Simon Winchester

Los perfeccionistas


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de los sucesos relatados, el 4 de julio de 1776, un mundo político completamente nuevo iba a constituirse. Nacía un nuevo país, Estados Unidos, cuyas implicaciones en la historia nadie imaginaba entonces.

      Poco tiempo después, el principal representante en Europa de la nueva nación, Thomas Jefferson, oyó hablar de aquellos milagrosos adelantos mecánicos y empezó a pensar cómo su lejana patria podría beneficiarse de esos cambios que a sus ojos tenían las mayores posibilidades.

      Quizá, declaró Jefferson, esos adelantos podrían formar la base de nuevos intercambios comerciales convenientes para su joven país. Quizá, replicaron los ingenieros, podemos mejorar lo que hemos logrado hasta ahora, y recurriendo a su arcano lenguaje de cifras tradujeron su ambición: quizá podamos fabricar y maquinar y manufacturar en Estados Unidos piezas de metal con una tolerancia mucho mayor que el 0,1 de John Wilkinson. Quizá podamos ser lo suficientemente duchos como para alcanzar un 0,01 o quizá algo mejor, un 0,001. ¿Quién podría adivinarlo? El futuro de la nueva nación, pensaron aquellos ingenieros visionarios, podría ser el futuro de las nuevas máquinas.

      Los ingenieros –en Inglaterra principalmente, pero también, y de manera muy significativa por lo que toca a la siguiente parte de esta historia, en Francia– obtendrían resultados que superarían sus más ambiciosos cálculos. El genio de la exactitud había sido liberado de la lámpara. La auténtica precisión había saltado las trancas y echado a correr a toda velocidad.

      1 N. del T.: Traducción de Julio Pallí Bonet, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1985.

      2 Tanto los astrónomos de la Grecia clásica como más tarde los helenos conocían cinco planetas: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Sus nombres griegos eran diferentes: Hermes, Afrodita, Ares, Zeus y Cronos, respectivamente. La palabra planeta es de origen griego y significa ‘errabundo’. Para sus jóvenes ojos, aquellos cuerpos celestes erraban por el firmamento a diferencia de las estrellas que estaban fijas detrás.

      3 Una vez que se pierde de vista la costa, la tripulación de un barco no tiene forma de conocer con precisión su posición exacta. Determinar la latitud –así se llama a la distancia al norte o al sur del ecuador medida en grados– es sencillo: basta con medir la altura del sol sobre el horizonte al mediodía o (en el hemisferio norte) la de la estrella polar por la noche. Pero determinar la longitud, es decir la distancia recorrida hacia el este o el oeste desde el puerto de partida, es mucho más difícil. Los meridianos que señalan la longitud establecen la diferencia de horas entre dos lugares. Como la Tierra da un giro de 360º cada veinticuatro horas, la distancia entre dos meridianos horarios es de 15º de longitud; pero la diferencia horaria, y con ella la longitud, solo puede calcularse si a bordo del barco, en mitad del mar, se sabe qué hora es en el puerto de partida (porque la hora local en el barco es comparativamente fácil de determinar a partir de la posición del sol o de las estrellas). Y para cualquier cronómetro (a bordo de un navío meciéndose violentamente cuando hay tormenta, cruzando regiones ferozmente calurosas o intensamente frías y sin permitir que el mecanismo se detenga nunca) mantener ese registro exacto del tiempo era, para los navegantes del siglo xviii, poco menos que imposible.

      4 En Oxford circula la leyenda de que este violín, conocido como Le Messie [El Mesías], permaneció virgen, sin que nadie lo tocara, hasta que un día apareció un estadounidense suriano que insistió en que se le permitiera tocarlo y se echó a llorar desconsoladamente cuando le fue negado. El custodio finalmente se apiadó y encerró al hombre junto con el violín durante quince minutos. Para delicia de los presentes, por debajo de la puerta se alcanzó a escuchar una música de una belleza celestial, como nunca la había oído ninguno.

