidad de sus labios, el roce algo áspero de su barba de unos días…

      Con una sonrisa triste, Mateo la miró a los ojos y retrocedió. Se despidió de ella con un breve asentimiento de cabeza. Cuando salió, Rachel se quedó allí de pie, como paralizaba, escuchando el ruido de sus pasos alejándose por el corredor.

      LA SITUACIÓN era peor, mucho peor de lo que había pensado, se dijo Mateo, de pie junto al ventanal del que había sido el estudio de su padre. A su llegada a Kallyria se había reunido por separado con todos los ministros de su gabinete y había descubierto que su hermano Leo había llevado al país cuesta abajo.

      La economía, las relaciones internacionales y hasta la política interior habían sufrido un tremendo declive. Había tomado decisiones imprudentes, revocado otras de forma descuidada, había insultado a varios líderes mundiales… la lista de sus meteduras de pata era interminable.

      Se apartó del ventanal y fue hasta el escritorio. Aunque hacía ya seis años que había fallecido su padre, el estudio reflejaba más su paso por allí que el de su hermano Leo, que al parecer había pasado más tiempo navegando en su yate o en Montecarlo que allí, ocupándose de los asuntos del país.

      Tomó del escritorio la lista de posibles candidatas que había redactado su madre, y torció el gesto por lo mercenaria que se le antojaba la tarea de escoger así una esposa. Le parecía increíble que, estando en el siglo xxi, y en un país que se consideraba progresista y abierto, tuviera que casarse con una desconocida.

      –Ya tendréis tiempo de conoceros –le había dicho su madre esa mañana, con una sonrisa apaciguadora.

      –Supongo. Aunque también tengo que conseguir que se quede embarazada lo antes posible, ¿no? –había contestado él con sarcasmo–. Un matrimonio con todos los ingredientes para acabar en desastre.

      –Los matrimonios concertados pueden salir bien –le había dicho su madre.

      Hablaba por propia experiencia; el suyo también había sido un matrimonio concertado y ella se había esforzado para que funcionase. Su padre había sido un hombre generoso y cariñoso, pero también pronto a la ira, bastante orgulloso, y en ocasiones difícil.

      –Lo sé –había respondido cansado, pasándose una mano por el cabello. Había llegado a las diez de la noche y solo había dormido un par de horas.

      –¿Es amor lo que buscas? –le había preguntado su madre–. El roce hace el cariño.

      –No quiero amor –había contestado él, pronunciando la palabra con desdén–. Ya he estado enamorado y no tengo