Simon Winchester

Los perfeccionistas


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al rango de invención transformadora del mundo y, consecuentemente, plantó a Bersham en el escenario mundial, vendría al año siguiente, en 1775, cuando empezó a emprender negocios importantes con James Watt. Sería ese el año del casamiento de su técnica de fabricación de cañones –esta vez, empero, sin la precaución de una buscar una nueva patente– con el invento que Watt estaba a punto de alumbrar, un invento que pondría al servicio de la Revolución Industrial y de todo lo que vendría después: la fuerza motriz del vapor inteligentemente domesticado.

      El principio de la máquina de vapor es conocido y se basa en el simple hecho físico de que cuando se calienta agua hasta su punto de ebullición esta se convierte en gas. Pero como el gas llena un volumen 1.700 veces mayor al ocupado originalmente por el agua, puede extraérsele trabajo. Muchos experimentaron con esta posibilidad. Thomas Newcomen, un ferretero de Cornualles, fue el primero en concebir un producto a partir de ese principio: a través de un tubo con una válvula, conectó una caldera y un cilindro con un pistón, y el pistón a una biela unida a un balancín. Cada vez que el vapor de la caldera entraba en el cilindro, empujaba el pistón hacia arriba, la biela se inclinaba y cualquier dispositivo conectado a la biela podía efectuar cierta cantidad de trabajo (muy pequeña).

      Pero Newcomen pronto se dio cuenta de que podía incrementar esa cantidad de trabajo inyectando agua fría dentro del cilindro, para provocar la condensación del vapor que lo llenaba y volverlo a la fracción 1/1.700 de su volumen; en esencia, crear un vacío que permitía a la presión atmosférica empujar el pistón hacia abajo. Este fuerte impulso hacia abajo podía alzar el extremo opuesto del balancín y efectuar en ese curso un trabajo real. El balancín, por poner un ejemplo, podía extraer el agua que inundaba el tiro de una mina de estaño.

      Así nació una máquina de vapor muy rudimentaria, casi inútil para cualquier otra aplicación como no fuera bombear agua. Pero como resulta que al comienzo del siglo xviii Inglaterra estaba inundada de minas someras, que a su vez estaban inundadas de agua, el mecanismo ganó aceptación rápidamente por su utilidad para la comunidad de mineros del carbón mineral. La máquina de Newcomen y sus imitaciones siguieron fabricándose por más de setenta años y su popularidad comenzó a menguar hacia mediados de la década de los sesenta del siglo xviii. Por esas fechas, James Watt, que trabajaba a mil kilómetros de Cornualles fabricando y reparando instrumentos científicos en la Universidad de Glasgow, estudió concienzudamente un modelo de la máquina de Newcomen y decidió, en una sucesión de epifanías del genio más puro, que podía mejorarse sustancialmente. Podía hacerse más eficiente, según pensó. Hasta podía hacerse extremadamente poderosa.

      Y fue John Wilkinson quien ayudó a que así fuera –después, claro está, de los arrebatos geniales de Watt–. Es bastante simple resumir dichos arrebatos. Watt pasó semanas encerrado en sus aposentos estudiando intrigado un modelo de la máquina de Newcomen, famosa por inoperante e ineficiente, por derrochar todo el calor y la energía que se le suministraba. Se dice que mientras probaba pacientemente variantes para mejorar el invento de Newcomen, Watt observó fatigado que “la naturaleza tiene un punto débil, solo nos falta encontrarlo”.

      Terminó por hallarlo, según cuenta la leyenda, un domingo de 1765, durante un paseo para reponer energías por un parque del centro de Glasgow. Cayó en la cuenta de que la principal ineficiencia de la máquina que había estado estudiando era que el agua fría que se inyectaba al cilindro para lograr la condensación del vapor y producir un vacío también enfriaba al cilindro mismo. Pero para mantener la máquina funcionando eficientemente era preciso mantener todo el tiempo el cilindro lo más caliente posible. ¿Y si la inyección del agua fría para condensar el vapor tenía lugar no en el cilindro, sino en un recipiente por separado, manteniendo el vacío en el cilindro? Así, el cilindro conservaría el calor y admitiría de inmediato un nuevo flujo de vapor. Más aún: para hacer el proceso todavía más eficiente, el vapor nuevo podría ingresar al pistón por la cabeza, en lugar de hacerlo por la parte inferior, asegurándose de colocar alguna suerte de empaque alrededor del émbolo del pistón que impidiera fugas de vapor.

