Simon Winchester

Los perfeccionistas


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hacían más que alimentar troncos en la tolva de la cortadora y, más tarde, acarrear los cuadernales terminados y apilarlos en los almacenes; o bien cogían sus aceiteras y un montón de estopa y se dedicaban a engrasar, lubricar, limpiar y echar un ojo avizor al maelstrom escandaloso y trepidante de leviatanes verdinegros con ribetes de bronce, que no dejaban de hacerles burla mientras se revolvían, giraban, eructaban, se mecían y alzaban, hendían, aserraban y taladraban; una inmensa orquesta de máquinas apretujadas en el gigantesco y flamante edificio.

      Las consecuencias sociales fueron inmediatas. En el haber del libro mayor, las máquinas eran precisas, su trabajo era exacto. Los lores del Almirantazgo se declararon satisfechos. Brunel recibió un cheque por el monto ahorrado durante un año: 17.093 libras esterlinas. Maudslay recibió 12.000 libras más el aplauso de la gente y de la fraternidad ingenieril, y ganó fama perenne como uno de los personajes más importantes en los albores de la ingeniería de precisión y uno de los principales impulsores de la Revolución Industrial. El programa de construcción naval de la Marina Real podía ahora progresar según lo previsto, y con los escuadrones, flotillas y flotas que pronto se comenzaron a pertrechar, los británicos se encargaron de poner punto final a las guerras con Francia, no sin obtener beneficios.

      Pero el libro mayor tiene dos columnas, y en el debe cien calificados artesanos habitantes de Portsmouth se quedaron sin trabajo. Podemos imaginar que conforme pasaban los días y las semanas tras recibir su última paga y las gracias, ellos y sus familias se preguntarían qué había ocurrido; cómo fue que en el momento en que la demanda de productos visiblemente aumentó, la necesidad de trabajadores que pudieran fabricarlos se contrajo hasta desaparecer. Para este puñado de hombres de Portsmouth y para quienes dependían de ellos para su seguridad y sustento –un total más bien insignificante como para dar lugar a una inquietud política seria–, la aparición de la precisión no fue una buena noticia. Parecía beneficiar a quienes detentaban el poder; para los demás, era una desconcertante preocupación.

      Henry Maudslay estaba lejos de abandonar su carrera como inventor. Una vez que sus 43 máquinas para hacer cuadernales trabajaban con su feliz soniquete en Portsmouth, cuando su contrato con la Marina se dio por concluido y se hubo asegurado su reputación (“el creador de la era industrial”), hizo todavía dos aportaciones más a la historia de la complejidad y la perfección. Una de ellas fue un concepto; la otra, un aparato. Ambas son esenciales, aun a esta distancia de dos siglos, muy especialmente el concepto.

      La necesidad para un ingeniero de contar con una superficie de referencia plana es muy parecida a la de un navegante de contar con un cronómetro preciso, como el de John Harrison, o la de un agrimensor de contar con un meridiano preciso, como el que se trazó en Ohio en 1786 para dar comienzo a la cartografía formal de Estados Unidos. Para el asunto, más prosaico, de fabricar una superficie perfectamente plana, componente crítico del mundo hecho a máquina, bastó un poco de ingenio y un golpe de intuición. Ambos concurrieron a finales del siglo xviii en el taller de Henry Maudslay.

      El proceso es la sencillez misma y la lógica que hay detrás, impecable. El Oxford English Dictionary la ilustra atinadamente con una cita del clásico de James Smith The Panorama of Science and Art [Panorama de la ciencia y el arte], publicado por primera vez en 1815: “Para tallar una superficie perfectamente plana es necesario tallar tres al mismo tiempo”. Aunque debe asumirse que este principio básico se conocía desde hacía siglos, la creencia general es que Henry Maudslay fue el primero en ponerlo en práctica, creando un estándar para la ingeniería que persiste hasta nuestros días.

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      Tres es el número clave. Pueden cogerse dos placas de acero, tallarlas y pulirlas hasta creer que se ha alcanzado el plano perfecto. Luego, untando cada una con una pasta coloreada se tallan una contra la otra y revisando dónde se ha perdido el color y dónde no, como lo hace el dentista, un ingeniero puede comparar cuál de las dos es más plana. Pero esta comparación no es siquiera útil; no garantiza que ambas serán perfectamente planas, pues los errores en una de las placas pueden compensarse con errores en la segunda. Digamos que una de ellas es ligeramente convexa, que en el centro se abomba cosa de un milímetro. Bien puede ocurrir que la otra placa sea cóncava en ese mismo lugar y ambas se empalmen sin resquicios, dando la impresión de que una es tan plana como la otra. Solo comparando estas dos placas con una tercera, y volviendo a tallar, bruñir y pulir para eliminar todas las protuberancias, puede alcanzarse el plano absoluto (con las propiedades casi mágicas que tenían los bloques de calibración de mi padre).

      Queda para el final la máquina de medir, el micrómetro. A Henry Maudslay, por lo general, también se le acredita haber fabricado el primero de estos instrumentos, sobre todo porque el suyo tenía el aspecto y la utilidad de un instrumento moderno. En honor a la verdad, es preciso decir que un astrónomo del siglo xvii, William Gascoigne, había construido un instrumento de apariencia muy diferente que hacía prácticamente lo mismo. Había insertado un calibrador en la mirilla de un telescopio. Con un tornillo de rosca fina, el usuario podía ajustar los extremos del calibrador para encerrar la imagen de un cuerpo celeste (la Luna, casi siempre) en el ocular. Un cálculo rápido, en el que intervenían el paso del tornillo en fracciones de pulgada, el número de giros necesarios para colocar el objeto entre las mordazas del calibrador y el largo focal de la lente del telescopio, permitían al observador calcular el “tamaño” de la Luna en segundos de arco.

      Un micrómetro de banco, por otro lado, debía medir la dimensión real de un objeto físico: exactamente lo que Maudslay y sus colegas tenían la necesidad de hacer una y otra vez. Necesitaban cerciorarse de que los componentes de las máquinas que estaban