José Miguel Ibáñez Langlois

La pasión de Cristo


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39). Y repitió por segunda vez esta oración (Mt 26, 42); «oró repitiendo las mismas palabras» (Mc 14, 39).

      Hay oraciones —ninguna como esta— tan hermosas, o tan precisas, o que cuadran tan exac­tamente con la necesidad o el estado de alma de un momento, que llaman a la repetición, y que, lejos de gastarse o de hacerse rutina, acrecientan su significado. Jesús debió repetir a menudo algunos versículos preferidos de los salmos, tal como nos recomendó repetir el Padrenuestro, donde también pedimos: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».

      Cuando sufrimos intensamente, la oración más llena de fe, de abandono en la Providencia, de identificación con Cristo crucificado, de confianza en nuestro Padre del cielo, es esta: ¡no se haga mi voluntad sino la tuya! Es la cláusula que se supone incluida en toda petición nuestra, aunque no la pronunciemos en forma explícita (¡y mejor si lo hacemos!), y es la oración que trae al alma doliente una asombrosa paz interior, porque nos hace parte del abandono de Cristo en brazos de su Padre. Es la oración que propiamente podemos llamar oración de los hijos de Dios.

      Cuando hay que beber el cáliz de la enfermedad, del desprecio, del fracaso, de la pobreza, cuando la Providencia pone en nuestros labios ese cáliz que aborrecemos (¡como Cristo!), orar entonces como él oró es el camino seguro para alcanzar la paz del alma y la alegría suprema de la Resurrección: ¡hágase tu voluntad!

      ¿Con qué nombre invocó Jesús a su Padre en esta hora de dolor supremo? Con el nombre que usaba habitualmente: «¡Abbá, Padre!». (Mc 14, 36). Abbá era el apelativo cariñoso con que los niños hebreos llamaban a sus padres. Ese nombre debió resultar asombroso para los oídos israelitas. Debía ser él, el Hijo eterno, el que nos enseñara también a nosotros a llamar así al Altísimo, a orar (y a vivir la vida entera) con el espíritu de la filiación divina (Rom 8, 15), a tratar a nuestro Padre Dios con confianza de niños, de niños pequeños que se abandonan tiernamente en los brazos amorosos de su Padre del cielo.

      Durante toda su Pasión, que será una continua oración, Jesús se dirigirá a su Padre del cielo con este nombre entrañable: «¡Abbá, Padre!» (Mc 14, 36).

      El otro episodio cumbre del huerto es la traspiración de sangre, relatada por san Lucas, médico: «Y entrando Jesús en agonía, oraba con más intensidad. Y su sudor se hizo como gotas de sangre que caían en tierra» (22, 43-44). Se entiende mejor ahora el sentido de la “agonía” de Cristo: lucha extrema, combate mortal, contienda angustiosa: la guerra suprema de la historia, donde todos los demonios parecen haberse dado cita para la gran batalla contra el Señor.

      Este episodio de la Pasión, el sudor de sangre, ha conmovido siempre al alma cristiana, por la profunda humanidad que revela en la persona del Hijo de Dios encarnado. Jesús, tendido sobre la tierra, aplastado por el peso de todos los pecados del mundo, desfallece, y experimenta una angustia tal, que su propia fisiología se descompone. Al mismo tiempo, en ese momento alcanza la vehemencia máxima de su oración: «Oraba con más intensidad» (Lc 22, 43).

      Si esas gotas de sangre caían en tierra, no se trataba de una mera humedad sanguínea que perlara su piel, sino de auténticos goterones. ¡Por mí, solo por mí derramaste esos gruesos goterones de sangre! Cuando Jesús se pasa la mano por el rostro, a la luz de la luna llena la descubre mojada y teñida con la sangre de la redención del mundo (Ef 1, 7). ¿Cómo es posible que…?

      La ciencia conoce este rarísimo fenómeno, la hematidrosis, que solo ha podido observar en situaciones limíte de la existencia humana: extrema angustia, terror pánico. Las terminaciones nerviosas se alteran hasta el punto de hacer estallar los vasos sanguíneos; la sangre se canaliza por las glándulas sudoríparas, y aflora entonces por los poros del cuerpo, mezclada con el sudor.

      ¿Pensó tal vez Lucifer que su intento de sumir a Jesús en el desaliento o en la desesperación había llegado por fin? Pero el fondo del alma de Cristo es del todo inescrutable para él, y no sabe que Cristo está por encima de la desesperación. Aun así, sin embargo, la agonía del que está ahí postrado es tan mortal, que su Padre le envía un ángel del cielo para confortarlo (Lc 22, 43).

