Simon Winchester

Los perfeccionistas


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seguían con paciencia las fases de la Luna y las mostraban en lo alto de la carátula en miles de vestíbulos.

      Otras veces traía a casa piezas más elaboradas, aunque no tan mágicas como los bloques de calibración con sus caras maquinadas ultraplanas. Las traía básicamente para despertar mi interés y las exhibía en la mesa del comedor, para aflicción de mi madre, pues invariablemente estaban envueltas en un papel de estraza encerado y aceitoso que dejaba una mancha en el mantel. ¿Podrías ponerla encima de un periódico?, clamaba mi madre, casi siempre inútilmente, pues ya la pieza estaba desenvuelta, brillando bajo las luces del comedor, con sus ruedas listas para girar, sus manivelas listas para ser accionadas, su óptica (pues a menudo había una o dos lentes o un espejito montados en el dispositivo) lista para mostrar su funcionamiento.

      A mi padre le fascinaban y reverenciaba los autos bien hechos, muy especialmente los de la armadora Rolls-Royce. Eran días, hace muchos años, en los que la altanería de estas máquinas representaba no tanto la alcurnia de sus dueños como la destreza de sus hacedores. A mi padre lo habían invitado una vez a visitar la línea de montaje en Crewe y había pasado un rato conversando con el equipo que hacía los cigüeñales. Lo que más lo había impresionado es que aquellos cigüeñales, que pesaban varias decenas de libras, eran terminados a mano y estaban tan bien balanceados que una vez puestos a girar en un banco de pruebas, no parecía que fueran a detenerse nunca, pues cada uno de los lados no pesaba un ápice más que el otro. Si no existiese el fenómeno de la fricción, decía mi padre, el cigüeñal de un Phantom V, una vez puesto a girar, podría seguir haciéndolo a perpetuidad. Como resultado de aquella conversación, me retó a diseñar mi propia máquina de movimiento perpetuo, sueño al que dediqué –dados mis muy vagos conocimientos de las dos primeras leyes de la termodinámica y, por ende, de la imposibilidad de hacerlo– muchas horas de mi tiempo libre y varios cientos de cuartillas.

      Aunque ha transcurrido más de medio siglo de aquellos días felices de mi niñez pasados entre máquinas, el recuerdo aún me llama. Pero nunca tanto como una tarde de primavera en 2011, cuando recibí, inesperadamente, un correo electrónico de un perfecto desconocido que vivía en la ciudad de Clearwater, en Florida. El asunto decía simplemente “Sugerencia” y en el primer párrafo (de tres) me preguntaba, sin rodeos ni reticencias: “¿Por qué no escribe un libro sobre la historia de la precisión?”.

      No siempre ha sido así. La precisión tuvo un comienzo. La precisión tiene una fecha de nacimiento establecida e incontrovertible. La precisión es algo que se desarrolló con el tiempo, aumentó, cambió, evolucionó y tiene un futuro para algunos muy obvio y, extrañamente, para otros más bien incierto. La existencia de la precisión, en otras palabras, goza de una trayectoria narrativa, aunque esta quizá resulte más parecida a una parábola que a una excursión recta hacia el infinito. Comoquiera que se haya desarrollado la precisión, empero, tiene una historia; tiene, como dicen en el mundo de las películas, una continuidad.

      Así, decía el señor Povey, es como él entendía la teoría del asunto. Pero tenía además una razón personal para sugerir esa idea, y para ilustrarla me contó la historia siguiente, que refiero sumariamente, en una mezcla de concisión y precisión.

      Povey sénior, el padre de mi corresponsal, fue un soldado británico, un personaje más bien excéntrico por donde se lo vea que, entre otras cosas, se declaró hindú para escapar de la exigencia, de aplicación general, de asistir a la misa dominical anglicana. Sin interés por pelear en las trincheras, se alistó en el Royal Army Ordnance Corps (RAOC), el cuerpo del ejército que tiene bajo su responsabilidad proveer de armamento, munición y vehículos acorazados a los soldados que los necesitan en el campo de batalla (las funciones del RAOC se han ampliado desde entonces y ahora incluyen las menos glamurosas de servicio de lavandería, baños portátiles y fotografía oficial).

