Simon Winchester

Los perfeccionistas


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la manufactura de cañones, y no solamente por el hecho de que ambos hombres utilizaran como componentes pesados trozos de hierro. Puede hallarse otro eslabón entre el armero Wilkinson y Watt, de un lado, y el relojero John Harrison, del otro, si recordamos que los relojes de Harrison fueron puestos a prueba al principio a bordo de buques de guerra de la Armada Real, que iban erizados de cañones. Eran los maestros herreros ingleses quienes fabricaban aquellos cañones, entre los cuales era prominente, y también resultaría el más ingenioso, John Wilkinson. Así que nuestra historia propiamente comienza aquí, con la fabricación del tipo de armamento pesado que requería la Marina británica a mediados del siglo xviii, una época en la que los marinos y soldados de aquella nación tenían muchísimo que hacer.7

      John Wilkinson nació en pleno comercio del hierro. Isaac, su padre, originalmente un pastor de la Región de los Lagos, en Inglaterra, descubrió de manera fortuita la presencia tanto de mineral de hierro como de carbón mineral en sus pastizales y se convirtió en maestro fundidor, un negocio muy de la época. El término describe al dueño de una batería de hornos de fundición, que usaba para fundir y forjar hierro a partir de arrabio. Los hornos se alimentaban con carbón vegetal (lo que arrasó grandes extensiones de bosques en Inglaterra) o con carbón parcialmente quemado y transmutado en coque (una alternativa más responsable con el medio ambiente). El propio John, de quien se decía que había venido al mundo en medio de incomodidades, dando saltos encima de un carretón pues su madre iba de camino a una feria del condado, pronto se vio fascinado por el blanco incandescente y el metal fundido, y por el proceso de extraer simples piedras del subsuelo y crear cosas útiles con solo calentarlas violentamente y golpearlas con un martillo. Aprendió el oficio en distintos lugares del centro de Inglaterra y las Marcas Galesas, donde su padre se estableció. Para comienzos de 1760, casado con una mujer rica y dueño de una fundición considerable en la villa de Bersham, en la frontera entre Gales e Inglaterra, era ya tan diestro que comenzó de inmediato a producir, de acuerdo con el primer libro de asientos contables de la compañía, “rodillos de presión, rodillos para molinos de grano y de azúcar, tuberías, casquillos, granadas y armas”. Fue el ítem al final de esta lista el que daría a la pequeña villa de Bersham, junto con el hombre que se convirtió en su residente más próspero y su más importante empleador, su distinción como un lugar único en la historia del mundo.

      Asentado en la vega del río Clywedog, Bersham tuvo un papel indiscutible, si bien algo olvidado, tanto en los fundamentos de la Revolución Industrial como en la historia de la precisión. Fue allí, el 27 de enero de 1774, donde John Wilkinson, cuya fundición de hornos alimentados con carbón producía semanalmente la nada despreciable cantidad de veinte toneladas de hierro de buena calidad, inventó una técnica para la manufactura de armas. La técnica tuvo un efecto inmediato de cascada, mucho más profundo de lo que Wilkinson hubiese imaginado nunca y de mayor importancia a largo plazo –yo estaría dispuesto a argumentarlo– que el mucho más famoso legado de su amigo y rival, Abraham Darby III, quien levantó el gran puente de hierro de Coalbrookdale, que permanece incólume, atrae a millones de turistas aún hoy día y para los británicos actuales es el símbolo más poderoso y reconocible de la Revolución Industrial.

      Wilkinson registró una patente, la 1.063 –estamos aún en los comienzos de la historia de las patentes en Gran Bretaña, que se expidieron por primera vez en 1617– con el título “A New Method of Casting and Boring Iron Guns or Cannon” [Nuevo método para fundir y horadar armas de hierro o cañones]. Para los estándares de hoy, su “nuevo método” parece casi pedestre, una mejora más que obvia en la fabricación de cañones, pero en 1774, cuando la artillería naval en toda Europa pasaba por un momento de rápido avance científico, tanto en la técnica como en el equipamiento disponible, las ideas de Wilkinson parecieron caídas del cielo.

      Antes de Wilkinson, los cañones navales –muy especialmente el cañón largo de 32 libras, un armamento estándar en los navíos de línea de primera clase de la Armada Real, de los que a menudo se ordenaba fabricar un centenar cuando un nuevo buque iba a ser botado– se fundían huecos, con el ánima, a través de la cual se cargaba la pólvora y el proyectil para luego disparar el cañón, preformada mientras el hierro se enfriaba en un molde. Después se montaba el cañón en un soporte y se introducía una herramienta de corte afilada, colocada en la punta de una pértiga, para eliminar cualquier rebaba en la superficie interior del tubo.

