José Miguel Ibáñez Langlois

La pasión de Cristo


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el misterio más inaudito y más adorable de la Pasión es este: la santidad de Cristo es infinita, y su imposibilidad de pecar es absoluta; y sin embargo él, el Hijo de Dios, «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), el ser más puro que los mismos cielos, y ante el cual hasta los ángeles son de barro, en forma completamente misteriosa quitó el pecado del mundo haciéndolo suyo propio. Por decirlo así, no lo tomó sobre sus hombros, sino sobre su corazón, dentro de su insondable corazón. Debió hacerse una violencia tremenda para cargar en su corazón con aquello que él más odia en este mundo, con lo único que él odia: lo anti-Dios, que eso es el pecado; tomó como suyo lo que él aborrece con toda su fuerza divina y humana.

      Cuando decimos «como suyo propio» apuntamos a un misterio que nos sobrepasa, y cuya expresión verbal no puede sino ser deficiente; pero así y todo, debemos ser fieles a la palabra del apóstol: Dios lo hizo pecado. Esta identificación suya con el pecado es la obra de una amorosísima solidaridad con lo más miserable de nosotros mismos, que es también lo más opuesto a su propio ser. No tenemos la menor idea, la menor explicación, de cómo pudo ser esto, ¡pero fue! El más inocente y puro de los seres que jamás hayan existido lleva ahora en su conciencia más crímenes que los seres más depravados y malignos del género humano. El tedio, la tristeza de muerte y el desfondamiento anímico del Señor son la consecuencia directa de esa apropiación.

      Si se nos permite expresar en imágenes el misterio, diríamos que Jesús, en el momento de levantarse de su postración en el huerto, a duras penas se reconoció a sí mismo: se vio como otro. Fue como si sus manos estuvieran rojas de sangre inocente, y sus labios manchados por la mentira, y sus ojos ensuciados por visiones impuras, y su mente oscurecida por pensamientos innombrables, y su corazón lleno de crueldad hasta los bordes. Pero estas son imágenes pobres e inadecuadas de lo inexpresable.

      Volvamos al concepto. Si la Pasión de Cristo fuera una mera sustitución de castigos, como una ficción legal (quien peca soy yo, pero el castigado es él, para que no lo sea yo), entonces la Pasión quedaría enteramente fuera de nosotros, y nosotros fuera de ella. A Cristo no lo rozaría el pecado, y a nosotros no nos rozaría su Pasión. Esta sería un intercambio externo de las consecuencias del pecado, que solo nos comprometería con una relación externa de gratitud moral.

      ¡Pero no!: Jesús se identificó conmigo, con mi humanidad pecadora y con la de todo el linaje de Adán, Jesús se apropió de nuestra maldición, y solo por eso nosotros nos podemos apropiar de su Pasión, y de la inmensidad de sus frutos de gracia y gloria. Por eso la Pasión de Cristo es lo más importante que le haya ocurrido jamás en su vida a cada uno de nosotros personalmente.

      Aquella idea de la redención como un intercambio jurídico de castigos suele ir de la mano con el sentimiento de un Dios que es Juez castigador, un amo severo que vigila nuestros pasos para encontrarnos en falta y cobrarnos la cuenta: idea insoportable, que lleva a una vida moral disminuida, o incluso al abandono de la práctica cristiana. Es penoso pensar o sentir así de un Dios que es Amor, que por amor carga a su Hijo con nuestros pecados, que por amor nos exige y por amor lo perdona todo, y que nos mira en todo momento con los ojos benignos de su infinita misericordia.

      Una sentencia sabia afirma, ante el asombro por los sacrificios más conmovedores de la vida: el amor hace cosas así. De la inmolación de Cristo por nosotros podemos decir: el Amor infinito hace estas cosas, solo el Amor increíble de Dios en Cristo Jesús por los pecadores hace lo que hizo él por nosotros en su Pasión.

      A la luz de ese misterio entendemos mejor dos realidades principales de la agonía del huerto. La primera es la oración que Jesús dirige a su Padre cuando ha quedado a solas y cae de rodillas sobre la tierra (Lc 22, 41). Los judíos no oraban de rodillas sino de pie: Jesús cae porque sus fuerzas no lo sostienen erguido. Y luego, ya ni siquiera sus rodillas lo sostienen, y cae «rostro en tierra» (Mt 26, 39). No puede estar de pie y elevar la vista al cielo, como había hecho tantas veces al orar, porque la carga de nuestros pecados le aplasta contra el suelo.

