Jane Donnelly

Noche de verano


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también negras.

      –¿Nos conocemos? –preguntó ella.

      –No lo creo –respondió él, tras una breve pausa–. Si así fuera, debe de haber sido hace mucho tiempo o yo lo recordaría.

      –Yo también –dijo ella, sonriendo.

      –Puedo verla bajar por el jardín de niña, cuando era tan pequeña que para hablar con Charlie necesitaba una silla.

      Y así había sido. De aquello hacía muchos años, pero el recuerdo la hizo sonreír, rememorando cómo había llevado una silla de algún sitio y le había limpiado el musgo con un estropajo.

      –Es imposible recordar cuando bajé a hablar con Charlie por primera vez –confesó ella–. Al principio le llamaba Charlotte, porque era mi nombre favorito. Pero cuando le quité el musgo de la cara, vi que tenía bigote.

      –Definitivamente es Charlie –dijo Nathan–. Igual que tú eres Isolda.

      Ella no le había dicho su nombre. Probablemente, Poppy lo habría mencionado, si le había hablado de sus vecinos. El nombre de Conde Ivan Kosovic y su nieta Isolda sonaba bastante pomposo, pero algo le dijo a Isolda que los nombres no iban a impresionar a aquel joven.

      –Ya no lo hago con tanta frecuencia. Sólo cuando tengo problemas –bromeó ella.

      –¿Cómo el que tienes ahora en el cobertizo?

      –Entre una nube de polvo matapulgas y una buena comida –respondió ella, completamente segura de que él había oído toda la conversación con Philip.

      –¿Cómo ocurrió?

      Isolda sintió una instantánea necesidad de hablar con él, como si fueran viejos amigos. Como era un cálido día de julio, se sentaron en la hierba, mientras él apoyaba la espalda en el tronco del nogal.

      –Ibamos en coche a casa de unos amigos cuando nos encontramos con esta perra. Es un chucho, de la clase de perros que llevan los gitanos. Algunas veces acampan por aquí, y se dejan los perros. Ella corría como si estuviera perdida, pero cuando paré el coche, la atrapé con facilidad. Estaba jadeando, agotada, y parecía muerta de hambre. Así que la metí en el coche –explicó Isolda, mientras Nathan la escuchaba con atención–. Ya estábamos casi en casa de Laura y la perra se quedó tranquila, como si estuviera a punto de dormirse. Pero, en cuanto salí del coche, salió como una bala detrás de mí. Parecía que tenía sed, por lo que la llevé a la casa.

      –Alfombras blancas, tapicería blanca –repitió él.

      –Entonces vi lo que parecía ser una pulga.

      –Probablemente.

      –Así que les dije que me había pasado sólo a saludar porque había recogido a una perra abandonada y me la iba a llevar a casa. Philip estaba a punto de volver a meterse en el coche conmigo cuando le dije lo de la pulga.

      –Y entonces Philip salió de nuevo.

      –Tan rápido como si le hubieran puesto un resorte o le hubiera mencionado la rabia. Me parece que volvió andando. Vive a un kilómetro del pueblo, y se pasó por aquí cuando iba de regreso a casa.

      –No me pareció que Philip estuviera muy contento –replicó Nathan, recogiendo unas nueces que habían caído del árbol para arrojarlas después.

      –Regresará –afirmó ella, completamente segura de que su atractivo y su magia eran suficientes para hacer que Philip regresara.

      –Fascinante.

      –¿Qué?

      –Esto –dijo él, mostrándole la cáscara abierta de una de las nueces.

      –¿Qué te creías que había ahí dentro? Esto es un nogal. Y en esta época del año, ése es el aspecto que presentan las nueces.

      –Hay que aprender, ¿no te parece?

      –Y te diré algo más. Ese jugo te va a manchar los dedos, así que es mejor que entres y te laves –declaró Isolda, poniéndose de pie.

      Juntos cruzaron el jardín y se aproximaron a la zona donde estaban los cobertizos.

      –Está bien. Es que está asustada –dijo Isolda, dirigiéndose a uno de los cobertizos.

      –Tiene un buen par de pulmones. No me parece nada tímida. Más bien algo así como el perro de los Baskerville.

      Al acercarse, vieron que el perro estaba sentado al lado de la ventana, sin dejar de aullar hasta que Isolda abrió la puerta.

      Era una perra de caza, tan delgada que se le notaban las costillas a través de la piel. Tenía el pelaje blanco, con una mancha negra en un ojo y por todo el lomo. Algo confusa, pero muy alegre, miraba alternativamente a Isolda y a Nathan.

      –¿Y las pulgas? –preguntó Nathan, mientras ella acariciaba a la perra.

      –¿Me creerás si te digo que ya no tiene?

      –Me creería cualquier cosa que tú me dijeras –dijo él, inclinándose para acariciar a la perra, que le puso las patas sobre los hombros y le lamió la cara.

      –Amor a primera vista –dijo Isolda, bromeando.

      –Puede que le haya parecido comida.

      –En cualquier caso, le gustas.

      –No lleva collar –dijo Nathan, mientras la perra no dejaba de menear la cola, sin apartar los ojos del rostro de él–. ¿Te piensas quedar con ella si nadie la reclama?

      –No puedo. Nosotros tenemos gatos.

      –Entonces, yo me quedaré con ella.

      –¿Cuánto tiempo te vas a quedar por aquí?

      –Unas cuantas semanas.

      –De todas maneras, no sé lo que Poppy pensará al respecto –dijo Isolda, sabiendo que la mujer se negaría a que un chucho retozara por sus buenas alfombras y muebles.

      –Pues vamos a preguntárselo –replicó él, acariciando la cabeza de la perra–. Tranquila, ya volveremos por ti.

      –No te hagas ilusiones –dijo Isolda–. Poppy es muy amable pero estoy segura de que espera otra clase de inquilinos.

      –Mujer de poca fe…

      –Normalmente tengo mucha –afirmó ella–. Pero creo que conozco bien a Poppy.

      Como él tenía llave, entraron en la casa sin llamar. El vestíbulo estaba decorado con losetas blancas y negras y una delicada barandilla de hierro forjado se curvaba siguiendo la forma de la escalera.

      En aquel momento, una mujer, vestida de brillantes y chillones colores, entró en el vestíbulo. Al verlos, esbozó una amplia sonrisa.

      –Hola, ¿desde cuándo os conocéis? –preguntó la mujer.

      –Desde hace unos diez minutos –dijo Isolda, segura de la respuesta que iba a darles Poppy.

      –Tengo que pedirle un favor –intervino Nathan. Isolda se sorprendió mucho al ver que Poppy no dejaba de sonreír–. ¿Qué le parecería tener un perro en la casa?

      –¿Un perro? –preguntó la mujer, que parecía dispuesta a quedárselo.

      –Es una perra abandonada que me encontré –explicó Isolda.

      –Vamos a llevarla al veterinario para que se asegure de que está bien y le ponga todas las vacunas que necesita. Creo que nos gustaría adoptarla –dijo Nathan, mirando a Isolda.

      –Bueno, supongo que tú no puedes tenerla en casa, Isolda. No con los gatos. ¿Es una perra pequeña?

      –Más o menos –replicó Nathan, mientras Isolda estaba a punto de soltar una carcajada. Era pequeña si se la comparaba con un mastín.

      –¿Y cuidarías y serías responsable de ella?

      –Puede