Simon Winchester

Los perfeccionistas


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en Escocia.

      Sus primeros prototipos de gran escala eran leviatanes espectaculares: diez metros de altura, con un cilindro de vapor principal de más de un metro de diámetro y dos de largo, una caldera alimentada con carbón y aparte el condensador de vapor, todas piezas inmensas. Todas las partes móviles estaban conectadas por una retorcida telaraña de tubos de latón con válvulas y palancas bien aceitadas, con un regulador centrífugo de dos esferas para evitar el descontrol. Encima de todo había una pesada viga de madera que oscilaba con la regularidad de un metrónomo, haciendo girar un enorme volante de hierro que a su vez accionaba una bomba que escupía grandes chorros de agua o aire comprimido, o movía cualquier otra cosa quince veces por minuto. Una vez alcanzada la máxima potencia, la máquina producía un intenso barullo de ruido, calor, vibraciones y sacudidas que revolvía el estómago y hacía difícil creer que todo aquello fuese una mera consecuencia de calentar agua hasta su punto de ebullición.

      Y, sin embargo, por todas partes, permanentemente envolviendo su máquina en una opaca niebla gris húmeda y caliente, había enormes nubes de vapor. Era este manto de miasma abrasador lo que sacaba de sus casillas al escrupuloso y pedante James Watt. Probara lo que probara, hiciera lo que hiciera, el vapor parecía fugarse siempre, no sigilosamente, sino en chorros prodigiosos y, lo más descarado de todo, se fugaba del cilindro principal de la máquina.

      Trató de impedir la fuga con toda suerte de dispositivos, materiales y sustancias. La separación entre la superficie exterior del pistón y la pared interior del cilindro debería teóricamente ser mínima y más o menos la misma sin importar dónde se tomara la medida. Pero como los cilindros estaban hechos con placas de hierro forjadas a martillazos y luego selladas por los bordes, la separación en realidad variaba enormemente de un punto a otro. En algunas partes, el pistón y el cilindro se rozaban, provocando fricción y desgaste; en otras estaban separados hasta por media pulgada, así que cada vez que se inyectaba vapor ocurría una erupción en la hendidura. Watt intentó sellar esas hendiduras cerrándolas con pedazos de cuero embebidos en aceite de linaza, con una pasta hecha de harina y papel empapado, con cuñas de corcho, pedazos de hule, hasta con boñigas de caballo semisecas. Encontró algo parecido a una solución cuando decidió enredar una soga alrededor del pistón y, como esta podía comprimirse, ajustar por fuera lo que llamó un “anillo de estopa”.

      Fue entonces cuando, por mero accidente, John Wilkinson, de Bersham, pidió que le fabricaran una máquina para mover el fuelle de una de sus forjas de hierro. De inmediato advirtió y reconoció el problema de las fugas de vapor de Watt y de inmediato supo que tenía la solución: aplicaría su técnica para la horadación de cañones a la fabricación de los cilindros de las máquinas de vapor.

      Así que, sin tomar la precaución de tramitar una nueva patente para esta aplicación nueva en su metodología, se dio a la tarea de hacer con los cilindros de Watt exactamente lo mismo que había hecho con los cañones para la Marina. Puso a los obreros de Watt a acarrear un cilindro de hierro sólido los 120 kilómetros del trayecto hasta Bersham. Luego amarró el cilindro (en este caso el que formaría parte de la máquina que él, como cliente, había pedido, de dos metros de carrera por uno de diámetro) en una plataforma firmemente asentada y todavía lo aseguró con cadenas para tener la certeza de que no se movería ni una fracción de pulgada. Después fabricó una descomunal herramienta de corte del hierro más duro y tres pies de ancho (que en teoría habría producido un cilindro de 38 pulgadas de diámetro con pared de una pulgada de grueso) y la atornilló en el extremo de una barra rígida de hierro de dos metros y medio de longitud. Instaló la herramienta en un soporte que la sostenía por ambos extremos y lo montó todo en un pesado carro de hierro que podía proyectarse de manera gradual y sólida contra la enorme pieza de hierro.

      En cuanto todo estuvo listo para empezar a cortar, Wilkinson mojó con una manguera la superficie de contacto con una mezcla de agua y aceite vegetal para enfriar los metales en choque y apartar los restos del metal cortado, abrió la compuerta del caz para la rueda hidráulica que haría girar la barra y la herramienta de corte en el extremo y, despacio pero sin detenerse, milímetro a milímetro, fue acercando la herramienta hasta que las cuchillas empezaron a morder la cara del cilindro de hierro.

