la condesa Vronskaya.
Vronsky, en ese instante, recordó que esa dama era Anna Karenina.
—Su hermano se encuentra ahí fuera —dijo, poniéndose en pie—. Disculpe, pero no la reconocí. Nuestro encuentro, además, fue tan breve que probablemente no me recuerda —agregó, mientras saludaba.
—Sí le recuerdo —respondió ella—. Su madre y yo hemos hablado mucho de usted durante el camino. ¡Y mi hermano que no llega! —exclamó, dejando finalmente manifestarse en una sonrisa la emoción que la llenaba.
—Alecha, llámale —dijo la anciana condesa.
Saltando a la plataforma, Vronsky gritó:
—¡Oblonsky: ven aquí!
Anna Karenina no esperó a su hermano y salió del coche con paso ligero y decidido apenas lo vio. Cuando se le acercó, con un ademán que asombró a Vronsky por su gracia y firmeza, le enlazó con el brazo izquierdo y le dio un beso, atrayéndole hacia sí. Sin quitarle el ojo, Vronsky la contemplaba y sin saber él mismo por qué estaba sonriendo. Después volvió al compartimento, recordando que le esperaba su madre.
—¿No es cierto que es bastante agradable? —dijo la Condesa refiriéndose a Anna Karenina—. Su esposo la instaló conmigo y me alegré, porque vinimos conversando todo el viaje. Me dijo que tú... vous filez le parfait amour. Tant mieux, mon cher, tant mieux...10
—Mamá, no entiendo a qué se está refiriendo... ¿Vamos?
Anna Karenina entró nuevamente para despedirse de la Condesa.
—Vaya —dijo alegremente—: usted ya encontró a su hijo y yo a mi hermano. Me alegro mucho, porque yo no tenía ya nada que contar debido a que había agotado la totalidad de mi repertorio de historias.
—Con usted habría realizado un viaje alrededor del mundo sin aburrirme —dijo la Condesa, mientras la tomaba de la mano—. Usted es una mujer tan simpática que es igualmente agradable hablarle que escucharla. Y ya no piense usted tanto en su hijo. Es imposible vivir sin separarse en alguna ocasión.
Anna Karenina estaba de pie, bastante erguida, y sus ojos sonreían.
—Anna Arkadievna —explicó la Vronskaya— tiene un hijo de ocho años, del que jamás se separa, y en este momento...
—Sí: la Condesa y yo hemos charlado mucho, cada una de su hijo —contestó Anna Karenina.
Y de nuevo la sonrisa, en esta oportunidad dirigida a Vronsky, iluminó su rostro.
—Probablemente la habrá aburrido bastante —comentó él, cogiendo al vuelo la pelota de coquetería que ella le había lanzado.
Sin embargo, Anna Karenina no quiso seguir la conversación en ese tono y, dirigiéndose a la vieja Condesa, le dijo:
—Muchas gracias por todo. El día de ayer se me pasó tan rápido que casi no me di cuenta. Hasta pronto, Condesa.
—Hasta pronto, querida amiga —contestó la condesa Vronskaya—. Permítame besar su bella cara. Le digo, con toda la sinceridad de una anciana, que le he tomado cariño en este corto tiempo.
Anna Karenina pareció creer y apreciar esas palabras, indudablemente por su franqueza. Se sonrojó e, inclinándose levemente, presentó la cara a los labios de la Condesa. Inmediatamente se irguió y, siempre con esa juguetona sonrisa en labios y mirada, extendió la mano a Vronsky.
Él oprimió esa pequeña mano y se alegró, como de algo muy importante, del apretón enérgico con que le correspondió ella.
Anna Karenina salió con paso ligero, lo que no dejaba de asombrar por ser un poco metida en carnes.
—Es muy simpática —dijo la vieja.