      El problema con esta técnica es que la herramienta de corte seguía naturalmente el interior del tubo, que para empezar podía no haber sido fundido perfectamente recto. Este procedimiento de terminado y pulido causaba excentricidades en el tubo y el adelgazamiento en las partes de la pared interior del cañón donde la herramienta de corte se desviaba del eje del tubo. Y esos adelgazamientos eran peligrosos: implicaban explosiones, tubos reventados, cañones destruidos y lesiones a los marineros que tripulaban las probadamente peligrosas cubiertas de artillería. La mala calidad de las piezas de artillería de principios del siglo xviii provocaba fallas en tal cantidad que causaron alarma entre los amos de los mares en el cuartel general del Almirantazgo en Londres.

      Fue entonces cuando apareció John Wilkinson con su novedosa idea. Decidió que no fundiría cañones huecos, sino sólidos. Con ello, para empezar, se aseguraba la integridad de la pieza de hierro –por ejemplo, había menos partes susceptibles de enfriarse antes de tiempo, como ocurría si se había insertado una pieza para formar el ánima del tubo–. Con el debido cuidado, de los hornos de Bersham podía salir un cilindro macizo de hierro, aun cuando fuera muy pesado, sin las burbujas de aire y las secciones esponjosas (“problemas de panal” se las llamaba) que eran comunes en los cañones de fundición hueca.

      Pero el verdadero secreto yacía en la horadación del ánima del cañón. Los dos extremos de la operación, la parte que taladraba y la que iba a ser horadada tenían que mantenerse rígidos e inmóviles. Esto es una verdad establecida, tan cierta hoy como lo era en el siglo xviii: para cortar o pulir un objeto con medidas de entera precisión, tanto este como la herramienta tienen que estar tan sujetos y fijos como sea posible para asegurar su inmovilidad. Además, en el caso particular de las horadaciones de los cañones, no podía haber margen para que el barreno deambulara durante la perforación. De lo contrario, el riesgo era una explosión catastrófica.

      En la primera instalación del proceso patentado por Wilkinson, el cilindro sólido del cañón se ponía a girar (se rodeaba de una cadena y esta se conectaba a una rueda hidráulica) y un barreno muy afilado para perforar el hierro, fijo en el extremo de una base rígida, se hincaba directamente en la cara de la pieza cilíndrica mientras esta giraba. Esto creaba un agujero, recto y preciso, a medida que la herramienta se iba adentrando en la pieza de hierro. “Con un barreno rígido y un soporte seguro –escribió un biógrafo reciente de Wilkinson, tomándose una licencia poética– tenía que lograrse la exactitud”. En versiones posteriores era el cañón lo que permanecía fijo y el barreno conectado a la rueda hidráulica lo que giraba. En teoría, si el fuste del barreno giratorio era rígido, si estaba soportado en los extremos para mantener su rigidez y, si al adentrarse en el agujero que estaba perforando, la cara del cilindro no se torcía ni giraba ni trastabillaba ni se pandeaba, podía conseguirse un agujero de gran exactitud.

      Fue esto efectivamente lo que se obtuvo. Un cañón tras otro rodaba de la máquina, cada cual con las medidas exactas solicitadas por la armada, cada uno, una vez desmontado de la máquina, idéntico al anterior, cada uno con la certeza de ser igual al que enseguida iba a montarse en la máquina. El nuevo sistema funcionó de manera impecable desde el principio, lo que animó a Wilkinson a solicitar su famosa patente que, desde luego, le fue concedida.

      En lugar de una versión taladrada excéntricamente en el ánima previamente fundida de un cañón, de antemano mechado de imperfecciones y puntos débiles y que, si llegaba a dispararse, escupía por el aire la bala o la bala encadenada o la granada en trayectorias impredecibles, la Armada Real recibía ahora, procedentes de Bersham, carretadas de cañones de mucha mayor vida útil y que disparaban metralla o balas de fragmentación o bombas que impactaban exactamente en el blanco. El crédito de todas estas mejoras correspondía a los empeños de John Wilkinson, maestro fundidor. Aunque ya era un hombre acaudalado, Wilkinson prosperó mucho, su reputación aumentó y se vio inundado de pedidos. Pronto su fundición daba abasto para producir la octava parte de todo