      5 Rupert Gould, el hombre que restauró los relojes de Harrison (y les asignó sus apelativos) fue todo un personaje. Un exoficial de la Marina Real de casi dos metros de estatura, fumador de pipa, simpático locutor de programas para niños, erudito en temas esotéricos, árbitro en alguna ocasión de la cancha central de Wimbledon y experto en el monstruo del lago Ness, fue también famoso por sus violentas borracheras, salvajes accesos de locura y curiosas aficiones sexuales, un comportamiento que le acarreó, en 1927, una espectacular demanda de divorcio que mantuvo al país en suspenso. Escribió e ilustró en 1923 un libro clásico sobre los relojes marinos (que aún se puede conseguir) y poco después se dio maña para convencer al Real Observatorio de excarcelar los relojes de Harrison, que se deterioraban en un sótano casi olvidado. Él consiguió poner en marcha el H1 165 años después de haberse detenido. El trabajo de restauración consumió diez años de su vida, que fue recogida en una serie de televisión en el 2000, Longitude, protagonizada por Jeremy Irons.

      6 Con una escala fuera de ruta para reponer la mermada provisión de cerveza de la tripulación.

      7 A lo largo de la vida de Wilkinson, la recién creada Gran Bretaña se mantuvo de un humor belicoso, enfrascándose en conflictos como la guerra del Asiento con España, la guerra por la sucesión austriaca contra Francia, la guerra de los Siete Años contra Francia y España juntas, la revolución de independencia de las colonias americanas, la cuarta guerra anglo-neerlandesa y, después de que Irlanda se uniera a Escocia e Inglaterra para formar Reino Unido, las guerras napoleónicas. Los cañones de Wilkinson entraron en acción en casi todas las batallas importantes.

      ii

      (tolerancia: 0,00001)

      extremadamente plano e increíblemente próximo

      La maquinaria con la que hoy contamos debe la suavidad de su movimiento y la seguridad de su acción a la exactitud y precisión de nuestras máquinas-herramienta.

      sir william fairbairn, bt, informe de la asociación británica para el avance de la ciencia (1862)

      En la acera norte de la avenida Piccadilly, en Londres, frente a Green Park, flanqueado por la sede del provecto e impasible Cavalry Club, hacia el oeste, y por un restaurante de ceviches estilo peruano probablemente más efímero del otro lado, se encuentra el número 124, hoy un edificio elegante aunque más bien anónimo que cobija oficinas para ocupantes discretos y apartamentos amueblados para la gente pudiente.

      Desde 1784, cuando esta parte en el extremo occidental de la gran avenida estaba aún abierta a la colonización, en esa dirección se encontraba el hogar y el taller de un fabricante de muebles, motores y cerraduras de nombre Joseph Bramah. Los días que hacía buen tiempo, unos seis años después de iniciado el negocio, cuando Bramah y Cía. era una empresita familiar, pequeños grupos de transeúntes curiosos se detenían en la acera para asomarse a la vidriera frontal, intrigados por un misterio tan difícil que pasarían más de sesenta años antes de que pudiera desentrañarse.

      En la ventana había un único objeto a la vista, encima de un cojín de terciopelo, como si se tratara de una imagen religiosa. Era un candado de forma oval, no muy grande, y por fuera parecía de hechura simple y elegante. En el frente, escrito con letra pequeña, legible solo para quien acercara el rostro casi hasta tocar el cristal, decía: “El artista que fabrique un instrumento que consiga violar o abrir esta cerradura recibirá doscientas guineas en el momento en que lo presente”.

      El diseñador de esta jactanciosa cerradura era el dueño de la empresa, Joseph Bramah. Su fabricante, sin embargo, no había sido él, sino un aprendiz de herrero llamado Henry Maudslay, que entonces tenía diecinueve años, y a quien Bramah había contratado el año anterior atraído por su reputación como poseedor de una habilidad formidable para los trabajos mecánicos delicados.