Jane Donnelly

Noche de verano


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le preguntó a Nathan:

      –¿Escribo el número de teléfono de Poppy?

      –Es mejor que pongas el tuyo. Le prometí a Poppy que ella no tendría ninguna responsabilidad. Además, la hemos adoptado juntos, ¿no?

      –Claro que sí –respondió ella, escribiendo su propio número, que introdujo en el collar de la perra.

      –Ya está –dijo él, tomando una pata del animal y la mano de Isolda–, desde ahora nos pertenecemos el uno al otro.

      Isolda sonrió. Le gustaba la idea de tener un vínculo con Nathan, aunque el tercer miembro del grupo fuera una perra.

      Annie los estaba esperando. Había sido la niñera de Isolda, pero también la de su padre. Tenía artritis, pero todavía seguía vigilando muy de cerca a Isolda. Ésta aparcó en el garaje y, al salir, Annie le preguntó:

      –¿Qué es lo que vas a hacer con esa perra?

      –Es una perra vagabunda –explicó Isolda–. Se va a quedar con Nathan, que se aloja en casa de Poppy.

      –¿Y sabe Poppy todo este asunto?

      –Sí –dijo Nathan.

      Isolda notó que se dirigía de una manera diferente a la anciana. No utilizó su magnética sonrisa, tan atractiva, mientras se puso a asegurar a Annie que la señorita MacShane había accedido a tener a la perra en la casa durante un periodo de prueba.

      –Y yo me aseguraré de que ella no lamente haber tomado esta decisión –concluyó Nathan.

      La perra se estaba comportando perfectamente en aquellos momentos, y Nathan le pareció un joven bastante sensato a Annie. Obviamente había accedido por Isolda, pero no había muchos hombres que pudieran decirle no a la muchacha.

      –Si pudiera dejarla un poco más en tu cobertizo –le dijo Nathan a Isolda–, me gustaría invitarte a comer.

      –Es algo tarde como para que los restaurantes de por aquí sirvan comidas, así que tomaremos algo aquí.

      –No quiero molestar –replicó Nathan, aquella vez dirigiéndose a Annie, quien respondió que no sería ninguna molestia.

      Cuando llevaron a la perra al cobertizo, ésta volvió inmediatamente a la manta donde había estado echada y se quedó dormida enseguida. Cuando llegaron a la casa, Isolda preguntó:

      –¿Te apetece té, café, cerveza o vino?

      –Una cerveza, gracias.

      –Ponte cómodo –le dijo ella, señalándole una puerta–. Yo prepararé el almuerzo.

      Ella se dirigió a la cocina, donde había dos gatos siameses tomando el sol en la ventana. Annie estaba poniendo unos platos en una bandeja.

      –¿Quién es? –preguntó Annie.

      –Se llama Nathan Coleman –respondió Isolda, abriendo el frigorífico–. Poppy me dijo que se había traído un ordenador portátil, así que probablemente está trabajando en algo para lo que necesite paz y tranquilidad.

      Annie pareció quedarse conforme. Isolda preparó un pequeño bol de verduras crudas, puso una bandeja con carne de ternera cortada en lonchas, un poco de pan y queso de Camembert y de hierbas. Sirvió dos vasos de cerveza fría y llevó la bandeja al salón.

      Nathan se levantó a tomarle la bandeja y ella le indicó una mesa baja al lado del sofá y se sentó. Cuando él puso la bandeja en la mesa, siguió haciendo lo que probablemente había hecho hasta aquel momento: mirar la habitación.

      Era enorme, ricamente decorada con muebles de época, hermosos espejos y un rico tapiz con una escena de caza.

      –Impresionante –dijo él–. Al igual que la familia –añadió, señalando las fotografías que había encima de la chimenea.

      –En su día, así fueron. Ven a comer.

      –¿Quieres cenar conmigo esta noche? –preguntó él, en cuanto se sentó a su lado.

      –¿Y Baby?

      –Ya encontraremos algún sitio donde no les importen los perros.

      –Me encantaría.

      Ella había tomado su vaso de cerveza, bebió un sorbo mientras él levantaba el suyo y brindaban como si estuvieran celebrando algo, pero sin palabras. Ella supuso que por estar juntos. Isolda se alegraba de que así fuera. No le faltaban amigos, pero tenía la sensación de que aquél iba a ser especial.

      –Ésa no puedes ser tú –dijo Nathan, señalando un cuadro, cuando terminaron de comer.

      –Es mi bisabuela –explicó ella–. Se parecía mucho a mí y se llamaba como yo, pero murió antes de que yo naciera. Vino a Inglaterra de vacaciones, se enamoró, se casó y se quedó aquí para siempre. Ésta era su casa.

      –¿Y ésa de la pintura?

      –Era una vieja casa de campo, pero hace mucho tiempo. Nosotros somos los únicos que quedamos de la familia. Mi abuelo y yo.

      –¿Cuál de ellos es tu abuelo?

      Ella se levantó y le enseñó la fotografía de un apuesto hombre, de pelo y barba blancos.

      –Ésta se tomó hace muchos años. No tiene paciencia para que le hagan un cuadro. Hoy está en las carreras de Kempton Park.

      –¿Qué tal te llevas con él?

      –Es el mejor –respondió Isolda, que adoraba a su abuelo.

      –Le tienes en mucha estima.

      –Te caerá bien. Y tú le caerás bien a él.

      –¿Son esas fotos tuyas?

      –Sí.

      –Muéstramelas.

      Había un par de cuadros suyos en la casa, uno de niña y otro cuando cumplió dieciocho años. En aquella habitación había varias fotografías. Nathan quiso saber la historia de cada una, por lo que Isolda protestó.

      –Es imposible que quieras saber todo eso.

      –¿Quién eran todos los demás? –preguntaba Nathan, contemplando una foto de ella en una fiesta–. Quiero saber todo lo que sea posible saber de ti– añadió, con voz dulce.

      Ella se quedó tan aturdida con aquellas palabras que no pudo contestar enseguida el teléfono. Era Philip, para preguntarle qué había hecho con la perra.

      –Le he encontrado una casa.

      –¿Has llamado a Laura?

      –No. ¿Y tú?

      –Bueno, no.

      –Ahora ya es un poco tarde. ¿Lo dejamos y esperamos a ver qué pasa? –preguntó ella. Philip no protestó.

      –Entonces, hasta luego.

      Aquella tarde, se suponía que iban a ir a ver una película. Pero cuando Isolda había accedido a cenar con Nathan, no había recordado que tenía una cita con Philip.

      –He cambiado de opinión. Lo siento. ¿Te importa?

      Philip suspiró, acostumbrado a los juegos de ella. Pero Isolda lo tenía demasiado fascinado como para protestar.

      –Entonces, mañana. Ya te llamaré o puede que me pase a verte.

      –Eso es una buena idea. De acuerdo. Adiós.

      –Adiós.

      Cuando ella colgó el teléfono, Nathan dijo muy secamente:

      –Eso lo mantendrá contento. Supongo que era Philip. ¿Qué hay entre tú y él?

      –¿Es que no te lo dijo Poppy? –preguntó Isolda. Si su casera le había hablado de Annie, seguramente también lo había hecho de Philip Lindsey, el hombre con el que ella salía habitualmente.