Simon Winchester

Los perfeccionistas


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tan curva una superficie?, ¿qué tan dura?, ¿qué tan ceñido es el ajuste? Fueron los antiguos egipcios los primeros en definir estos términos con el cúbito, el largo del antebrazo del faraón, que se reconoce como el abuelo venerable de todas las medidas. A partir de ahí, otras civilizaciones recurrieron a otros atributos humanos: el largo del pulgar o del pie, la distancia medida por cien pasos o durante una jornada, como base para escalas de medición, donde la pulgada o la libra o el grave o el catty eran unidades fijas, mientras que en otros casos, como la unidad china de distancia, el li, por ejemplo, eran variables dependiendo de si el camino por recorrer era llano o cuesta arriba. Luego llegaron los franceses con su système métrique, deliciosamente pulcro y basado en los múltiplos de diez y poco más tarde el actual Sistema Internacional de Unidades, mejor conocido como SI, tenazmente elaborado y acordado internacionalmente (adoptado por todas las naciones con excepción de Birmania, Liberia y Estados Unidos), que define las siete unidades fundamentales de longitud, masa, tiempo, corriente eléctrica, temperatura, cantidad de materia e intensidad lumínica, mejor conocidas como metro, kilogramo, segundo, amperio, grado Kelvin, mol y candela. Para no hacer tropezar el ritmo narrativo de esta historia, he dejado para un apéndice final un recorrido más detallado de los multitudinarios misterios de la medición.

      5 Desde su primera definición formal, en 1916, como “márgenes de error permisibles” en la calidad de la manufactura. Un informe inglés de 1868 sobre acuñación internacional de moneda anticipó este uso cuando apuntó que en lo tocante a monedas de oro “el margen de error en la acuñación […] llamado remedio o tolerancia […] es de 15 granos para el fino, más o menos 1/16 de quilate”.

      6 Las hormas de precisión creadas en una máquina inventada por un tal Thomas Blanchard, en Springfield, Massachusetts, en 1817, son también parte de la historia de la precisión en Estados Unidos, como explicaré en el capítulo iii.

      i

      (tolerancia: 0,1)

      estrellas, segundos, cilindros y vapor

      aristóteles (384-322 a. c.),

      ética nicomáquea

      El hombre a quien por consenso de la fraternidad ingenieril se considera el padre de la auténtica precisión fue un caballero inglés que vivió en el siglo xviii, de nombre John Wilkinson, cuya fama pública era la de ser un loco entrañable, especialmente debido a su pasión, rayana en la obsesión, por el hierro metálico. Construyó un barco de hierro, su escritorio de trabajo era de hierro, levantó un púlpito de hierro, quiso ser enterrado en un ataúd de hierro que guardaba en su taller (y dentro del cual gustaba esconderse y aparecer de pronto para diversión de sus visitantes femeninas más codiciables) y su recuerdo se preserva en un pilar de hierro que él mismo mandó erigir antes de su tránsito postrero en un pueblo remoto del sur de Lancashire.

      Sin embargo, puede también argüirse que el ampliamente conocido Iron-Mad Wilkinson tuvo predecesores que pueden competir con él en su reivindicación de la paternidad de la precisión. Uno de ellos fue un infortunado relojero de Yorkshire, llamado John Harrison, que unas décadas antes se afanó en crear mecanismos para llevar casi a la perfección la cuenta del tiempo; el otro, y esto sorprenderá a quienes suponen que la precisión es de creación más o menos moderna, fue un artífice de nombre desconocido que ejerció en la antigua Grecia, unos dos mil años antes que Harrison, y cuyo pináculo en la hechura de precisión fue descubierto en el fondo del Mediterráneo a comienzos del siglo pasado por unos pescadores de esponjas.

      Un grupo de pescadores griegos que buceaba en las tibias aguas al sur del Peloponeso, cerca de la isla de Anticitera, halló una serie de esponjas, como solía pasarles, pero también algo más: las cuadernas y mástiles dispersos de un barco hundido, muy probablemente un buque de carga de la época romana. Entre la pedacería de madera se toparon con el sueño de todo buzo, un cuantioso tesoro de maravillosos objetos de arte y ornato entre los cuales se hallaba algo de aspecto misterioso: un bloque de bronce y madera, corroído y calcificado, del tamaño de un listín telefónico, en el que nadie reparó al principio; a punto estuvo de ser descartado como algo de escasa importancia arqueológica.

      Ignorado durante dos años en el fondo de un cajón en Atenas, donde sin embargo había ido secándose pacientemente, aquel objeto amorfo se deshizo. Se partió en tres pedazos para revelar, ante el asombro general, un revoltijo compuesto por más de treinta engranajes, ingeniosamente endentados. El diámetro de uno de aquellos engranajes era casi tan largo como el objeto entero y había otros no mayores de un centímetro. Todos tenían dientes triangulares cortados a mano, los más pequeños tan pocos como 15 y el mayor la cantidad entonces inexplicable de 223. Todos los engranajes parecían haber sido cortados de una misma placa de bronce.

      El asombro que produjo este descubrimiento entre los científicos pronto se transformó en incredulidad, en escepticismo, en una suerte de temerosa perplejidad. Simplemente era inconcebible que aun los ingenieros helenos más sofisticados hubiesen sido capaces de fabricar un objeto así. De manera que esta máquina amenazante –suponiendo que en efecto se tratase de una máquina– fue encerrada bajo llave, confinada y resguardada como si fuese un patógeno letal. Se lo bautizó como “el mecanismo de Anticitera”, por la isla a mitad de camino entre Creta y los zarcillos meridionales de Grecia continental cerca de cuyas costas fue hallado. Luego, calladamente y como quien no quiere la cosa, fue casi borrado de los registros de la historia arqueológica griega, mucho más a sus anchas entre el surtido habitual de vasijas y joyas, ánforas y monedas, estatuas de mármol o del más reluciente bronce. Se publicaron cuatro o cinco opúsculos o cuadernillos, según los cuales se trataba de una suerte de astrolabio o planetario, pero fuera de eso el hallazgo fue acogido con una indiferencia casi universal.

      No sería hasta 1951 cuando Derek Price, un joven estudiante inglés interesado en la historia y la función social de la ciencia, obtuvo un permiso para examinar más de cerca el mecanismo de Anticitera. Durante las dos décadas siguientes, expuso la reliquia despedazada, de la que encontró más de ochenta piezas y partes adicionales, además de los tres grandes fragmentos originales, a ventiscas de rayos X y brisas de radiación gamma, explorando los secretos que permanecieron dos mil años escondidos. Finalmente, Price estableció que el artefacto era mucho más complejo e importante que un simple astrolabio. Se trataba más bien del corazón, que alguna vez había latido, de un misterioso ordenador de insólita complejidad mecánica, que evidentemente había sido fabricado en el siglo ii a. C. y era la obra de un genio colosal.

      El estudio de Price de los años cincuenta se vio limitado por la tecnología entonces disponible para realmente asomarse dentro del artefacto. Veinte años después, la cosa cambió con la invención de la imagen por resonancia magnética, o IRM, que condujo en 2006 –más de un siglo después de que los pescadores de esponjas lo encontraran– a la publicación en la revista Nature de un estudio más profundo y pormenorizado.

      Un pequeño pero devoto grupo de este compacto instrumento extraordinario ha fabricado recientemente con entusiasmo modelos para replicar el mecanismo, de madera y latón y en un caso