Sherryl Woods

Castillos en la arena - La caricia del viento


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Samantha, su hermana mayor, quien estaba esperándola y la recibió con un fuerte abrazo.

      Aunque unas enormes gafas de sol a la última moda le ocultaban gran parte del rostro y llevaba el pelo, un pelo con unas mechas que realzaban su color, recogido en una cola informal, saltaba a la vista que era alguien famoso. Emily nunca había llegado a entender cómo era posible que Samantha siguiera pareciendo una modelo de revista aunque llevara unos vaqueros viejos y una camiseta. La verdad era que su hermana tenía un aire innato de famosa, a pesar de que en su carrera como actriz nunca había alcanzado el éxito que ella esperaba.

      –¿Dónde está Gabi? –le preguntó, mientras miraba a su alrededor.

      –Adivínalo, te doy tres oportunidades –le contestó Samantha.

      –La abuela se ha empeñado en volver a casa.

      –¡Lo has adivinado a la primera! Hizo las maletas en cuanto dieron luz verde para que los residentes volvieran a la zona. Gabi logró retenerla un día entero, pero al final se rindió y le dijo que vale, que podía ser tan terca como una mula vieja si quería, pero que no iba a dejarla ir sola. Se han ido esta mañana a primera hora, y a mí me ha tocado hacer de chófer y venir a buscarte.

      –¿Te acuerdas de conducir?, hace mucho que vives en Nueva York.

      Su hermana se limitó a enarcar una ceja, pero le bastó con ese gesto para dejar claro lo que opinaba de su sentido del humor. Eso era algo habitual al tener a una actriz en la familia. Samantha podía comunicar más con una sola mirada que muchos con toda una diatriba, y Emily había recibido un montón de esas miradas a lo largo de los años.

      –No empieces, Emily. He conseguido llegar hasta aquí, ¿no?

      Emily señaló con un gesto de la cabeza el coche que había a un lado.

      –¿Es el que usaste para venir desde Nueva York, o ese quedó hecho chatarra y has tenido que alquilar este otro?

      –No tienes ni pizca de gracia –al ver la pequeña maleta que llevaba en la mano, le preguntó–: ¿Eso es todo lo que traes?

      –Estoy acostumbrada a viajar con poco equipaje. Estaba en Aspen por asuntos de negocios cuando me enteré de lo de la tormenta, no tuve tiempo de volver a Los Ángeles a por más cosas.

      –¿Traes algo para ponerte a limpiar y a fregar? No te imagino limpiando el restaurante con tus zapatos de marca. Esos son unos Louboutin, ¿verdad? Siempre has tenido gustos caros.

      Emily sintió que se ruborizaba y se puso a la defensiva.

      –Trabajo con gente que está obsesionada con la ropa cara, pero te aseguro que trabajo duro cuando estoy renovando una casa –suspiró antes de admitir–: Pero tienes razón, no traigo ropa adecuada para ponerme a limpiar. Mi viaje a Colorado iba a ser corto, fui para conocer a un nuevo cliente. Supongo que tendré que comprarme unos cuantos pantalones cortos y varias camisetas en algún sitio. ¿Y tú qué? Siempre vas de lo más elegante, ¿a qué vienen esos vaqueros viejos y…? –abrió los ojos como platos, sorprendida–. ¿Es esa la vieja sudadera de Ethan Cole?

      Samantha se puso roja como un tomate.

      –Estaba en el ático de Gabi, dentro de una caja llena de ropa vieja. Agarré lo primero que vi que me quedaba bien.

      –Esa sudadera no te queda bien, tú tienes seis tallas menos. Pareces una adolescente de catorce años loquita por el capitán del equipo de fútbol –Emily sonrió de oreja a oreja al añadir–: Espera, pero si eras justo así… aún te recuerdo allí, sentadita en las gradas, mirándolo encandilada y llena de esperanza…

      –Supongo que sabes que, como sigas así, es muy posible que no llegues viva a Sand Castle Bay. Seguro que encuentro algún lugar desierto de la carretera donde deshacerme de tu cadáver.

