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escoger aquel lugar como el idóneo para realizar el culto a los muertos. Eligieron aquella noche porque era luna llena, pero no contaron con la tormenta. Aunque había nubes en el cielo, el agua se movía serena por el cauce. Hasta que empezó a llover con fuerza y se levantó el viento. La corriente se hizo más intensa y desapareció la luna; súbitamente perdieron de vista la barca y ya no volvieron a verla. Cuando se dio cuenta de lo que había pasado, Silvano corrió hacia la casa para pedir ayuda.

      Por la tarde, aquel mismo día, unos pescadores encontraron el cuerpo de mi madre río abajo, detenido en una junquera. Los gritos de las mujeres llegaron hasta la orilla, donde nosotros continuábamos la búsqueda. Yo no lo vi, porque Tucio me llevó aparte, pero escuché a mi padre sollozar, lamentarse y maldecir, rabioso.

      Por un momento, sentí que aquello no era real, sino parte de una de las tragedias que se representaban en el teatro. Pero cuando se hizo la noche sentí un vacío profundo y una soledad infinita.

      Trasladaron el cuerpo de mi madre a Emerita y lo expusieron durante tres días en el atrio de la casa, junto a los manes de nuestros antepasados, con el rostro cubierto por una máscara de cera que quería recordar la mejor de sus sonrisas.

      El tercer día por la tarde, el cortejo fúnebre recorrió el puente, hasta la otra orilla, donde estaba la casa de mi abuelo Quirino y la sepultura de mi abuela, frente a la cual habían elevado la pira. Cuando encendieron el fuego, volví a experimentar una sensación de irrealidad al mirar en torno y ver reunidos a todos los familiares y amigos, pero busqué el rostro de mi madre y su ausencia me devolvió a la verdad.

      La urna fue a descansar al sepulcro de mi abuela, y así mi madre se unió a quien había añorado toda su vida. Pero como había sido una muerte trágica, mi padre decidió hacer sacrificios a Saturno y a Rea para que le abrieran la morada feliz. Las ceremonias fueron el día siguiente al entierro, en el templo dorado. Salia estuvo todo el tiempo a mi lado y, cuando la plegaria invocó al dios para que dulcificara el camino del alma, extendió el brazo por mis hombros y juntó su mejilla con la mía. ¡Qué dulce podía llegar a ser algunas veces!

      Terminadas las exequias, mi hermanastra siguió a mi lado a la salida del templo.

      —¿Quieres pasear por los huertos? —preguntó.

      Hice un gesto afirmativo y ambos nos encaminamos hacia el foro, para salir por la puerta secundaria que abre la ciudad a los huertos. El camino que bordea los muros estaba lleno de gente que retornaba a la ciudad. Los bandos de palomas buscaban sus palomares y los vencejos, sus nidos colgados del acueducto. Había frutas maduras en los árboles y calabazas amarillas abajo, en la vega. El sol se apagaba en el río con la premura con la que suele marcharse en las tardes del final del verano.

      7

      Ya no volví a vivir en Villa Camenas. Después de las honras fúnebres, cuando mi padre estimó pasado un tiempo prudente, decidió vestirme con la toga viril, pero la ceremonia quedó ensombrecida por los recientes sucesos. Escogió para el acontecimiento la fiesta de Baco, en las calendas de abril, como hiciera su padre cuando a él le llegó su momento. No hubo banquete. Todo transcurrió en íntimo ambiente familiar, por lo que los esperados regalos fueron escasos. Ofrecí mi sacrificio en el alto templo de Metellinum y no pude pasearme por el foro de Emerita para lucir mi flamante vestidura de hombre, como hubiera deseado cualquier joven de mi edad. De regreso a casa, aquella tarde, tan solo fui felicitado por algunos criados y pastores de las alquerías vecinas.

      Desde aquel mismo día la vida cambió para mí. A la mañana siguiente trasladaron mis cosas a Emerita y dejé definitivamente al pedagogo, que se quedó al cuidado de un discípulo, en el campo.

      Me instalé en la casa de vía Lautitia y, al principio, creí no ser del todo libre, pues mi padre me puso bajo el cuidado del auriga principal de su negocio circense, Lico, para que me sirviera de entrenador y vigilara mi proceder en la ciudad. Además, encargó a mi tío Hiberino que estuviera pendiente de mí y me orientara hacia el estudio de las leyes. Pero el auriga se convirtió pronto en un amigo y mi tío, incapaz de llevar control sobre sí mismo, ¿cómo iba a ejercerlo sobre la vida de los demás?

