Vladimir Yankélévitch

Henri Bergson


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ldole der Selbsterkenntnis un análisis tan penetrante,133 no es sino un caso particular de esta falsa perspectiva. Porque no se trata solamente de asignar a nuestras acciones, después de ejecutadas, motivos honorables para embellecerlas a los ojos de la opinión pública, sino que se trata de una primitivísima necesidad de lógica: lo que hay de único, de personal, de verdaderamente irracional e inconfesable en nuestras opciones nos trastorna y nos espanta; preferimos pedir a las clasificaciones tranquilizadoras de los manuales y a las rúbricas de la moral común esas satisfacciones escolares que nos ahorrarán el trabajo de instalarnos en el centro mismo de nuestra voluntad. Y no es que no sospechemos lo que sería esta voluntad libre si aceptáramos verdaderamente ser contemporáneos, pues a veces lo sabemos de sobra; pero la fuente central de nuestras acciones nos da un poco de miedo y, por lo demás, ¡es tan descansado apoyarse en la muleta de las fórmulas! Después de ejecutado el acto, encuentra uno el tiempo y el con qué justificarse ante la lógica, y se apresura uno a escamotear la verdad sinceramente entrevista bajo el frágil amontonamiento de las “buenas razones”. Luego olvida uno esta causa verdadera y la justificación retrospectiva adquiere definitivamente el privilegio de haber engendrado el acto decisivo. Todos nos parecemos, más o menos, a ese mal litigante que llegaba siempre tarde, unas veces porque había dormido más de la cuenta, otras porque había perdido el tren y otras más porque había olvidado su reloj, y el cual, en definitiva, llegaba siempre tarde porque la causa del retardo estaba en él, en su estilo de existencia y en su constitución espiritual;134 la pluralidad de sus pretextos no hacía sino dibujar los contornos del destino central que engendraba, con los retardos, las malas razones invocadas para expulsar los retardos. Las filosofías intuicionistas y emocionalistas, que por lo general prestan más atención que las demás a la fuente central de las acciones, han denunciado siempre más claramente el aspecto endomingado, artificial, anacrónico de las superestructuras justificativas. Pascal, al defender los derechos del corazón, atribuye al señor de Roannez el propósito siguiente: “Las razones me llegan después, pero en primer lugar, la cosa me agrada o me choca sin que sepa yo la razón; y, sin embargo, esto me choca por esa razón que yo no descubro, sino después”, y añade: “Pero creo no que aquello chocará por estas razones que se encuentran después, sino que se encuentran estas razones porque aquello choca”.135 Y Spinoza que, sin embargo, nada tiene de antiintelectualista pero que reconoce la prioridad del Conatus, invierte también el orden de la causalidad y declara nihil nos conari velle, appetere, neque cupere, quia id bonum esse judicamus; sed contra nos propterea aliquid bonum esse judicare, quia id conamur volumus, appetimus, atque cupimus.136 Quien tiene deseo de beber alcohol descubre siempre, en el instante preciso, una orden médica que se lo prescribe. Viene al caso recordar, a este respecto, con Leon Brunschvicg, la máxima de La Rochefoucauld: “El espíritu es siempre víctima del engaño del corazón…” o del instinto; tal es, en efecto, la fuerza irradiante de ese fuego central que Pascal llama aquí el corazón, que irradia no solamente en acciones, sino en justificaciones ideológicas destinadas a legalizar estas acciones. Por tanto, los sistemas justificativos representan en la superficie del espíritu una vegetación secundaria sin autonomía propia: pues es la esencia de la “justificación”, el parecer marchar con un movimiento espontáneo y alinear en el fondo pruebas totalmente subalternas. Ahí tenemos toda la oposición entre la imparcialidad del razonamiento y el servilismo de los argumentos. El pensamiento argumentador es un pensamiento prevenido; es siempre la ancilla de algo; está siempre interesado en alguna tesis; por eso preocupa sobre todo a los apologistas y a los maestros de retórica, que se cuidan más de la lógica militante que de la especulación verdadera. La fuente inspiradora de nuestros actos, el genio verdadero de nuestra libertad no están, pues, en la elección de las teorías profesadas y de los argumentos deliberados. Casi siempre estas teorías son, en sí, indiferentes, pues la tendencia central puede encontrar en otras partes con qué legalizarse; como Federico II, que se descubre títulos auténticos a la posesión de la Silesia que codicia. Quien, por razones inconfesables, decide ahogar a su perro, descubre, como por azar, que tiene rabia. ¿No es esto la definición misma de la mala fe?