      –Vaya, qué forma tan bonita de hablarle a tu hermana pequeña. Siempre me decías que me querías, incluso cuando me comportaba como una pesada insoportable.

      –Te quería en aquel entonces, no hay quien pueda resistirse a una chiquitina preciosa con unos mofletitos regordetes –afirmó Samantha, sonriente–. Pero ahora ya no te quiero tanto.

      Mientras iban en dirección este por la carretera, el buen humor de Emily se esfumó.

      –¿Se sabe si ha habido muchos daños? –le preguntó a su hermana–. ¿Con qué se va a encontrar la abuela cuando llegue al restaurante?

      –Boone le dijo que el edificio sigue en pie, aunque entró mucha agua. Van a hacer falta unas buenas dosis de cuidados y mimitos, y es probable que un tejado nuevo.

      Emily sintió que le daba un brinco el corazón.

      –¿Qué Boone? No será Boone Dorsett, ¿verdad? ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

      –Cora Jane y él tienen una relación muy estrecha, ¿no lo sabías?

      –¿Cómo iba a saberlo?, nadie me cuenta nada –nada relevante, como el hecho de que su propia abuela y el hombre que había sido su perdición, don Boone Dorsett, fueran amiguitos del alma.

      Su abuela siempre había tenido debilidad por él. Boone le había caído bien desde el principio, desde que ella había empezado a aparecer con él por casa cuando ambos tenían catorce años. Ella se había enamorado de un chico malo y desafiante que parecía estar abocado a meterse en problemas, pero su abuela había visto a un muchacho que se rebelaba contra unos padres que se comportaban con total indiferencia, había visto potencial y había tenido el acierto de ayudarle a desarrollarlo… aun así, lo normal habría sido que cortara ese vínculo al ver que su nieta terminaba su relación con él, ¿no? Aunque solo fuera por solidaridad con ella…

      En cuanto la idea tomó forma en su cabeza, se dio cuenta de lo absurda que era. A diferencia de ella, su abuela sería incapaz de abandonar a Boone; de hecho, aunque nunca le había dado su opinión al respecto, estaba claro que no aprobaba en absoluto que ella hubiera elegido su carrera profesional por encima del hombre del que todos sabían que estaba enamorada.

      –¿Qué es lo que pretende Boone? –le preguntó a Samantha con suspicacia.

      –¿Qué quieres decir?, yo no creo que pretenda nada en concreto. Cora Jane dice que la ha ayudado mucho con el restaurante, no sé nada más.

      –Si Boone está ayudando tanto, es porque quiere algo.

      Lo afirmó con convicción, porque sabía por experiencia propia que él siempre andaba detrás de algo. En su momento había dicho que la quería, pero, cuando ella le había dicho que necesitaba tiempo para poder explorar un poco de mundo, él no había tardado ni diez segundos en casarse con Jenny Farmer. Lo último que había sabido de ellos era que tenían un hijo, ¿qué había pasado con el supuesto amor eterno que había jurado sentir hacia ella? Sí, ella se había marchado, pero había sido él quien había cometido una profunda traición de la que ella jamás había podido recobrarse por completo.

      –Seguro que quiere apropiarse del Castle’s by the Sea.

      Era una acusación muy seria, pero la posibilidad de que él pudiera haber tenido algún motivo ulterior para querer conquistarla era algo que se le había ocurrido en más de una ocasión durante aquella dolorosa época; al fin y al cabo, ¿qué otra explicación podía haber para que él se casara con otra poco después de que ella se fuera? El amor verdadero no podía ser tan voluble.

      –Apuesto a que está deseando que este huracán sea la gota que colme el vaso, y que la abuela decida venderle a él una propiedad tan bien situada.

      Samantha le lanzó una mirada llena de ironía antes de comentar:

      –Sabes que Boone es propietario de tres restaurantes que funcionan de maravilla, ¿no?

      Aquello la tomó por sorpresa.

      –¿Tres?

      –Sí. Primero abrió el Boone’s Harbor en la bahía, y ahora también tiene uno en Norfolk y otro en Charlotte. Creo que un asistente