Vronsky pensaba igual. La siguió con la mirada hasta que su graciosa figura se perdió de vista y únicamente entonces desapareció la sonrisa de sus labios. Observó por la ventanilla cómo Anna se aproximaba a su hermano, ponía su brazo bajo el de él y empezaba a hablarle de forma animada, evidentemente de algo que no tenía ninguna relación con Vronsky. Y el muchacho se sintió molesto.
—Mamá, ¿sigue usted bien de salud? —dijo dirigiéndose a la Condesa.
—Sí, muy bien, muy bien. Alejandro ha sido bastante amable. María se puso muy guapa de nuevo. Es bastante interesante.
Y empezó a hablarle del bautizo de su nieto, para asistir al cual viajó expresamente a San Petersburgo, refiriéndose a la particular bondad que el Emperador mostrara hacia el mayor de sus hijos.
—Ahí llega Lavrenty —dijo Vronsky, mientras miraba por la ventanilla—. Vamos, ¿sí?
El viejo mayordomo que viajaba con la Condesa entró informando que todo estaba listo. La anciana se puso en pie.
—Vamos a aprovechar que no hay mucha gente para salir —dijo Vronsky.
La criada cogió la perrita y el saquito de mano. Un mozo y el mayordomo llevaban el resto del equipaje. Vronsky dio el brazo a su madre. Pero cuando iban a salir vieron que las personas corrían asustadas de un lado a otro. También cruzó el jefe de estación con su resplandeciente gorra galoneada. Debía de haber ocurrido algo. Los viajeros corrían en dirección contraria al convoy.
—¿Qué?... ¿Cómo?... ¿Por dónde se lanzó?... —se escuchaba exclamar.
Oblonsky y su hermana volvieron también hacia atrás con caras asustadas y se detuvieron al lado de ellos.
Vronsky y Esteban Arkadievich siguieron a la muchedumbre para enterarse de lo ocurrido y las dos señoras subieron al vagón.
El guardagujas, ya por estar borracho, ya por ir muy arropado debido al frío, no había escuchado retroceder unos vagones y estos le cogieron debajo.
Las señoras ya conocían todos los pormenores por el mayordomo antes de que Oblonsky y su amigo volvieran.
Ambos amigos habían visto el cuerpo destrozado del infortunado. Oblonsky hacía gestos y parecía estar a punto de llorar.
—¡Anna, si lo hubieras visto! ¡Fue una cosa espantosa! —decía.
Vronsky guardaba silencio. Su bella cara, aunque grave, estaba inmutable.
—¡Condesa, si usted lo hubiera visto! —insistía Esteban Arkadievich—. ¡Y su esposa estaba allí! ¡Era aterrador! Se arrojó sobre el cadáver. Al parecer, quien sostenía a toda la familia era él. ¡Horroroso, horroroso!
—¿Y no puede hacerse algo por ella? —preguntó Anna Karenina en voz baja y emocionada.
Vronsky le dirigió una mirada y salió del carruaje.
—Mamá, ahora vuelvo —dijo desde la portezuela.
Cuando volvió después de algunos minutos, Esteban Arkadievich hablaba tranquilamente con la Condesa de la cantante de moda, al tiempo que la vieja miraba hacia la puerta con preocupación, esperando a su hijo.
—Vamos ya —dijo Vronsky.
Entonces salieron juntos. El muchacho iba delante, con su madre. Anna Karenina y su hermano iban detrás de ellos.
El jefe de la estación alcanzó a Vronsky a la salida.
—Usted le dio doscientos rublos a mi ayudante —dijo—. ¿Me quiere hacer el favor de decirme para quién son?
—Son para la viuda —contestó Vronsky, mientras se encogía de hombros—. No veo qué necesidad hay de hacer preguntas.
—¿Así que diste dinero? —gritó Oblonsky. Y agregó, apretando la mano de Anna—: Es un muchacho muy bueno, excelente. ¿Verdad? Tengo el honor de saludarla, Condesa.
Y Oblonsky se puso en pie con su hermana, esperando que llegase la sirvienta de esta.
Al salir de la estación, el coche de los Vronsky ya se había ido. Todo el mundo seguía