Varias Autoras

Pack Bianca enero 2021


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sentía que la cabeza le iba a explotar.

      –Pero es que yo no…

      Y entonces, de repente, se abrió la puerta principal y entró su madre, que los miró a Mateo y a ella con una suspicacia hostil.

      –Rachel, ¿quién es este hombre?

      MATEO observó con indiferencia a la señora mayor que tenía sus ojos clavados en él.

      –Mamá –le dijo Rachel–, este es… –se quedó vacilante, y lo miró como si no supiera muy bien cómo presentarlo.

      –Me llamo Mateo Karavitis –intervino él, dando un paso adelante y tendiéndole la mano–; soy un antiguo compañero de trabajo de su hija.

      La madre de Rachel lo miró de arriba abajo. No parecía muy impresionada.

      –¿Y por qué ha venido? –quiso saber. Pero sin darle tiempo a responder se volvió hacia Rachel y le dijo–: Tengo hambre.

      –Te haré un sándwich a la plancha –le dijo Rachel, intentando calmarla–. Ve a tu habitación, que enseguida te lo llevo.

      Le lanzó a Mateo una mirada medio exasperada, medio de disculpa, a la que él respondió con una sonrisa tranquila. No se había esperado que Rachel tuviera una madre dependiente, pero no era algo que fuese a desalentarlo. De hecho, aquello le serviría como un incentivo añadido para convencer a Rachel de que aceptara su proposición: podía ofrecerle a su madre los mejores cuidados en un centro especializado, ya fuera en Inglaterra o en Kallyria.

      Claro que tampoco creía que Rachel fuera a necesitar muchos incentivos, se dijo mientras esta entraba en la cocina y su madre se alejaba hacia su habitación. A juzgar por lo que había visto de su vida fuera del trabajo hasta ese momento, no parecía que tuviese muchos motivos para quedarse.

      Estaba convencido de que, una vez superado el shock inicial, Rachel aceptaría su proposición. ¿Cómo podría rechazarla? Se acercó a la cocina y se quedó apoyado en el marco de la puerta. Rachel parecía un poco estresada, cortando lonchas de queso a toda prisa.

      –¿Cuánto hace que vive contigo tu madre? –le preguntó.

      –Algo más de un año –contestó ella, mientras sacaba de la nevera el bote de la mermelada.

      –¿Puedo ayudarte? –se ofreció él, entrando en la cocina.

      –¿Qué? –balbució Rachel, visiblemente apabullada y cansada, con el pelo cayéndole sobre los ojos–. No, no es…

      Mateo le quitó el bote de la mano, el cuchillo de la otra, y se puso a untar la mermelada en las tostadas que había puesto en un plato.

      –Vas a hacerle un sándwich a la plancha de queso y mermelada, ¿no? –le dijo.

      –¿Qué? –balbució ella de nuevo, mirándolo aturdida. Bajó la vista a las tostadas–. Ah, sí.

      Cuando hubo terminado de montar el sándwich, Mateo lo colocó sobre la plancha caliente.

      –Estará en un periquete.

      –Ten cuidado de que no se te queme –dijo ella–. Voy a ponerle una taza de té también. ¿Tú quieres otra?

      –No, a menos que sea con un poco de whisky.

      –Me temo que no tengo nada de alcohol. Como no quieras acercarte un momento a la licorería de la esquina…

      Mateo dio un paso hacia ella.

      –También podría llevarte a cenar a algún sitio, para que podamos hablar con tranquilidad de la proposición que acabo de hacerte.

      Rachel frunció el ceño.

      –Mateo, no creo que sirva de nada que…

      –Venga, Rachel, me parece que no es mucho pedir que vengas a cenar conmigo. Si es que tu madre puede quedarse sola un par de horas.

      –Bueno, mientras tenga qué comer y la televisión puesta, estará tranquila –contestó Rachel, con palpable reticencia.

      –Estupendo –dijo Mateo sacando su móvil del bolsillo.

      Estaba hablando con sus escoltas, que lo esperaban fuera en un vehículo, a unos metros del coche con chófer que había alquilado, cuando empezó a salir humo de la plancha.

      –Me parece que se está quemando el sándwich… –murmuró Rachel con sorna, enarcando una ceja, y Mateo se apresuró a rescatarlo.

      Media hora después la madre de Rachel estaba acomodada frente al televisor, viendo un reality show, con una bandeja en el regazo sobre la que había un sándwich a la plancha, sin quemar, y una taza de té.

      –Estaré de vuelta dentro de un par de horas como mucho, mamá –le dijo Rachel algo angustiada–. Si necesitas cualquier cosa, avisa a Jim.

      –¿Jim? –repitió su madre–. ¿Quién es Jim?

      –El señor Farley –le recordó Rachel con paciencia–. Vive en el apartamento de enfrente.

      Su madre gruñó y Rachel le dirigió una mirada nerviosa a Mateo mientras salía del dormitorio y cerraba tras de sí.

      –¿Hace falta que me cambie de ropa? –le preguntó.

      Mateo la miró brevemente.

      –No, así estás bien.

      –Muy bien, pues vámonos y acabemos con esto cuanto antes.

      No era un comienzo prometedor, pero Mateo no perdió la esperanza. Fuera el aguacero se había convertido en una fina llovizna y corría una fría brisa otoñal. Rachel se sorprendió cuando Mateo la tomó del codo y la condujo hacia el coche.

      –¿No vamos andando?

      –He reservado mesa en el Cotto.

      –¿Ese restaurante tan elegante en el hotel Gonville? –exclamó ella espantada, apartándose de él–. Pero si es carísimo… Y no voy vestida para ir a un sitio así…

      –Vas bien como vas. Además, he reservado un comedor privado, así que estaremos a solas.

      Rachel sacudió la cabeza, abrumada.

      –Un comedor privado, un coche con chófer… ¿Todo eso es necesario?

      –Son precauciones necesarias para garantizar mi seguridad, y para que podamos tener un poco de intimidad –le explicó él–. Cuando se sepa que soy el heredero al trono de Kallyria…

      –No puedo evitar pensar que te has vuelto loco cada vez que dices eso –murmuró Rachel.

      Mateo esbozó una pequeña sonrisa.

      –Te aseguro que no; estoy perfectamente cuerdo.

      El chófer se bajó para abrirles la puerta. Subieron al coche y tras un breve trayecto se detuvieron ante la elegante fachada georgiana del Gonville. En cuanto entraron y llegaron al restaurante, Rachel observó aturdida el obsequioso comportamiento del maître con Mateo, que parecía emanar un aura de autoridad con cada gesto y cada mirada.

      –Nunca te había visto así –observó mientras se quitaba el abrigo y la bufanda, cuando se quedaron a solas en el comedor privado.

      Era una sala pequeña, pero muy elegante, con las paredes revestidas de madera y una mesa para dos dispuesta con cubiertos de plata y la más fina porcelana.

      –¿Así cómo? –inquirió él.

      Le acercó la silla y Rachel murmuró un «gracias» antes de sentarse.

      –Pues… es que nunca te había visto comportarte con tanta autoridad, como si fueras el dueño y señor del lugar –se explicó mientras Mateo se sentaba frente a ella–. En fin, siempre has sido un poco arrogante –lo picó, apoyando la barbilla en la mano–, pero creía que era