Varias Autoras

Pack Bianca enero 2021


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no me ofenderé.

      –Aunque… me parece que la idea que has tenido no es muy inteligente –añadió Rachel–. Jamás podría ser reina; no tienes más que mirarme.

      –No estoy de acuerdo, en absoluto –le dijo Mateo, frunciendo el ceño–. No entiendo por qué te menosprecias de esa manera.

      Rachel apretó la mandíbula. Hacía mucho que había aceptado qué era… y qué no era. Sí, lo había aceptado a pesar del daño que Josh le había hecho, a pesar de su falta de confianza en sí misma, a pesar de la decisión que había tomado de no volver a abrigar esperanzas de encontrar un día el amor. Mirándolo por el lado bueno, podía decir que era inteligente, que le encantaba su trabajo y que tenía buenos amigos.

      –No me menosprecio –replicó–. Solo estoy siendo realista.

      –¿Realista? –Mateo enarcó las cejas–. ¿Cómo puedes saber si serías una buena reina o no?

      –Pues lo sé porque… se me da fatal hablar en público –balbució ella. Era lo primero que se le había ocurrido.

      Mateo volvió a enarcar las cejas.

      –No es verdad. Te he visto hacer presentaciones de tus trabajos de investigación ante un auditorio lleno de gente infinidad de veces.

      –Sí, pero eran sobre mi trabajo, sobre química.

      –¿Y qué?

      Rachel suspiró.

      –Pues que es un tema que domino.

      –No es solo por eso. Te vuelcas al cien por cien en lo que haces –añadió Mateo–, y estoy seguro de que desempeñarías con la misma pasión y dedicación el papel de reina.

      Rachel resopló.

      –¿Qué tal si pedimos? –propuso, tomando la carta para dejar el tema.

      –No será necesario; lo hice cuando llamé para reservar mesa. Supongo que nos han puesto la carta por si queremos pedir algo más.

      –¿Que has pedido por mí? –repitió ella, herida en su pundonor feminista.

      Mateo sonrió divertido.

      –Lo he hecho por ahorrar tiempo, porque sé que te preocupa que tu madre esté sola, y porque sé lo que te gusta.

      –¡Si nunca había venido a este restaurante!

      –Está bien, deja que te lo demuestre –dijo Mateo. Se echó hacia atrás, se cruzó de brazos y una sonrisa guasona asomó a sus labios, esos labios que de repente Rachel no podía dejar de mirar–. Échale un vistazo a la carta y dime qué pedirías.

      –¿Para qué, si ya lo has hecho tú por mí?

      –Venga, mujer, concédeme ese capricho. Y sé sincera. Si me dices que pedirías el suflé de parmesano y trufa negra, sabré que estás mintiendo porque detestas las trufas.

      ¿Cómo sabía eso?, se preguntó Rachel sorprendida. Bueno, suponía que habría salido en alguna de sus conversaciones en el laboratorio, o en el pub al que iban a veces después del trabajo. Bajó la vista a la carta, sintiéndose repentinamente cohibida y vulnerable aunque solo estaban hablando de comida.

      Al levantar la vista un momento, vio que Mateo seguía mirándola con esa sonrisita irritante, como si estuviera muy seguro de haber acertado con lo que había pedido para ella. Bajó la vista de nuevo y hojeó la carta.

      –Muy bien –murmuró, dejándola sobre la mesa y lanzándole una mirada altiva–. Para empezar, tomaría la ensalada de remolacha y queso de cabra, y como plato principal pediría el risotto con espárragos.

      Al ver a Mateo sonreír de oreja a oreja, Rachel sintió un cosquilleo en el estómago que la alarmó. Creía que tenía más que superada la atracción que había sentido por él años atrás. Se había obligado a ignorar esa atracción porque no podía trabajar un día tras otro con él, encaprichada de él como una adolescente, cuando estaba claro que Mateo no sentía nada por ella.

      –¿Qué? ¿Es eso lo que me has pedido? –inquirió con cierta aspereza para ocultar lo incómoda que se sentía.

      –No sé, averigüémoslo –dijo él con una nueva sonrisilla.

      Y justo en ese momento entró un camarero con dos platos cubiertos con sendas tapas plateadas en forma de cúpula. Los colocó frente a cada uno, y cuando levantó la tapa del suyo, Rachel se sintió absurdamente irritada al ver que era la ensalada de remolacha y queso de cabra.

      –Parece que te conozco bien, ¿eh? –la picó Mateo cuando se marchó el camarero.

      –Lo que pasa es que estás obsesionado con ganar –replicó ella, tomando el tenedor–. A saber cuántas horas te pasas practicando la tabla periódica solo para ganarme.

      Era un juego tonto que se le había ocurrido a ella una vez estando en el pub –ver quién era capaz de recitar más deprisa y los elementos de la tabla periódica– y con el que se picaban el uno al otro.

      –¡Ja!, ¡como si me hiciera falta practicar!

      Rachel sacudió la cabeza mientras pinchaba una hoja rizada de achicoria.

      –Puede que sepas lo que me gusta comer, pero no sabes nada de mí. Nunca hemos hablado de nuestra vida privada.

      Mateo se encogió de hombros antes de cortar una fina loncha del carpaccio que había pedido.

      –Bueno, pues hablemos. Dime qué necesito saber de ti.

      –Si quieres te doy mi currículum y acabamos antes.

      –Ya he visto tu currículum.

      Rachel sacudió la cabeza de nuevo.

      –Diez años trabajando juntos y seguro que no sabes ni… –trató de pensar en algo significativo–… ni mi segundo nombre.

      –Anne –contestó Mateo de inmediato. Y al ver la sorpresa de ella, añadió–: Lo pone en tu currículum.

      Rachel puso los ojos en blanco.

      –Muy bien, pues dime alguna otra cosa que sepas de mí, algo que no aparezca en mi currículum.

      Mateo ladeó la cabeza.

      –Difícilmente puedo saber algo de ti que tú no me hayas dicho, así que esto no tiene sentido, pero sé mucho más de ti de lo que imaginas.

      Rachel se removió incómoda en su asiento, pensando en cuánto podría intuir Mateo sobre ella por haber trabajado juntos durante diez años, por sus manías, sus idiosincrasias, lo que la molestaba…

      –Si es que ni siquiera se trata de eso –se apresuró a añadir–. No se trata de que me conozcas bien o no.

      –¿Y entonces de qué se trata?

      Rachel lo miró con impotencia. No iba a decirlo. No iba a humillarse señalando las más que evidentes diferencias entre ambos.

      –De lo que se trata es de que no quiero casarme contigo –le respondió en el tono más cortante que pudo–. Y de que no quiero ser la reina de ningún país.

      Una expresión que no supo interpretar cruzó por las apuestas facciones de Mateo, que respondió:

      –Aunque naturalmente aceptaré tu decisión si es eso lo que sientes, creo que no lo has considerado lo suficiente.

      –No, ni pienso considerarlo, porque es lo más absurdo que me han propuesto nunca.

      Mateo se inclinó hacia ella con una sonrisa lobuna.

      –Puede, pero me parece que ahora me toca a mí presentar mis argumentos.

      RACHEL era una persona inteligente y centrada, y Mateo se sentía a gusto con ella. Y lo mejor de todo era que, aunque tenía