Simon Winchester

Los perfeccionistas


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de Gascoigne de un siglo atrás, el mecanismo de medición del micrómetro de banco estaba basado en un tornillo largo y de hechura impecable. Recurría al principio básico para el funcionamiento de un torno, salvo porque en lugar de tener un carro con herramientas de corte u horadación montadas en él, lo que había eran dos bloques perfectamente planos, uno en lugar del cabezal y el otro en el de la contrapunta, y el espacio entre ellos se ensanchaba o estrechaba dando vueltas al husillo.

      El ancho de ese espacio, y el de cualquier objeto que se colocara entre los dos bloques planos, podía medirse con mayor precisión si el husillo mismo había sido fabricado de manera consistente en todo su largo, y con mayor exactitud si el husillo había sido roscado con esmero y podía acercar el bloque móvil hacia el bloque fijo pausadamente, desplazándose por los mínimos incrementos medibles.

      Maudslay puso a prueba su tornillo de bronce de cinco pies de largo en su nuevo micrómetro y lo encontró deficiente: en ciertos tramos tenía 50 roscas por pulgada; en otros, 51, y en los restantes 49. En conjunto, las variaciones se compensaban y, como husillo, era funcional, pero Maudslay era tan obsesivamente perfeccionista que lo rehízo decenas de veces hasta que se convenció de que era correcto y consistente en toda su interminable longitud.

      El micrómetro que realizó todas estas mediciones resultó ser tan exacto que alguien –el propio Maudslay, quizá, o alguno de su pequeño ejército de operarios– lo llamó “Lord Chancellor”. Pura burla decimonónica: nadie se atrevería a desafiar o a discutir con el más alto funcionario del Gobierno. Era una forma simpáticamente tajante para sugerir que Maudslay tenía la última palabra en cuestiones de precisión. Su invento podía medir cosas con una exactitud de una milésima de pulgada, y aún había quien decía que de una diezmilésima de pulgada: una tolerancia de 0,0001.

      Con el nuevo husillo, que presumía de tener consistentemente cien roscas por pulgada, podían realmente medirse cantidades que hasta entonces ni se habrían soñado. De hecho, si se hiciera caso del siempre entusiasta colega de Maudslay, el ingeniero-escritor James Nasmyth, cuya devoción por él llegó al punto de dedicarse a escribir una biografía suya acaso en exceso admirativa, el legendario micrómetro quizá podía medir con la exactitud de una millonésima de pulgada. Exageró un poco: un análisis menos partidario realizado muchos años después en el Science Museum de Londres no le concede más allá de la diezmilésima.

      Pero apenas estamos en 1805. Las cosas hechas y medidas serían cada vez más precisas, a un grado tal que Maudslay (cuya más grande invención fue quizá una abstracción: el ideal de precisión) y sus colegas no habrían podido imaginar. Pero hubo cierta reticencia. Una efímera hostilidad hacia las máquinas, que es al menos en parte lo que representó el movimiento ludita; un talante sospechoso, escéptico, que atoró brevemente a los ingenieros y a su clientela.

      Y también se hizo presente ese otro defecto humano tan conocido: la codicia. Fue esta la que a comienzos del siglo xix hizo estragos en los vacilantes primeros pasos de la precisión al otro lado del charco, adonde esta historia ahora se traslada: a Estados Unidos.

      1 Una suma que alcanzaría hoy para comprar un Mercedes pequeño.

      2 Entre quienes premiaron el talento del joven de Yorkshire estaba un cirujano de nombre John Sheldon, experto embalsamador, que presumía de haber sido el primer londinense en ascender en un globo aerostático y que viajó a Groenlandia para experimentar una nueva técnica para cazar ballenas con arpones de punta envenenada con curare.

      3 Cubría sus apuestas, sin embargo, porque inventó un dispositivo que podía cortar varios puntos de un solo cálamo de pluma de ganso. Si su flamante pluma con punto de metal y depósito exprimible de caucho no ganaba adeptos, podía siempre recurrir a una versión producida en serie del tradicional instrumento para escritura.