      Mi padre tenía otra casa pequeña, junto a las cuadras en las que guardaba sus carros y sus caballos, extramuros, en la zona del circo, donde estaban establecidos los negocios de esta índole. Allí había vivido Lico hasta que le ordenó que se trasladara a mi cargo, a la casa de la vía Lautitia. Él no solo era un auriga insuperable, cuidaba del negocio con la resolución del que goza de la absoluta confianza del amo. Era liberto: había sido manumitido por mi padre durante el transcurso de un banquete en el que celebraba las nueve victorias seguidas que consiguiera en los juegos de mayo. Entonces tenía veinte años y nadie podría adivinar ahora que ya había superado los treinta y cinco. Era menudo, ágil y bien proporcionado. Acostumbrado a los duros entrenamientos que requería su oficio, se retiraba durante largas temporadas en las que no frecuentaba la vida pública. Estas desapariciones le daban un aire de misterio que enriquecía su popularidad en el barrio de las tabernas y en los tugurios de moda.

      Mi tío Hiberino era abogado. Como otros reconocidos juristas de su tiempo, enredaba en los círculos de la política y asesoraba a los cargos municipales y provinciales, pero sin meterse de lleno en los asuntos del gobierno. Un retrato que tenía colgado en su despacho recordaba que un día fue un hombre delgado; en ese momento sus carnes escapaban por los laterales de la litera que lo trasladaba de un sitio a otro de Emerita. Como mi padre, había sido elevado con Septimio Severo, tras apoyar al partido del nuevo emperador y trabajar hábilmente en la organización de la nueva administración provincial. Aunque la crisis acuciaba, debió de ganar mucho, porque mucho gastaba. Tenía el orgullo propio de los hombres que se han hecho a sí mismos. Mantenía una mano apretada para los que le debían dinero y la otra abierta para derrocharlo en gastos desorbitados y fiestas para su propio lucimiento.

      Como el que se agencia una soberbia estatua del más famoso de los escultores o una ínsula en el barrio de moda, Hiberino se había procurado la más hermosa y extravagante de las mujeres. Supongo que al principio lo hacía para matar de envidia a los potentados de la ciudad, pero después se enamoró perdidamente y casi todo lo que hacía era para impresionar a su tercera mujer, Eolia.

      Conocí a mi nueva tía recién llegado a Emerita, cuando fui a presentarme a la casa de mi tío para someterme a sus consejos, según había ordenado mi padre. Había escuchado muchas veces que era una mujer espectacular, pero cuando la vi creí que estaba delante de una diosa. Me la había imaginado con la afectación y los abalorios propios de las mujeres adultas, por lo que me desconcertaron su cuello delicado y sus finos hombros de muchacha. Pero eran sus ojos, verdes intensos, sus dientes blancos y sus labios finos los que daban equilibrio a aquel rostro tan alegre y tan digno a la vez.

      Un criado me acomodó en el atrio y me detuve a contemplar las pinturas que adornaban las paredes, escenas pastoriles, jardines, falsas columnas y elementos arquitectónicos hábilmente representados en perspectiva y montañas salpicadas de blancos templos, cuando sentí su voz detrás de mí.

      —¡El pequeño de Trásulo! ¡Por la Magna Mater!

      Me volví y me encontré de frente con aquella mujer tan bella, a la que veía por primera vez, pero que me trataba como a un familiar.

      Todavía no había aprendido a ocultar la sorpresa y me ruborizaba a la primera o quedaba en silencio, buscando palabras oportunas, pues no estaba acostumbrado al trato con gente de la ciudad. Mi tío advirtió mi timidez y se apresuró a ponerme aún más en evidencia.

      —Vamos, no te quedes ahí parado como un muchacho del campo. Eolia, tu tía.

      —Pobrecillo —dijo ella—, debe de estar apenado por la muerte de su madre. En realidad, fue hace tan poco tiempo… Ya nos ocuparemos Hiberino y yo de que te distraigas. Emerita es ideal para un joven de tu edad.

      Aquella mañana me divertí muchísimo porque mis tíos eran muy ocurrentes. Durante un buen rato conseguí olvidar la sombra de los sucesos pasados.

      Eolia estuvo todo el tiempo pendiente de agradarme con halagos y cumplidos.

      —Veo