que el impulso vital realizaría,142 así la voluntad anticipante no es nunca rebasada por motivos cuyo impulso recogería; o más bien, si estos motivos existen, son la voluntad entera reducida a la escala de un estado de conciencia. Pero nada es más irritante, enloquecedor, vertiginoso que la prioridad irracional de un querer. Para comenzar la acción, exigimos un principio que no sea ya la acción, a su vez, sino que sea una cosa por completo realizada. Esa intuición excepcional,143 que es la única que coincidiría con el surgimiento de nuestros actos, se vuelve entonces inútil. Antes que penetrar en el laboratorio oscuro de la libertad, preferimos indagar cómo se fabrica poco a poco la decisión con los prudentes propósitos de la deliberación.
Si nos atenemos, a toda costa, al vocabulario clásico, diremos: la libertad no está en la deliberación; por tanto, debe hallarse en alguna parte en el curso de la decisión que es su fin real, su efecto aparente. Para ser fieles al pensamiento bergsoniano, hay que distinguir de alguna manera dos ópticas de la volición. Primero: contemplada a través de la deliberación, se manifiesta como determinada, puesto que la deliberación es, en general, realmente posterior a la decisión; y esto prueba que hay una manera de poner en relieve la finalidad voluntaria que da la razón al determinismo. Cierto es que el litigante precede formalmente a la tesis que debe demostrar; pero entonces habrá que decir que, en un sentido, los efectos pueden ser anteriores a sus causas; incansablemente,144 la dialéctica bergsoniana se ha puesto a mostrar que, en este caso, que es el de la teleología, se trata todavía, psicológicamente, de causalidad, pero de una causalidad vergonzosa que, para el ojo, ha cobrado la forma de la finalidad: esto es lo que demostrará en todo el primer capítulo de la Évolution créatrice. Pascal había observado ya esta inversión y cambiado el sentido del “porqué”. Bergson, por su parte, distingue implícitamente dos tipos de causalidad que llamaremos causación-empujón y causación-atracción; en el caso del empujón, es decir, en la eficiencia de la clase común, los efectos suceden a su causa, que los produce –en la acepción propia del término– al empujarlos hacia adelante; tal es el impulso de un choque, de una causa eficiente o eferente. Pero toda la dialéctica bergsoniana consiste precisamente en mostrar que, en el fondo, el caso es el mismo por lo que respecta a la causalidad “final”, en la cual los que preceden son los efectos: puesto que, si la causa atrae hacia sí a los efectos, es porque en la duración vivida preexiste respecto de ellos; su posterioridad es una ficción que se torna posible porque nos colocamos fuera de esta duración, ante el acto consumado. Por tanto, si nuestros actos libres tuviesen en la finalidad esquemas justificativos que nos reconstituyen, habrá que decir que nuestra acción es completamente previsible. Cuando el abogado abre la boca en la audiencia, sabemos que, pase lo que pase, sostendrá la inocencia del acusado; y cuando el predicador sube al púlpito sabemos que demostrará la existencia de Dios y la felicidad prometida a los caritativos. La libertad no está allí. Segundo: Contemplado a medida que va madurando por una meditación verdaderamente contemporánea de su crecimiento, el acto libre aparece como un acto inspirado; inspirado145 (diremos a falta de un término más preciso) por el genio de mi persona, por ese foco central del que surten las acciones libres, por ese fuero íntimo, finalmente, al que podríamos llamar, con una palabra de Eckhart, la chispita. ¿Volvemos, de tal manera, a la idea de la causalidad-producción y, de nuevo, al determinismo? Pero es aquí, sobre todo, donde importa distinguir entre adivinación y anticipación: la iniciativa inspiradora, como es todo invención e improvisación, no equivale a una “tesis” despóticamente anterior al devenir de la acción. Las “tesis”, más que inspirar, desalientan; nos dan una visión tan clarividente y previsora146 del futuro que todas las posibilidades de renovación se encuentran de antemano agotadas. Pero los presentimientos son inspiradores: la intuición que les debemos es del mismo género que ese “esquema dinámico”, eferente, centrífugo, de donde procede el movimiento intelectivo; esta “entrevisión” tan contraria a toda previsión es una suerte de intención o de estado intencional muy plástico, que contiene en estado naciente y virtual lo que la elección motivada actualizará de preferencia. La vida, por tanto, se nos aparece como intermediaria147 entre la trascendencia de las causas “impulsivas” y la trascendencia de las causas finales; se halla, por así decirlo, sobre el camino que va de las unas a las otras; no en lo hecho por completo, sino en lo que se va haciendo; y es esta transitividad, este “participio presente” lo que representa el misterio y la ipseidad misma de la libertad.
