Jesús Sánchez Adalid

La luz del Oriente


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el sueño me vencía y me rendía plácidamente en sus brazos.

      Cuando el sol estaba ya alto, despertábamos y se retiraban los cortinajes: atravesábamos los puentes de piedra que sostienen la calzada sobre el río y veíamos los barcos de los pescadores sobre el agua.

      Forzando el paso, el viaje hasta Emerita podía hacerse en una jornada, pero mi padre prefería hacer noche por el camino y llegar a la mañana del día siguiente. Para los niños aquel era el mayor aliciente del camino.

      La calzada sigue paralela al río mientras recorre las vegas arenosas. Más adelante asciende por los cerros y llega frente al lago de Cornalvo, al que circunda para ir serpenteando hasta los muros de la ciudad. Hasta llegar al lago, el trayecto es agreste, entre encinares y alcornocales poblados de jaras. El agua sorprende, como un gran espejo de plata entre el verde parduzco. Cuando las primeras carretas llegaban junto a la orilla, se levantaba una estruendosa multitud de aves acuáticas y los gansos corrían sobre el agua, extendiendo las alas y lanzando el cuello hacia delante.

      Los carros bordeaban la orilla hasta llegar junto a la presa, construida con grandes sillares de piedra. Allí nos deteníamos para pasar la noche en nuestros propios vehículos, porque las posadas cercanas a Emerita eran lugares poco recomendables. Cuando amarraban los bueyes, saltábamos a tierra y corríamos hasta el agua para zambullirnos y nadar placenteramente.

      Por la mañana, poco después de dejar atrás el lago, se divisaba por primera vez la ciudad desde unos altos cercanos: los fuertes muros de piedra, los puentes sobre el río, los templos emergiendo entre los barrios laberínticos, el foro majestuoso y los acueductos volando sobre los huertos ordenados. Después de tantos meses en el campo, el conjunto de la urbe resultaba impresionante.

      La entrada natural a nuestro barrio estaba en la puerta de Norba, por lo que había que bordear la muralla exterior casi hasta el río. Los carros no podían penetrar por la abertura, de manera que se quedaban en la explanada y los bultos se transportaban a lomos de las bestias hasta la entrada de la casa. Aquellos muros elevados y aquel laberinto de calles abarrotadas de gente producían vértigo a la mente de un niño.

      Nuestra casa estaba en la vía Lautitia, en el lado de la muralla que daba al río, no lejos de la puerta de Norba. En la parte trasera había un jardín, rodeado de emparrados, con una piscina en el centro, mandada construir por mi abuelo, que fue muy aficionado a los baños. El agua la subía una noria desde el río, cuya orilla estaba a pocos metros de la muralla, a la que daban la parte posterior de los patios. Desde la terraza se veían los puentes y las soberbias villas que hay al otro lado del río, los blancos templos marmóreos que salpicaban los prados, los caminos sagrados y las tumbas de las familias notables.

      Si se miraba hacia el interior de la muralla, sobrecogían los magnos edificios públicos y las cornisas rematadas por acroteras aladas, sobresaliendo entre la infinidad de tejados y terrazas. Al fondo, fuera ya de los muros, estaba el monte de Marte, con sus construcciones rosadas, bañadas por la luz de la tarde y, detrás, la espesura de los bosques de alcornoques.

      Las estancias estaban edificadas alrededor de un patio cuadrado, a cuyo interior se abrían puertas, ventanas y escaleras; pero, a diferencia de otras, que en la calle mostraban un muro ciego y macizo, tenían ventanas al exterior y una hermosa balaustrada que protegía la terraza superior. Toda la casa delataba el gusto nórdico de mi abuelo materno, que era oriundo de Tarraco y había vivido su juventud frente a los límites de la Galia. En las paredes del atrio estaban dispuestos ordenadamente los medallones polícromos con el rostro de sus antepasados, algunos descascarillados ya, con sus nombres escritos en tablillas al pie de cada uno. Mi padre amenazaba a menudo con retirar aquellas figuras que lo hacían sentirse en una casa extraña, pero un cierto temor a la memoria de los muertos le impidió siempre dar cumplimiento a su propósito.

      3

      Yo nací el mismo año en que murió asesinado el emperador Heliogábalo. Mi padre supo la noticia de la muerte de aquel descentrado pocos días después de mi llegada al mundo; supuso que había sido un feliz presagio y decidió ponerme de nombre «Félix». Por aquel entonces, reinaba el descontento entre la gente como mi padre, acostumbrada al orden de los tiempos de Septimio Severo. Las locuras de su sobrino oriental desconcertaban a los militares. Severo Alejandro trajo de nuevo la estabilidad y los caballeros se sintieron más cómodos.