      4 Los dos, Bentham y Brunel, tuvieron parientes cercanos mucho más célebres. El hermano mayor de Samuel fue Jeremy Bentham, el destacado filósofo, jurista y reformador del sistema de prisiones cuyos restos completamente ataviados, su autoícono, permanecen sentados en una silla en el University College de Londres. El hijo de Brunel fue el inolvidablemente bautizado Isambard Kingdom Brunel, constructor de mucho de lo más espectacular que aún queda de la era victoriana en la Gran Bretaña de hoy y aún héroe popular, a la altura, para el entusiasta pueblo británico, de Nelson, Churchill y Newton.

      5 Un cuadernal tiene básicamente cuatro partes: la carcasa de madera, la polea de madera dura, un eje para sujetar la polea dentro de la carcasa y un buje (el coak mencionado en la patente) para minimizar el desgaste del eje. Las cuatro partes eran sometidas a una gran exigencia, naturalmente, cada vez que una cuerda era pasada por la polea para una de las múltiples operaciones para las que un marino requería de un cuadernal. Solamente construir la carcasa requería siete operaciones distintas: del tronco de un olmo se cortaban tablas de madera; estas se cortaban en rectángulos; en cada uno se perforaba un agujero para el eje; se cortaban muescas para permitir la inserción de las poleas; se cortaban las esquinas del cuadernal y las aristas se achaflanaban; a las caras de la carcasa se les daba forma curva y se lijaban; finalmente, se le hacían ranuras a las caras, por donde pasarían las cuerdas que sujetaban el conjunto. La confección de las poleas requería otras seis operaciones distintas; la de los ejes, cuatro, y dos más eran necesarias para el buje. Y después había que armar el cuadernal, volverlo a lijar y almacenarlo.

      6 Maudslay admiraba a Napoleón como al “héroe ideal” y coleccionaba cualquier pieza artística donde se lo representara. Según John Nasmyth, un colega ingeniero, él mismo muy destacado, Maudslay admiraba especialmente al emperador por la obra pública (caminos, canales, edificios monumentales, bancos, la bolsa francesa) que promovió.

      7 El hecho de que el primer ministro cuyo Gobierno promovió la ley, Spencer Perceval, fuera asesinado un par de meses después de que se aprobara fue una mera coincidencia. También lo fue que el rey Jorge III, en cuyo nombre fue promulgada, fuese declarado loco y temporalmente retirado del mando. Que las máquinas de precisión empezaran a conocerse por esas fechas, que a consecuencia de su adopción algunos obreros hayan perdido su trabajo y que simultáneamente hayan cundido los motines en el reino, hizo del comienzo del siglo xix una época inusualmente agitada, pero no puede culparse de esos disturbios a las nuevas tecnologías. El asesino del primer ministro, por ejemplo, le tenía ojeriza por una deuda contraída en Rusia; su crimen lo llevó a la horca y Perceval es el único primer ministro víctima de un asesinato.

      8 Este uso metafórico de la palabra vapor no aparecería en la lengua inglesa sino diez años más tarde, cuando Benjamin Disraeli, entonces un joven de veintitrés años, lo usó en su primera novela, Vivian Grey. Que fuera empleada en las creaciones literarias de la época es un recordatorio de su uso literal en la aún joven Revolución Industrial, de la que con justicia puede decirse que Disraeli fue beneficiario, aunque se dedicara a escribir para hacer dinero –que luego perdió lamentablemente al invertirlo en ferrocarriles en Sudamérica–.

      9 N. del T.: En el Diccionario de la Real Academia Española, plano, en su primera acepción, es “Llano, liso, sin relieves”.

      10 N. del T.: El lord chancellor es el funcionario permanente de mayor rango en Reino Unido.

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