León Tolstoi

Anna Karenina


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refería Sergio Ivanovich). Nicolás había pasado nuevamente una noche en la prevención por alboroto. Y, finalmente, había llegado al extremo de querellarse contra su hermano Sergio acusándole de no pagarle la parte que le correspondía en derecho de la herencia de su madre.

      En el oeste de Rusia, donde fue a trabajar, realizó su última proeza y consistió en lesionar a un alcalde, por lo que le abrieron un proceso. Y si bien todo esto era demasiado desagradable, a Levin no se lo pareció tanto como a los que no conocían la auténtica historia de Nicolás y su corazón. Levin recordaba que en aquella etapa de austeridad, fervor y ayunos, cuando su hermano buscaba un freno para sus pasiones en la religión, ninguna persona le aprobaba y todo el mundo, incluso el propio Levin, se burlaba de él. Le apodaban Noé, fraile, etcétera, y, posteriormente, cuando se entregó de una manera libre a sus pasiones, todos le dieron la espalda, espantados y con repulsión.

      Levin entendía que, en rigor, su hermano, pese a su vida, no debía ser más culpable que aquellas personas que le despreciaban. Él no era culpable de haber nacido con su limitada inteligencia y con su temperamento rebelde. Nicolás, por otra parte, siempre quiso ser bueno.

      «Le voy a hablar con el corazón en la mano, le voy a demostrar que le quiero y le entiendo, y le forzaré a que me descubra su corazón», tomó la decisión Levin al llegar a la fonda que le indicaran, ya cerca de las once.

      —Es arriba. Los números 12 y 13 —dijo el conserje, respondiendo a la pregunta de Levin.

      —¿Pero él está allí?

      —Creo que sí.

      La puerta del cuarto número 12 se encontraba entreabierta y por ella salía un espeso humo de tabaco malo y un rayo de luz. Se escuchaba una voz que no era conocida para Levin, y junto a ella reconoció la tosecilla característica de Nicolás.

      Cuando Levin entró, el hombre desconocido decía:

      —Todo va a depender de la prudencia e inteligencia con que se lleve la cuestión.

      Mientras se quitaba los chanclos, Levin, cuya llegada nadie había notado, escuchó al tipo de la poddiovka hablando de una empresa que llevarían a cabo.

      —¡Que el demonio se lleve las clases privilegiadas! —dijo, después de un carraspeo, la voz de Nicolás—. Macha, pide algo de cenar y, si queda, danos vino. Si no, manda a buscarlo.

      La mujer se puso en pie, y vio a Levin cuando salió del otro lado del tabique.

      —Aquí hay un señor, Nicolás Dmitrievich —dijo.

      —¿Por quién está preguntando? —exclamó la voz rabiosa de Nicolás.

      —Soy yo —contestó Levin, presentándose.

      —¿Quién es «yo»? —repitió, con más rabia todavía, la voz de Nicolás.

      Se le escuchó ponerse en pie precipitadamente y tropezar, y Levin vio frente a él, en la puerta, la figura que le era tan familiar, la figura encorvada y delgada de su hermano, pero le aterrorizó su apariencia salvaje, sucia y enfermiza y la expresión de sus enormes ojos asustados.

      Nicolás estaba mucho más flaco que cuando Levin le viera la última vez, hace tres años. Tenía puesta una levita que le quedaba corta, con lo que sus brazos y muñecas parecían más largos todavía. El cabello se le había aclarado, sus labios se encontraban cubiertos por el mismo bigote recto, y los mismos ojos extrañados de siempre se posaban en el que había entrado.

      —¡Ah, Kostia, eres tú! —dijo, cuando reconoció a su hermano.

      Sus ojos resplandecieron de alegría. Pero al mismo tiempo miró al muchacho de la poddiovka e hizo un movimiento convulsivo con la cabeza y el cuello —como si le estuviese apretando la corbata—, que Levin conocía muy bien, y en su cara se dibujó repentinamente una expresión salvaje, desesperada, feroz.