      Como verdadero Dios, y también en virtud de su humanidad santísima, Jesús es el Señor de los innumerables ángeles del cielo; y como verdadero hombre, es fuerte y sano más que ningún otro. ¿Qué puede aportarle un simple ángel? Pero podemos medir la intensidad de su agonía por la necesidad de este socorro extraordinario, que le envía su Padre a través de una creatura angélica, para fortalecerlo y darle ese plus de energía, ese como suplemento de divinidad —si se nos permite llamarlo así— que le impida morir de tristeza y angustia (Mc 14, 34), y que le permita consumar el largo, larguísmo camino que le queda todavía hasta la muerte de cruz.

      Se diría que Dios Padre está conmovido, pero la redención debe seguir su curso: Dios no quiere privarnos de este bien inconmensurable.

      En determinadas épocas y lugares, cuando se hacía la lectura litúrgica de este pasaje de la traspiración de sangre, el pueblo transido de dolor se postraba en tierra, horrorizado y enmudecido de adoración. O bien este pasaje simplemente se omitía, sobre todo en tierras de misión, por la imposibilidad de ciertas culturas para integrarlo a su sentido de Dios. Incluso en algunos antiguos códices del Evangelio, los transcriptores se atrevían a suprimir este pasaje.

      Jamás hubo un combate como este, ni una victoria que se le asemeje. Se consumaba así por adelantado el triunfo interior más dramático de la Pasión: Jesús salía vencedor de la gran tentación, y llevaba el consentimiento de su voluntad al clímax de la identificación con la voluntad de su Padre del cielo, que es tanto como decir: al colmo de su amor por cada uno de nosotros.

      En adelante, cada vez que un discípulo de Cristo padezca una angustia extrema, un abatimiento enfermizo del ánimo, una desesperanza profunda, una depresión, un desfondamiento psíquico, podrá rezar a Jesús de esta manera: tú pasaste por aquí, por este borde del abismo antes que yo y pensando en mí, tú santificaste esta penalidad, tú la hiciste mi camino hacia la gloria. ¡Jesús de la agonía, dame esperanza, socórreme!

      Entretanto, Jesús ha dejado a sus tres apóstoles a cierta distancia, con la recomendación de orar. «Orad para no caer en la tentación» (Lc 22, 40). Este consejo tiene un valor universal: ¿cómo querremos triunfar sobre una tentación, la que sea, de la carne o del espíritu, de pereza o de sensualidad o de orgullo o de egoísmo, si no es elevando la mente a Dios en oración, en petición de ayuda? Jesús les rogó que oraran «porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26, 41). Y cuán débil es la carne nuestra lo sabemos bien, cuando somos tentados por el demonio de la lujuria, de la riqueza, del engreimiento… El que pretenda vencer una tentación sin orar es un insensato.

      «Y entrando Jesús en agonía, oraba con más intensidad aun» (Lc 22, 43). La oración no es cosa de ganas o desganas, de fervores o frialdades, de sentir o no sentir, de ánimos altos o bajos. La oración es la primera necesidad del hombre en la tierra. Jesús oró en todo momento, desde el colmo del gozo (Lc 10, 21) hasta el colmo de la angustia, como ahora. No en vano había dicho antes: «Conviene orar siempre y no desfallecer» (Lc 18, 1), para que nunca dejemos de hacerlo por mera sequedad o aridez del alma.

      Por dos veces se levantó el Señor y caminó con pasos tambaleantes hacia los suyos. ¿Los buscó para confortarlos? Sin duda, pero quizá también para mendigar el consuelo de sus rostros amigos, el calor y la solidaridad de su compañía, tan angustiado estaba. ¿Y qué encontró? Estaban durmiendo. Jesús, el consolador de todas las penas (Mt 11, 28), no tiene consuelo humano alguno de sus pobres discípulos, ahora que lo necesita en grado extremo.

      «Busqué a quien me consolara, pero no lo hallé» (Sal 69, 21). El Hijo de Dios necesita cariño, necesita una mirada de comprensión de Juan, necesita un ademán solidario de Pedro, necesita un gesto cómplice de Santiago, bien poca cosa, ¡y no la tiene! Ayuda pensar que cuando dispensamos un gesto amable a un prójimo que lo necesita, es el Cristo mismo del huerto quien lo recibe y lo agradece.

      Pero a los tres apóstoles más cercanos,