      Estas dos mejoras (añadir un condensador de vapor por separado y modificar los conductos del vapor para que este fuese inyectado en la parte superior del cilindro en lugar de por la parte de abajo) –tan sencillas que desde nuestra perspectiva actual parecen obvias, aun cuando para James Watt no lo fuesen en modo alguno–, transformaron la llamada máquina de fuego de Newcomen en una auténtica y funcional máquina propulsada por vapor. Instantáneamente se convirtió en un ingenio que podía producir cantidades casi ilimitadas de fuerza motriz.

Diagrama, Dibujo de ingeniería Descripción generada automáticamente

      Sección transversal de una máquina de vapor de Boulton y Watt de finales del siglo xviii. El cilindro principal (C) fue seguramente horadado por Wilkinson. El pistón (P) encaja ceñidamente en el interior, con holgura del canto de un chelín inglés, una décima de pulgada

      Al comienzo de lo que resultaría ser una década entera de construir prototipos y ponerlos a prueba, exhibirlos en funcionamiento y buscar fondos (época durante la cual se mudó del sur de Escocia a los alrededores en vías de rápida industrialización de las regiones centrales de Inglaterra), Watt solicitó una patente que le fue rápidamente otorgada: la número 913 de enero de 1769. Tenía un título engañosamente inocuo: “A New Invented Method of Lessening the Consumption of Steam and Fuel in Fire-Engines” [Método de nueva invención para reducir el consumo de vapor y combustible en las máquinas de fuego]. La discreta redacción falsifica la importancia del invento: una vez perfeccionado, se convertiría en la principal fuente de potencia en casi todas las fábricas, fundiciones y sistemas de transporte, en Gran Bretaña y el resto del mundo, durante todo el siglo siguiente y algunos años más.

      Lo más especialmente notable, además, es que se fraguaba una convergencia histórica. Vecino y activo en el centro del país, y pronto dueño él mismo de una patente (la ya mencionada patente número 1.063 de enero de 1774, separada de la de James Watt por exactamente 150 patentes y cinco años), había otro inventor, ni más ni menos que el maestro fundidor John Wilkinson.

      Para entonces, la afable locura de Wilkinson empezaba a manifestarse en medio de la comunidad del negocio del hierro: todos se enteraron de que había construido un púlpito de hierro desde el que peroraba sus sermones, un barco de hierro que había echado a navegar en varios ríos, un escritorio de hierro y un ataúd de hierro dentro del cual se escondía de vez en cuando para dar sustos con su travesura. Muchas mujeres gustaban de visitarlo, a pesar de ser un hombre poco atractivo, con el rostro enteramente picado de viruelas. Tenía un apetito sexual vigoroso. A los setenta y ocho años engendró un hijo con una sirvienta, ímpetu del que estaba extraordinariamente orgulloso. Durante una época, mantuvo un serrallo con tres mujeres del servicio, cada cual ignorante de las otras dos.

      Pero Wilkinson podía prescindir de tales distracciones y lo hizo. Para el año 1775, él y Watt, dueños de temperamentos muy diferentes, habían hecho amistad, si bien dicha amistad se cimentaba más en los negocios que en el afecto. No pasó mucho tiempo antes de que sus dos inventos fuesen combinados para su mutuo beneficio comercial. El “New Method of Casting and Boring Iron Guns or Cannon” de Wilkinson contrajo matrimonio con el “New Invented Method of Lessening the Consumption of Steam and Fuel in Fire-Engines” de Watt. Un matrimonio que resultaría a la postre tan conveniente como necesario.

      James Watt, escocés afamado por su talante pesimista, su trato pedante, su escrúpulo en sus afectos y sus convicciones calvinistas, vivía obsesionado por lograr que sus máquinas fuesen lo más correctas posible. Mientras fabricaba, reparaba y mejoraba instrumentos científicos en su taller de Glasgow, se volvió poco menos que esclavo de su pasión por la exactitud, casi al mismo grado que John Harrison en su taller de relojero en Lincolnshire. Watt estaba bastante familiarizado con las máquinas para dividir, las terrajas, los tornos y otros instrumentos con los que los ingenieros se ayudaban en sus primeros pasos tentativos hacia la perfección de las máquinas. Estaba acostumbrado a usar instrumentos de fabricación cuidadosa y mantenimiento diligente, que cumplían la función para la que habían sido hechos. Le parecía entonces mortalmente ofensivo que las cosas no funcionaran, que las ineficiencias se multiplicaran y