2. He aquí, pues, localizado el libre arbitrio. La idea del esquema dinámico aplicado al acto libre –es decir, en nuestro lenguaje, la “intencionalidad” de la acción– nos indica ya por qué camino el filósofo encontrará la libertad. La intención de decidirse es por entero “deseo de acción”, ὁρμή τις του πράτ-τειν, como decía Aristóteles de la voluntad. En ella, como en las anticipaciones del esfuerzo intelectivo, el acto futuro se halla ya por entero preformado, no morfológicamente, sino dinámicamente y, por así decirlo, funcionalmente. Por eso la reconstitución del acto, a partir de sus elementos, engendra tantas aporías insolubles; los elementos nunca son constitutivos de la acción, son expresivos; la experiencia nos revela los momentos de una historia, no los fragmentos de un sistema. En este sentido, pero solamente en este sentido, puede decirse del acto libre que es previsible. La predicción de un acto voluntario depende de un presentimiento análogo a aquellos que Bergson describía a propósito del “falso reconocimiento”:148 adivino que obraré de tal o cual manera y, sin embargo, no lo sé más que obrando; soy incapaz, entregado a mis vacilaciones, de anticipar su resultado; pero preveo que reconoceré este resultado como el único posible cuando me lance a la acción. No sé, pero adivino que voy a haber sabido. Me encuentro, en resumen, en la situación ambigua “de una persona que siente que conoce lo que sabe que ignora”. El sentimiento de la libertad no es otra cosa que este saber, más esta ignorancia.149 Sentimiento complicado y singular si los hay, pues lleva en sí la amenaza de una necesidad rigurosa. Esto es lo que expresa Renouvier cuando dice que la acción “automotiva” parece siempre determinada a posteriori y libre antes del hecho.150 La necesidad de los actos, como la finalidad de la evolución, siempre es retrospectiva. En el fondo, el determinismo de un Stuart Mill no dice más que esto: una vez tomada la decisión nos parece siempre la única posible y la única natural, porque hay siempre una manera de explicársela después del acto, reconstituyendo la deliberación que la ha preparado. Antes de obrar, estoy seguro de que mi elección me sorprenderá a mí mismo; y, sin embargo, bien sé que elegiré en función de lo que soy ahora; cuando coincido, cada vez más íntimamente, con mis deseos profundos, llego inclusive a leer la palabra del desenlace; pero, desgraciadamente, es sólo el desenlace el que me podría informar con toda seguridad. Por tanto, adquiero la certidumbre cuando ya es demasiado tarde, cuando el secreto del porvenir se ha convertido en la realidad del presente. Pero entonces el determinismo ya no es una predicción, sino una comprobación. Así pues, en todo momento, mi libertad se halla en peligro de muerte: no se activa más que negándose. “La facultad que teníamos de elegir no puede leerse en la elección que se ha hecho en virtud de ella.”151 El acto consumado se vuelve contra el acto por cumplir; y las complacientes reconstituciones afluyen de todas partes para demostrarnos nuestra servidumbre.
Así se explica, en particular, la ilusión de los eleatas.152 La dialéctica le prohíbe a Aquiles alcanzar a la tortuga; y, sin embargo, es un hecho que la alcanza, e inclusive que la rebasa. Los geómetras, dice Bergson en otra parte,153 explican la curva como la reunión de una infinitud de pequeñas líneas rectas, puesto que, en el límite, la curva se confunde en cada punto con su tangente; y, no obstante, es un hecho que las líneas curvas son bien curvas, y que el ojo más experimentado no lograría romper la continuidad de su flexión. Aquiles, que se burla de la dialéctica, no avanza, como ella, poniendo una junto a otra longitudes de espacio: corre y resuelve este vano problema. Tolstoi, al meditar sobre el desenvolvimiento histórico de la humanidad,154 se expresa de la siguiente manera: la continuidad del movimiento se nos ha vuelto ininteligible a causa de los movimientos intermitentes que distinguimos en su flujo; y nos pide que calculemos la diferencial de la historia, que “integremos” los libres arbitrios innumerables e infinitesimales que dan propulsión al devenir humano. La metafísica bergsoniana irá más allá del cálculo de las fluxiones y de la matemática infinitesimal, tal como esta última había rebasado la