Diego Sánchez Aguilar

Factbook. El libro de los hechos


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imagen de mí que sale a la calle y se pone a celebrar el asesinato, que llama a todos los amigos con los que no hablo desde hace años; que escribe todo lo que piensa en Facebook, invitando a la gente a que salga a las calles a celebrar, a quemarlo todo, a bailar sobre la tumba de todos nuestros enemigos.

      Compruebo que está activado el despertador. Las 6.30. Calculo el tiempo que me queda hasta que esos números se conviertan en estruendo urgente, en sobresalto. Hundo la cabeza en el sofá, como si me lo mereciera por mirar la hora del despertador y por saber que me he ganado descansar unas horas para poder ser mañana otra vez la profesora que he de ser.

      5

      La cena se servirá a las 20:30 en el Comedor es lo que decía la hoja, lo que pienso al mirar el reloj. Las mesas ya están dispuestas, mis compañeros ya están sentados. Hay diez mesas, ocho pequeñas con un solo cubierto y una sola persona. Dos mesas grandes, redondas, con capacidad para al menos ocho personas, sobre cuya superficie se han distribuido tres cubiertos a una distancia máxima y perfecta. Como me fumé un porro antes de bajar, estoy parado en la entrada del comedor, dentro de la escafandra de mi ebriedad. Todas las mesas están ocupadas. Me siento en una de las grandes, en la que hay dos personas y una silla y un cubierto libres, esperándome.

      No sé cómo describir la situación. Piensa en un crucero, en las cenas de uno de esos cruceros turísticos. Ahora quítale todas las diversiones forzadas, los conciertos decadentes, generadores automáticos de vergüenza ajena. Elimina todos esos sonidos, esas sonrisas de mucha gente intentando ser simpática y fingiendo que se lo pasan bien. Quita todo eso y deja la incomodidad, la cercanía no deseada. Y ahora mete un millón de litros de silencio. O bueno, simplemente, piensa en catorce personas cenando en silencio. Creo que casi todo el mundo está drogado, o es que proyecto mi ebriedad sobre sus rostros. Imagina mirar a tus compañeros de mesa y plantear un tema de conversación. Imagina contar un chiste. El simple hecho de mirarlos, de intentar hablar ahí, es ya un auténtico chiste en sí mismo. Nadie habla, ni siquiera del tiempo, ni del estado del hotel o de las habitaciones, ni siquiera de la comida que nos han servido. Esa persistencia en el silencio demuestra un nivel de exigencia y de autocontrol que me ha sorprendido y se me ha impuesto también a mí, por pura imitación. Pero la ansiedad social que produce una cena en silencio es más poderosa que todas las convicciones elaboradas en tardes de adolescencia solitaria y rebelde, y prolongadas luego en una vida de inadaptación orgullosa y despectiva; y esa ansiedad me hace sufrir y cruzar las piernas bajo la mesa, y creo que todos hemos cenado así, con los músculos inconscientemente tensos, rígidos, al borde del calambre. No sé si estoy simplemente proyectando mi personaje sobre el de mis compañeros de cena y de alojamiento. Creo que eso lo hacemos todos. Si estamos aquí, algo hemos de tener en común.

      La chica pelirroja de la mesa pequeña junto a la entrada está buena. Quiero decir, que me gustaría tenerla en mi cama, desnuda. A lo mejor no está tan buena, pero desde luego es la más guapa de las cuatro; solo cuatro mujeres, y diez hombres. Me doy cuenta de que me imagino con ella en la cama y no fantaseo con sexo salvaje, ni siquiera con sexo especialmente intenso. Pensar que no voy a tener nada con ella, que ni siquiera voy a intentarlo, me llena de una tristeza pesada y no del todo autocompasiva, parecida a la capa de suciedad húmeda con la que están cubiertos todos los cristales del hotel. Las luces del salón son tristes y amarillas sobre las mesas. No sé, piensa en una excursión del Imserso. Piensa en el silencio del salón, en los sonidos de los cubiertos sobre los platos, piensa en el cuidado que tenemos todos de no provocar esos sonidos, en la onda de vergüenza y de culpabilidad que acompaña a cada uno de los deslices en que el cuchillo roza ruidosamente la loza del plato.

      Así fue la primera cena, así serán, estoy seguro, todas las cenas aquí, dentro de El Proceso. Imagina las ganas de romper ese silencio. Esa infinita pereza del deseo incontrolable de querer ser amado, admirado, que me ha acompañado desde que me recuerdo y que por fin está cerca de cesar, de quedar congelado. Como si llevara los restos podridos de una corona de cartón de Burger King. Me avergüenzo también de escribir esto como retrato de mi alma. Sé que no podría escribir una sola línea sin la ayuda de la marihuana, que amortigua con su casco transparente los golpes de la vergüenza. Sé que no voy a leer nada de lo que hay sobre estas líneas. Sé que, si lo leyera, mi cara se descompondría en muecas que llenarían a cualquier espectador de espanto y compasión y ganas de ingresarme en un sanatorio; en un lugar como este, al fin y al cabo.

