Simon Winchester

Los perfeccionistas


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y fueron ellos quienes, por su cuenta, escribieron las normas que regirían ese mundo de precisión que empezaba a surgir como consecuencia (o al menos secuela) de los logros alcanzados por John Wilkinson en Bersham con su máquina para horadar cilindros. Algunos de los inventos de estos dos hombres se han desvanecido en la historia; otros, sin embargo, sobrevivieron como los cimientos sobre los que muchos de los más sofisticados resultados de la ingeniería serían más tarde construidos.

      Aunque Maudslay es hoy el personaje mejor conocido y su aportación es apreciada por la mayoría de los ingenieros, en su época Bramah fue quizá el más creativo de los dos. Su primer invento lo soñó mientras yacía en cama tras una caída y se caracteriza por su falta de romanticismo: para una población londinense muy necesitada de mejoras en la salud pública, construyó excusados y patentó sus ideas para un sistema de tapón con un flotador, válvulas y tubos que a un tiempo permitían que el dispositivo se enjuagara solo (ya podía hablarse de tirar de la cadena) y evitaba que durante el invierno llegara congelarse, junto con las desagradables consecuencias que ello traía consigo. Su creación le significó una pequeña fortuna, pues en los primeros veinte años de fabricarlos vendió seis mil, y cien años más tarde, en el jubileo de la reina Victoria, un excusado de la marca Bramah seguía siendo la adquisición más importante para el baño de un hogar de clase media.

      Las cerraduras eran en aquella época una obsesión para los británicos. Los cambios sociales y legislativos que barrían el país a fines del siglo xviii estaban teniendo el indeseable efecto de dividir a la sociedad con no poca brutalidad: mientras que la aristocracia terrateniente se había puesto a resguardo desde hacía siglos en las grandes mansiones rodeadas de parques, muros y zanjas, y con personal de planta para mantener a raya a los maleantes, los acaudalados beneficiarios del nuevo clima de negocios eran mucho más accesibles para los infaltables pobres. Ellos y sus posesiones estaban generalmente a la vista y, además, especialmente en las incontenibles ciudades, muy a mano. Por lo general vivían en casas y en calles al alcance del oído y de las pedradas de los vastos ejércitos de menesterosos. La envidia andaba suelta. Los robos eran frecuentes. Podía olerse el miedo. Había que atrancar puertas y ventanas. Se necesitaban cerraduras, y de las buenas. Una como la del señor Marshall, que un hombre habilidoso podía violar en quince minutos y uno hambriento y desesperado quizá en diez, no servía para nada. Joseph Bramah decidió que él diseñaría y fabricaría una mejor.

      Lo consiguió en 1784, menos de un año después de haber abierto la cerradura de Marshall. Su patente hacía prácticamente imposible para un ladrón provisto de una llave virgen cubierta de cera –la herramienta preferida por los criminales– averiguar la posición de los distintos pistones y pestillos dentro de una cerradura; adivinar lo que había detrás del ojo, dentro del mecanismo. En el diseño de Bramah, que patentó en el mes de agosto, los pistones dentro de la cerradura ascendían o descendían al insertar y girar la llave para liberar el pestillo, pero una vez echada la llave, los pistones volvían a su posición original. Este mecanismo hacía la cerradura casi a prueba de ladrones, pues por más que hurgaran con una llave virgen encerada no podrían averiguar cuál era la posición correcta de los pistones (que ya no estaban allí) para soltar el pestillo.

      Una vez que a Bramah se le ocurrió esta premisa mecánica básica, solo le faltó, haciendo gala de genio y elegancia, dar a la cerradura entera forma cilíndrica, de manera que los pistones no ascendían o descendían por la gravedad, sino que se movían a lo largo del radio del cilindro bajo la acción de los distintos dientes de la llave y luego volvían a su posición original con ayuda de resortes, uno para cada pistón. La cerradura completa revestía la forma de un pequeño cilindro de bronce que encajaba fácilmente en una cavidad en forma de tubo, dentro de una puerta o una caja fuerte, quedando el extremo del pestillo en el plano del borde exterior de la puerta (cuando la cerradura estaba abierta) o alojado en la contra de bronce dentro del marco de la puerta (cuando estaba cerrada).

      Pero en realidad fueron sus cerraduras las que le valieron formalmente a Bramah la entrada al idioma inglés. Es verdad que aún pueden hallarse menciones a la pluma Bramah o la cerradura Bramah –tanto el duque de Wellington como sir Walter Scott y Bernard Shaw escribieron sobre ellas con admiración–. Pero cuando la palabra se emplea sola –como lo hizo Dickens en innumerables ocasiones en Los papeles póstumos del Club Pickwick y en sus artículos– es un recordatorio de que, al menos para la ciudadanía victoriana, su nombre era un epónimo: la gente usaba una Bramah para abrir una Bramah, protegía su casa con una Bramah, entregaba una Bramah al amigo de confianza para que él o ella pudiera entrar a casa a cualquier hora, por lo que pudiera ofrecerse. No fue sino hasta que el señor Chubb y el señor Yale entraron en escena (quienes, según el Oxford English Dictionary, aparecieron por primera vez en el idioma en 1833 y 1869, respectivamente) cuando el monopolio léxico del señor Bramah topó con un obstáculo.

      Lo que hacía tan buena a la cerradura Bramah era el altamente complejo diseño de su interior, desde luego, pero lo que la hacía tan duraderamente buena era la precisión de su manufactura. Y eso fue menos mérito de su inventor que del hombre –un chico, en realidad– a quien Bramah contrató para fabricarlas bien, rápido y a bajo coste. Henry Maudslay, que tenía dieciocho años cuando Bramah lo fichó como aprendiz, crecería para convertirse en uno de los personajes más influyentes en los albores de la ingeniería de precisión y su influencia aún se deja sentir hoy día tanto en su Gran Bretaña nativa como en el resto del mundo.

      El muy joven Maudslay, “un muchacho alto y apuesto” por las fechas en que Bramah lo contrató, hizo sus pinitos en el Arsenal Real de Woolwich, al este de Londres. Empezó a los doce años como “chico de la pólvora” –la Armada Real empleaba niños, ágiles de pies, para acarrear pólvora desde la santabárbara hasta la cubierta de cañones de los barcos–, luego lo asignaron al taller