      Solo media hora después de empezados el calor al rojo vivo y el estrépito del frotamiento, el cilindro quedó cortado. Se extrajo la herramienta, caliente pero apenas mellada. La horadación de tres pies de diámetro lucía limpia y pulida, recta y alineada. Con ayuda de cadenas y de un polispasto, Wilkinson colocó el pesado cilindro (ahora mucho menos pesado) en posición vertical, apoyado en el extremo cerrado. El pistón, con un diámetro apenas un ápice menor que los tres pies y embadurnado con grasa lubricante, fue alzado con cautela sobre el borde del cilindro y luego dejado caer hasta el fondo.

      Me gusta imaginar que se oyó una ovación, porque el pistón se deslizó sin ruido alguno y ajustadamente dentro del cilindro y podía ser movido fácilmente de arriba abajo y sin fugas aparentes de aire, grasa u otra cosa. A Watt le llevó apenas unos días, una vez que las piezas desarmadas regresaron a su fábrica en Soho, montar el cilindro en el lugar preferente de lo que ahora sería el primer motor funcional de acción simple a escala real en el mundo: su motor. Él y sus ingenieros procedieron a añadir las partes suplementarias (tuberías, el segundo condensador, la caldera, el balancín, el regulador centrífugo, el depósito de agua, el volante), luego llenaron de carbón el ténder, lo cebaron, lo encendieron y, una vez que el agua alcanzó la temperatura para empezar a soltar vapor por la válvula de seguridad, abrieron la válvula principal.

      Con un potente rugido el pistón empezó a moverse de arriba abajo dentro del cilindro recién fabricado. El balancín empezó a oscilar subiendo y bajando, la biela en el extremo opuesto replicó el movimiento, el engranaje planetario en el volante comenzó a moverse y enseguida la enorme rueda, varias toneladas de hierro macizo cuya función era almacenar la fuerza motriz, dio su primer giro.

      A los pocos minutos, la pareja de esferas brillantes del regulador centrífugo giraba alegremente para mantener todo bajo control, la máquina rugía a plena potencia, se oían los golpes secos del pistón, los zumbidos y pujidos de la máquina, pero ahora todo a plena vista, porque por primera vez desde que Watt comenzara sus experimentos, el vapor no se fugaba por ningún lado. La máquina trabajaba a su máxima eficiencia: era veloz, poderosa y cumplía con su función. Watt no cabía en sí del gusto. Wilkinson había resuelto su problema y –hoy podemos afirmar lo que aquel par no pudo siquiera imaginar– ahora podía ponerse formalmente en marcha la Revolución Industrial.

      Así surgió, pues, el número, el número esencial, la cifra que está en el centro de esta historia, la que encabeza este capítulo e irá afinándose en su exactitud en los que restan a esta historia. La cifra es 0,1 –una décima de pulgada–, porque, como más tarde lo formularía James Watt, “el señor Wilkinson ha horadado varios cilindros para nosotros casi sin error, el de cincuenta pulgadas de diámetro no tiene error mayor al grueso de un viejo chelín en ningún lado”. El grueso de un viejo chelín era de una décima de pulgada. Esta era la tolerancia con la que John Wilkinson había taladrado su primer cilindro.

      Probablemente mejoró esa marca. En otra carta escrita bastante después –cuando ya Wilkinson habría horadado no menos de quinientos cilindros para las máquinas de Watt, que le quitaban de las manos las fábricas, los molinos y las minas, en el país y en el extranjero–, el escocés presumía de que Wilkinson había “mejorado el arte de horadar cilindros hasta el punto de que me puedo comprometer a que un cilindro de 72 pulgadas no se aleje de la exactitud absoluta por más del grueso de una vieja moneda de seis peniques, en el peor de los casos”. Una moneda inglesa vieja de seis peniques era aún más delgada que un chelín: la mitad de una décima de pulgada, o 0,05 pulgadas.

      Pero esto es una fruslería. Si era el grueso de un chelín o la delgadez de seis viejos peniques carece de importancia. La cuestión es que nacía un nuevo mundo. Ya había máquinas que harían otras máquinas, y las harían con exactitud y precisión. De pronto surgió un interés por la tolerancia, por la holgura con la que una parte ajustaba con o dentro de otra. Eso era algo enteramente nuevo y comenzó, en esencia, con la entrega de aquella máquina, el 4 de mayo de 1776. La pieza móvil fundamental de la máquina de vapor encerraba una tolerancia mecánica nunca imaginada