      No sé cómo son, nunca he estado en una, aunque no me han faltado razones, pero hoy me ha dado por ver todo esto como una clínica de desintoxicación. Empezando por eso de El Proceso. Cada vez que escucho hablar de El Proceso empiezo a pensar en Alcohólicos Anónimos, en reuniones similares vistas en tantas películas: los siete pasos, o los diez pasos, no sé cuántos son, podría buscarlo ahora mismo en Google, pero me da bastante igual cuántos pasos son, la verdad. Y todo esto de escribir y archivar nuestra alma, nuestros recuerdos, lo que queremos que de nosotros sea salvado en caso de error, de amnesia; cómo no pensar en una limpieza como las que se hacen en esas clínicas, en esos programas en los que quieres librarte de tu pasado, de tu adicción, y convertirte en una persona nueva, renacida. Y, si esto es una clínica de desintoxicación, lo tóxico, esa sustancia de la que no podemos desprendernos nosotros solos, sin ayuda, esa sustancia que se ha metido tan dentro de nosotros que tenemos que aniquilarnos y renacer como otra persona ya ajena a eso que era parte inseparable de nosotros, qué es, qué va a ser: nosotros, nuestra identidad, nuestro yo. Somos adictos a nosotros mismos. Todos nosotros, los catorce fantasmas que desayunamos y comemos y cenamos en silencio en este hotel abandonado del fin del mundo. “Hola, me llamo Gustavo, y soy egohólico”, algo así sería el chiste que tendríamos que contar si estuviéramos un poco más vivos, un poco menos absortos en nuestra propia mierda. “Te queremos, Gustavo”.

      Nunca he estado en una clínica de desintoxicación. Nunca me han dicho “Te queremos, Gustavo”. Solo tengo imágenes de películas. Películas americanas. Ni siquiera sé si en España las clínicas son así. Tampoco sé si los Alcohólicos Anónimos de España funcionan igual, con los siete pasos o los diez pasos. Con Jesucristo al final del camino, con Jesucristo como la metadona para llenar el inmenso hueco que deja la droga al salir de uno, todo lo que la droga se lleva de uno mismo al irse a otra parte. Podría saberlo, porque si he de contar mi historia o mi alma, entonces tengo que contar también la historia de mis drogas. Siempre he tomado drogas. No sé si he sido adicto. Nunca he tenido que dejarlas, y nunca han implicado situaciones de degradación social como las que en las películas llevan a sus protagonistas a recluirse en esos centros que tanto se parecen o no se parecen a este sitio. Lo que las drogas han hecho conmigo, o lo que yo he buscado en las drogas ha sido siempre algo parecido a lo que estoy buscando ahora aquí: un descanso de mí mismo.

      El alcohol, por ejemplo, mi primera droga; lo usaba para ser menos yo y más como los demás. Tenía trece o catorce años cuando empecé a beber. Era lo normal en Ávila, en España. Íbamos a aquel quiosco cerca de la muralla y la señora Francisca se metía en la parte de atrás y salía con una Fanta de limón de litro en la que ya había mezclado el ron. Fernando, David, Mario y yo. Comprábamos la botella y nos la bebíamos escondidos en un pilar de la muralla. Bebíamos sin ganas, bebíamos cada uno para el otro, para demostrar a los demás cómo y cuánto bebíamos, y era algo grandioso, y ridículo también: los cuatro chavales bebiendo contra ellos mismos y contra sus padres y contra los profesores, bebiendo cada uno para el otro, mirando el horizonte. Nos sentíamos mirados por el horizonte. Fingíamos estar borrachos, hasta que lo estábamos de verdad. Y éramos una estampa costumbrista, éramos una novela de Delibes, éramos la pura esencia de la España alcohólica de nuestros padres también bebedores desde bien jóvenes, casi niños todavía. Pero nosotros ni siquiera imaginábamos que eso existiera, que nosotros pudiéramos ser unos chavales bebiéndonos España a tragos calientes y asquerosos, porque nosotros, en cada trago, pensábamos que nos estábamos bebiendo nuestros discos de AC/DC y de Iron Maiden y, por qué no decirlo, nuestros discos, sí, de Bon Jovi, las cosas como fueron, y nos pasábamos la botella y nos insultábamos, cabrón, que te la vas a acabar tú solo, y no existía España, solo existían los videoclips y las canciones en las que no salía España para nada, y tampoco