      Durante el entrenamiento, Povey aprendió los rudimentos de cómo desarmar bombas y otros asuntos de carácter técnico, y se destacó en los aspectos ingenieriles del oficio. Por su desempeño, en 1940 fue destinado a la Embajada británica en Washington DC (en secreto y vestido de civil, pues Estados Unidos aún no estaba en guerra). Su misión principal era establecer contacto con los fabricantes de municiones para adecuar los cartuchos a las especificaciones de las armas fabricadas en Inglaterra.

      En 1942 recibió un encargo especial: averiguar por qué solo algunos proyectiles antitanque se encasquillaban al ser disparados con armas británicas. De inmediato tomó un tren para las fábricas en Detroit y pasó semanas midiendo arduamente lotes de munición para descubrir con desazón que cada cartucho encajaba perfectamente en el arma para la que estaba hecho y cumplía con las especificaciones con precisión absoluta. El problema, reportó a sus superiores en Londres, no se hallaba en la planta. Recibió entonces instrucciones de Londres de acompañar a los cartuchos todo el camino hasta donde los comandantes sufrían las frustrantes fallas, que resultaron ser los campos de batalla del desierto norafricano.

      El señor Povey, con la enorme maleta de cuero del equipo de medición a rastras, partió rumbo a la costa atlántica. Viajó primero a bordo de varios trenes de municiones, atravesando lentamente las sierras y ríos del este de Estados Unidos hasta llegar a Filadelfia, donde iba a embarcarse el armamento. Cada día que pasaba, medía los proyectiles y encontraba que los casquillos conservaban perfectamente su diseño en su integridad y encajaban tan bien en la recámara del fusil tanto en cada vía donde aguardaban los vagones como al salir de la línea de montaje. Después abordó el buque de carga.

      El viaje resultó una auténtica serie de pruebas: el navío se averió, fue dejado atrás por el convoy y la escolta de destructores, quedó angustiosamente expuesto a un ataque de los submarinos alemanes y fue alcanzado en mitad del océano por una tormenta que dejó a toda la tripulación horriblemente mareada. Pero, al cabo, fue este conjunto de exigentes circunstancias lo que permitió al señor Povey resolver finalmente el acertijo.

      Descubrió así que el fuerte bamboleo del barco había dañado algunos de los proyectiles, que estaban apilados en cajas al fondo de las bodegas del barco. Mientras el barco se mecía y cabeceaba en medio de la tormenta, las cajas situadas en las orillas de las pilas (y solamente esas) golpeaban contra el casco. Si golpeaban repetidas veces y estaban colocadas de manera que era la punta de los proyectiles lo que impactaba contra los costados del barco, toda la punta de metal –la bala, dicho en términos más simples–, era empujada hacia atrás, así fuera por una minúscula fracción de pulgada, dentro del casquillo de latón. Esta colisión, repetida muchas veces, provocaba una distorsión en el casquillo, así como que la orilla se abultara muy ligeramente, una magnitud casi invisible que solo los más sensibles micrómetros y calibradores de la colección de instrumentos del señor Povey podían medir.

      Los cartuchos que habían padecido este traqueteo –que terminaban distribuidos al azar, pues una vez atracado el barco y después de que los alijadores hubieran desembarcado las cajas y la munición fuera separada en lotes más pequeños y remitida a los regimientos, nadie podía saber qué lugar había correspondido a cada cartucho– no encajaban por ello en la recámara de las armas en el frente de batalla y, como consecuencia, se producía una profusión (enteramente aleatoria) de atascos.

      Fue un diagnóstico elegante con un remedio simple: bastaba con que la fábrica en Detroit