      Mientras fui menor de nueve años tuve que vivir la suerte de los niños, al cuidado de las mujeres y privado de la libertad que gozan los mayores. Pero, acabado el período de la infancia, pasé a manos del pedagogo que ya se había ocupado de mis seis hermanos mayores. Hasta entonces, yo los veía aprender lleno de envidia. Creo que por eso saqué tanto provecho a las enseñanzas del viejo Jano.

      Jano era un liberto oriundo del Ponto, contratado por mi padre cuando el mayor de sus hijos llegó a la edad en la que se precisa aprender. Era ya muy maduro cuando llegó a Villa Camenas y había servido en el oficio de educar desde sus tiempos de esclavo. Su aspecto era poco agradable y sus gestos afectados. Mi padre sabía que disfrutaba contemplando a los muchachos. Cuando lo presentó en casa, le dijo:

      —Mira cuanto te plazca, pero el día que toques a uno de mis hijos, yo mismo te cortaré las manos.

      Como mis hermanos estaban presentes, pudieron manejarlo a sus anchas y sacaron poco provecho de su atemorizado maestro. Muchas veces vi a mi hermano mayor burlarse de él y someterlo a todo tipo de crueldades. Por eso, Jano se fue haciendo indiferente y se acostumbró a poner el mínimo empeño en su tarea.

      Pero mi padre no quería prescindir de él, por ser inigualable a la hora de recitar sátiras y leer comedias. Era la mayor diversión que tenía el grupo de amigos en las temporadas en las que no había espectáculos públicos. Se reunían en el atrio o en los jardines y escuchaban a Jano, cuyo repertorio nunca se agotaba. En efecto, era capaz de transformarse en hetaira, en tabernero o en senador en el tiempo que se tarda en soltar un estornudo.

      Cuando me llegó la hora de recibir sus enseñanzas, Jano estaba ya mermado de fuerzas: seco, escéptico y meditabundo. Se apreciaba que el trabajo se le hacía cuesta arriba.

      Pero la desgana del maestro no provenía de la falta de conocimientos. Jano estaba lleno de sabiduría y dominaba ampliamente las materias. Comencé por leer en voz alta y aprendí recitaciones. Solía enfadarse cuando repetía mecánicamente y sin convencimiento las frases. Él quería que adoptara aires de galanura y ademanes teatrales, lo cual me hacía esforzarme e identificarme con el texto. Luego, fui tocándolo todo sin profundizar en nada. Mientras estudiaba las obras que Jano elegía, iba conociendo las leyendas poéticas; la música que me acercaba a la métrica de las odas y los coros de la tragedia; y con ellas las matemáticas, necesarias también para la astronomía; la geografía, siguiendo las peripecias de Ulises en su regreso; y la historia, para saber de los hechos de los grandes y las vicisitudes del Imperio. Cuando la gramática me llevó a la Epístola de Horacio, los Fastos de Ovidio, la Farsalia de Lucano y la Tebaida de Estacio, tenía dieciséis años y conocía ya a los griegos, porque Jano había cambiado. Con mi interés se había enamorado de nuevo de la docencia. Él miraba siempre hacia atrás. Cuando narraba los hechos de Alejandro Magno, me hacía navegar por el océano Índico o entrar en Babilonia, lo veíamos resplandeciente sobre su caballo, Bucéfalo, o como un dios delante de los sacerdotes del templo del fuego sagrado. En El banquete de Platón se extasiaba ponderando la fuerza y el poder de Eros para elevar el espíritu y llevar a los hombres a hacer cosas grandes y hermosas. Manejaba a la perfección las tres clases de elocuencia que distinguía Aristóteles: la que puede mover la decisión, la que es capaz de justificar y la que elogia y relata los hechos con belleza. Siempre me pregunté el porqué de la permanencia de Jano en su humilde condición. En este momento me doy cuenta de que, aunque su saber era vasto, su concepción de la vida era simple y sin pretensiones. Además, era un hombre falto del espíritu que mueve la voluntad, medroso y necesitado, capaz de mendigar el mínimo gesto de amor. Cuando lo ganaba la melancolía se sumía en sus cavilaciones y se hacía hosco y desconfiado.

      4

      Mi padre era devoto