      Al criticar de esta manera el esquema tradicional del acto voluntario, parecemos proporcionar armas al determinismo. En efecto, los hombres han creído siempre discernir en el momento de la elección, es decir, de la deliberación discursiva, la firma de la libertad; ahora bien, la deliberación se nos aparece ahora como una legalización póstuma, como la inútil formalidad que procedemos a realizar supersticiosamente ante el hecho consumado, y que no influye en la generación verdadera de los actos. Un poco a la manera de los remordimientos de esos monarcas tímidos que, haciendo de la necesidad virtud, se afanan en legitimar el golpe de Estado, inevitable, de un ministro, para parecer que imponen la dictadura que en realidad tendrán que padecer. Por así decirlo, toda la productividad de la acción se ha refugiado, al principio, en la concepción de un resultado que inspira así a nuestros gestos, como a su justificación. Por tanto, la decisión ya no se construye con motivos y con móviles137 del mismo modo que, en la intelección, el sentido no se construye con signos elementales; motivos y móviles son “nudos” psicológicos en los que se entrecruzan varias direcciones de pensamiento, cuya orientación convergente asegura nuestra voluntad; por tanto, no son más simples que los conceptos del “atomismo” psicológico, y son inclusive mucho más complicados: puesto que ¿a qué llamamos “móvil” o “motivo” sino a un contenido mental, “sentimiento, idea”, considerado como pesante, es decir, en cuanto factor ponderable en una deliberación oscilante? Nietzsche denuncia la complicidad del mito del libre arbitrio y del aislamiento atomista de los “hechos” psíquicos; el sustancialismo del lenguaje favorece, de manera muy natural, esta complicidad.138 Pero si los motivos pueden obrar por su “peso” sobre la decisión, es porque se hallan cogidos en una red de relaciones espirituales y reflejan la tensión sutil que orienta ya a nuestra vacilación por una avenida bien trazada; cada motivo da testimonio, por sí solo, de mis preferencias íntimas, como cada palabra de una frase da testimonio del sentido integral, del que no transporta morfológicamente más que una parte, y tiende a reconstituir su contexto. Un acto cuyos motivos no contuvieran el yo integral sería, como observa con razón Bazaillas,139 una parodia de volición. Toda deliberación cobra para el sentido común la forma de una alternativa cuyas dos ramas corresponderían a dos series de motivos bien distintos. Pero la alternativa es, como los motivos, un efecto de retrospección: tal puede ser quizá el liberum arbitrium abstracto del que Kierkegaard dice que es un sinsentido para el pensamiento.140 Por tanto, la ilusión de haber podido obrar de otra manera, Aliter, como hubiese dicho Leibniz, es una fabricación póstuma. Se comprende fácilmente por qué la libertad ejemplar del sentido común debe encontrarse hasta el punto en que se bifurcan las dos soluciones posibles. Sin embargo, es raro que la vida acepte estos dilemas claros y brutales, que una conciencia se deje de esta manera desdoblar entre posibilidades contrarias; para la voluntad no hay tesis que no envuelva su antítesis. Pero, ante todo, es la elección misma la que, al fijar la decisión, crea junto con ella todo el procedimiento –alternativa y motivos– que se considera que la determina. Como dice Lequier, en el bello fragmento citado por Charles Renouvier, “es mi elección la que hace mi voluntad; me agrada que me agrade”. Platón, en el Eutifrón,141 hace preguntar a Sócrates si las cosas piadosas son piadosas porque agradan a los dioses, o si agradan a los dioses porque son piadosas. En el mismo sentido, podríamos preguntar si preferimos un acto porque lo elegimos o si lo elegimos por haberlo preferido. Habría que responder, a mi juicio, por paradójica que parezca la respuesta: si el acto es un acto libre, es preferible porque es elegido. Porque el fiat decide en su favor, será necesario que la razón se ponga a legalizarlo. Pero no debemos temer nada, porque siempre lo hace. Es un efecto de retrospección. Una vez corrida la aventura de la elección, se comenzará todo un trabajo tranquilizador de inversión, puesto que asentiremos a todo, aun al determinismo más desesperado antes que admitir la prioridad de un querer arbitrario, gratuito y absoluto, en el que la circularidad de una respuesta responde a la pregunta con la pregunta, en vez de responder mediante una explicación; el amante pretende amar a la amada porque es amable, y no porque ella es ella y porque él es él: porque esto sería tanto como confesar que ama sus razones, o que no tiene que rendir cuentas… El bergsonismo no es, en verdad, una filosofía de la indiferencia, quiero afirmar de inmediato. Sin embargo, he aquí lo que hay psicológicamente legítimo en la