      Postrado en el polvo del huerto, Jesús está librando un combate mortal consigo mismo, en auténtica agonía, bajo el peso intolerable del pecado del mundo. Entonces dirige al Padre por tres veces esta súplica inaudita: «Padre, si quieres, ¡aparta de mí este cáliz!» (Lc 22, 42).

      ¡Padre, Padre mío! ¿Debo cargar también con esos odios luciferinos, con aquellos ríos de sangre vertidos por la ambición, con esas lujurias arrastradas, con aquellos errores y horrores de la inteligencia, con esos innumerables atropellos a la dignidad humana, con aquellos infames enriquecimientos a costa de tus pobres? ¿Y también debo padecer por aquellos que rechazarán esta sangre mía, y por tus ministros corruptos, por los sacerdotes de doble vida, por los desertores, por los falsos doctores que arrancarán jirones enteros de tu Iglesia mediante herejías y cismas y divisiones de toda especie?

      Debió ser atroz esa previsión de sus dolores desperdiciados por aquellos hombres que nada querrían saber de su sacrificio, o que harían inútil su inmolación por ellos, y estériles sus milagros y sus parábolas, o que rechazarían la gracia de la conversión, del bautismo o del perdón de los pecados, ¡de los últimos sacramentos antes de morir! Y sobre todo debió estremecerlo la previsión de quienes, siendo sus ministros, desde el interior de su Iglesia la iban a profanar, a dividir, a hacer despreciable ante los hombres. «¿Para qué servirá mi sangre?» (Sal 30, 10).

      Y por eso ¡aparta de mí este cáliz! Pero ¿cómo es posible que pida al Padre ser dispensado del camino de la cruz, hacer que pase de largo este cáliz, cuando él ha venido al mundo para beberlo? Es posible que lo pida, porque ese cáliz es infinitamente nauseabundo, porque contiene todas nuestras abyecciones, porque encierra el vómito de los infiernos. Y es posible porque Jesús, verdadero hombre, es como uno de nosotros: no quiere sufrir. ¡Cuánto nos conmueve que él haya dejado hablar a su naturaleza humana, con toda su aversión al sufrimiento! ¡Cómo se parece a nosotros en esa reacción: aparta de mí este cáliz! No lo amaríamos tanto sin ese desliz verbal de su sensibilidad.

      El mejor indicio que poseemos de la malignidad profunda del pecado a los ojos de Dios es el horror de Cristo frente al cáliz que ha de beber, repleto como está de esa pócima del diablo. Tanto aborrece Dios el pecado mortal, que para repararlo «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32).

      Padre, si quieres… Jesús pide lo que pide a gritos su condición humana, pero… ¡atención!: lo pide siempre y cuando sea lo que su Padre quiere. ¿No nos avergüenza pedir a secas y sin más lo que deseamos, como exigiendo un derecho, y si no nos es concedido, escandalizarnos de la Providencia y quejarnos de no ser oídos? ¡De no ser oídos por quien todo lo oye en el cielo y en la tierra! En esos casos, en vez de declarar inútil la oración, o incluso de vacilar en la fe, debemos meditar en esta primera petición, que Dios no concedió a su propio Hijo.

      ¿No la concedió? La oración es siempre oída, y más la de Cristo, que su Padre escuchó así: ¡resucitándole al tercer día! Y a nosotros ¡haciéndonos hijos suyos, hijos en el Hijo! Así escucha Dios nuestras plegarias, así concede nuestras peticiones: no a la manera nuestra, sino a la suya. Sería terrible que lo hiciera a la manera nuestra, a la medida de nuestros deseos, inciertos cuando no insensatos, puesto que «no sabemos pedir lo que conviene» (Rom 8, 26). Cuando no obtenemos lo pedido, es porque el Señor nos está preparando un bien mayor a sus ojos, es decir, objetivamente mayor y mejor.

      Oigamos ahora la petición siguiente, que trajo al mundo la redención. Pues en efecto, tras unos instantes de recogimiento, Jesús continuó de esta manera su plegaria al Padre: «Pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22, 42). Así oró el Hijo encarnado y anonadado, «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Esta es la oración más alta que se haya elevado jamás de la tierra al cielo. Es la oración infinitamente agradable al Padre celestial, la que más conmueve su corazón de Padre y sus entrañas de misericordia: ¡no que pase de mí este cáliz, sino lo que quieras Tú!

      Para orar de ese modo, Jesús debió hacer una formidable violencia a su naturaleza humana, que gemía de repugnancia ante la porquería sin fondo de ese cáliz. La voluntad humana de Jesús, en el clímax