      —Ya escribí a Sergio diciéndole que con ustedes no quiero nada. ¿Qué quieres... qué quiere usted?

      Nicolás se presentaba muy diferente a como le imaginara Levin. Constantino siempre olvidaba la parte difícil y áspera de su temperamento, que hacía que fuese tan ingrato el tratarle. Solamente en este momento, al ver su cara, al notar el movimiento convulsivo de su cabeza, lo pudo recordar.

      —No quería nada en particular, sino verte —dijo tímidamente.

      Un poco suavizado, aparentemente, por la timidez de su hermano, Nicolás movió los labios.

      —¿De manera que vienes por venir? Está bien, entra y toma asiento. ¿Deseas cenar? Macha, trae tres raciones. ¡Ah, espera! ¿Conoces a este señor? —dijo, señalando al muchacho de la poddiovka—. Es un hombre muy notable: mi amigo el señor Krizky, de Kiev, a quien la policía persigue porque no es un canalla.

      Y, según su hábito, miró a todos los que estaban en el cuarto. Cuando vio a la mujer, de pie en la puerta y preparándose para salir, le gritó: “¡Te he dicho que esperes!”. Y con la falta de elocuencia y la indecisión que Constantino conocía de siempre, empezó, mirando a todos, a relatar la historia de Krizky, su expulsión de la universidad por constituir una sociedad para ayudar a las escuelas dominicales y a los estudiantes pobres, su ingreso como maestro en un colegio popular y cómo posteriormente, sin saber por qué, se le procesó.

      —¿Así que usted estudió en la universidad de Kiev? —preguntó Constantino Levin, para romper el incómodo silencio que siguió a las palabras de Nicolás.

      —Sí, en Kiev —susurró Krizky, frunciendo el ceño.

      —Esta es María Nikoláievna, mi compañera —interrumpió Nicolás—. La saqué de una casa de... —movió el cuello de manera convulsiva y añadió, arrugando el entrecejo y alzando la voz—: Pero la amo y la respeto y exijo que todos los que me tratan también la respeten. Es como si fuera mi esposa, es igual. Ahora ya sabes con quiénes estás. Pero si te sientes rebajado, “uno se va con Dios por la puerta”.

      Y miró a todos nuevamente, de manera interrogativa.

      —No veo por qué tengo que sentirme rebajado.

      —Entonces, en ese caso... ¡Encarga vodka, vino y tres raciones! No, espera... Nada, nada, ve, anda...

      XXV

      —Sí, ya te puedes dar cuenta... —susurró Nicolás con esfuerzo, con movimientos convulsivos y arrugando la frente.

      Era evidente que no sabía qué decir ni qué hacer.

      —¿Te das cuenta? —continuó, señalando unas vigas de hierro atadas con cordeles que estaban en un rincón—. Este es el comienzo de una nueva empresa que realizaremos, se trata de una cooperativa obrera de producción...

      Constantino, contemplando el semblante tuberculoso de su hermano, no lograba prestar atención a lo que decía. Entendía que Nicolás buscaba en esa empresa un ancla para salvarse del desprecio que sentía hacia sí mismo.

      Nicolás seguía hablando:

      —Tú ya sabes que el capital esclaviza al trabajador. Todo el peso del trabajo lo llevan los campesinos y los obreros y, por mucho que se esfuercen, no consiguen salir de su situación de animales de carga. Todo aquello con que pudieran mejorar su situación, todas las ganancias, instruirse y descansar, los dividendos de los capitalistas se lo devoran. La sociedad está organizada de tal manera que, los comerciantes y los propietarios ganan más cuanto más trabaja el obrero, y el proletario continúa siendo siempre un animal de carga. Es necesario cambiar este orden de cosas —finalizó, mirando a su hermano de manera inquisitiva.

      —Por supuesto, por supuesto —respondió Constantino, mientras observaba atentamente las mejillas