Simon Winchester

Los perfeccionistas


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kilómetros cruzando el canal, y un sinnúmero de conflictos marítimos reclamaban la atención de la Marina británica en muchos otros lados. Lo que más preocupaba a los almirantes no era tanto construir suficientes barcos, sino el abasto de los vitales cuadernales sin los cuales los barcos, para decirlo sin rodeos, no podían hacerse a la mar. El Almirantazgo requería 130.000 cuadernales cada año, en tres tamaños principalmente, y hasta entonces la complejidad de su construcción implicaba su manufactura. Decenas de ebanistas en el sur de Inglaterra y sus alrededores se afanaban originalmente en esta tarea, pero era un sistema de abasto notoriamente precario.

      Su diseño era revolucionario en más de un sentido. Ponía a una misma máquina a realizar dos operaciones (una sierra circular, por ejemplo, podía también cortar las muescas). El excedente de movimiento de una máquina se transmitía a la vecina, estableciendo una suerte cadena. La necesaria coordinación de las máquinas una con otra obligaba a que el trabajo de cada una se ejecutara con la mayor precisión, puesto que una medida equivocada introducida en el sistema por una máquina mal ajustada producía un efecto parecido al de un virus en un ordenador hoy día: cada minuto que pasa se replica y amplifica hasta infectar todo el sistema y obligarlo a detenerse. Y para reiniciar un sistema de enormes máquinas de hierro propulsadas por vapor, balancines que agitan sus brazos, correas que zumban y volantes que giran estruendosamente hacía falta algo más que pulsar un botón y esperar medio minuto.

      Dada la complejidad del sistema que había vendido a la Marina, era imperativo para Brunel encontrar un ingeniero que quisiera y pudiera construir tal conjunto de máquinas inexistentes y asegurarse de que fuesen capaces de la fabricación repetida, con gran precisión, de decenas de miles de los cuadernales que la Armada necesitaba con premura.

      Aquí es donde entra en escena el escaparate de Henry Maudslay. Un viejo amigo de Brunel de cuando vivía en Francia, también inmigrante, un tal M. de Bacquancourt, acertó a pasar un día por delante del taller de Maudslay en Margaret Street y vio destacado en el escaparate el afamado tornillo de bronce de cinco pies de largo que Maudslay había fabricado en su propio torno. El francés entró al taller, estuvo charlando con algunos de los ochenta operarios y después con el jefe en persona, y salió de allí con la firme convicción de que si había un hombre en Inglaterra que pudiera hacer el trabajo que Brunel necesitaba, había dado con él.

      Así que Bacquancourt habló con Brunel y este pidió cita a Maudslay en Woolwich y fue a verlo. Como parte de la entrevista, Brunel procedió a mostrar al joven un plano de una de las máquinas que había diseñado, en el cual Maudslay –que tenía la capacidad para interpretar planos igual que los músicos leen partituras: con la facilidad que otros leen un libro– reconoció de inmediato que se trataba de un dispositivo para fabricar cuadernales. Construyeron modelos de las máquinas propuestas para mostrar al Almirantazgo cuál era la idea y Maudslay se puso manos a la obra, con un encargo formal del Gobierno.

      Terminar el proyecto le llevó seis años. La Marina construyó una enorme nave de ladrillo en sus muelles de Portsmouth para alojar la flotilla de máquinas que iban a instalarse allí. Una tras otra, primero procedentes de su taller de Margaret Street y más tarde, por las necesidades de crecimiento de la compañía, de unas instalaciones en Lambeth, al sur del río Támesis, las revolucionarias máquinas de Maudslay comenzaron a llegar.

      Serían en total 43, cada una de las cuales efectuaba alguna de las dieciséis operaciones distintas que transformaban un olmo derribado en un cuadernal listo para enviarse al almacén de la Marina. Cada máquina estaba hecha con piezas de hierro que la hacían sólida, resistente y capaz de ejecutar la operación asignada con el nivel de exactitud que exigía el contrato con la Marina. Había, pues, máquinas que aserraban madera, la prensaban y ranuraban, que hacían agujeros, estañaban ejes de hierro, pulían superficies, recortaban, acanalaban, cepillaban o lijaban hasta completar el cuadernal. Nació de pronto un nuevo léxico: aparecieron trinquetes y levas, flechas y cepillos, chaflanes y engranajes de tornillo, matrices y engranajes de corona, taladros coaxiales y máquinas bruñidoras.

      Todo ello ocurría dentro del Portsmoth Block Mills, como se nombró a aquella fábrica de cuadernales que en 1808 se puso estruendosamente en marcha. Cada una de las máquinas de Maudslay recibía la fuerza motriz a través de bandas de cuero que no cesaban de girar y restallar, enlazadas en el otro extremo con largos ejes de hierro montados en el techo, a los que a su vez ponía a girar una enorme máquina de vapor Boulton-Watt de 32 caballos de fuerza, que rugía y echaba humo y vapor, alojada fuera de la nave, en su propia y ruidosa madriguera de tres pisos de altura.

      La fábrica de cuadernales aún existe como testimonio de varias cosas; la principal es la impecable perfección de todas y cada una de las máquinas de hierro construidas a mano que se encuentran ahí dentro. Tan bien fueron hechas –son obras maestras, en ello coinciden la mayoría de los ingenieros actuales– que casi todas estaban en funcionamiento un siglo y medio después: la Armada Real fabricó los últimos cuadernales en 1965. Y el hecho de que muchas de las partes de la maquinaria (los ejes de hierro, por ejemplo) hubiesen sido fabricadas por Maudslay y sus operarios con exactamente las mismas dimensiones significaba que eran intercambiables, lo que tuvo implicaciones más generales para el futuro de la manufactura, como enseguida veremos, una vez que la importancia del concepto de intercambiabilidad fue reconocida por un futuro presidente de Estados Unidos.

      Pero el Portsmouth Block Mills debe su fama a una segunda razón, que tuvo profundas consecuencias sociales. Fue la primera fábrica del mundo en ser movida en su totalidad por la potencia de una máquina de vapor. Es verdad que anteriormente hubo máquinas movidas por la fuerza del agua, de modo que el concepto de mecanización en sí mismo no era del todo nuevo. Pero la escala y el poderío de lo que se montó en Portsmouth eran algo distinto y se alimentaba de una fuente de potencia que no dependía de la época del año, ni del clima, ni de ninguna veleidad externa. Siempre que hubiese carbón y agua, y un motor construido bajo especificaciones de la mayor precisión, la fábrica a la que se suministraba fuerza motriz podía operar.

      Las sierras y máquinas escopleadoras y taladros del futuro serían a partir de ahora movidos por motores. Estos motores (por lo pronto allí en Portsmouth y poco más tarde en miles de otras fábricas por todo el mundo fabricando otras cosas con otros medios) ya no tendrían que ser accionados, movidos o manipulados por el hombre. Los ebanistas, que en sus talleres habían hasta entonces cortado y ensamblado los cuadernales de la Marina, se habían convertido en las primeras víctimas de la fría indiferencia de la máquina. Donde una vez trabajaran más de cien diestros artesanos para satisfacer apenas el apetito insaciable de la Marina, ahora esta fábrica estruendosa podía hacerlo con facilidad, sin despeinarse. La fábrica de cuadernales de Portsmouth produciría los 130.000 cuadernales requeridos cada año, un cuadernal terminado cada minuto de cada jornada de trabajo, y sin embargo bastaba una tripulación de diez hombres para