Simon Winchester

Los perfeccionistas


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vida en el diseño de cinco cronómetros distintos, se embolsó la cantidad ofrecida.

      El legado de Harrison es apreciadísimo. El curador del Real Observatorio de Greenwich, trepado en una colina panorámica encima del National Maritime Museum, al este de Londres, se persona diariamente al despuntar el día para dar cuerda a tres grandes relojes que él y sus colaboradores tienen a bien llamar simplemente “los relojes de Harrison”. Se planta con toda ceremonia para darles cuerda, sabedor de la inmensa significación histórica encerrada en esos tres cronómetros y en su hermano descompuesto. Cada uno de ellos fue un prototipo para el moderno cronómetro marino que, al permitir a los barcos fijar con precisión su posición en medio del mar, ha salvado incontables vidas (antes de existir los cronómetros marinos, antes de que los capitanes tuviesen la posibilidad de determinar exactamente dónde se encontraban, los navíos solían encallar con incómoda frecuencia en islas o cabos que surgían de pronto bajo la proa. El catastrófico accidente del hundimiento de la flota de navíos de guerra del almirante sir Cloudesley Shovell en la costa de Cornualles en 1707 –en el que él y dos mil marineros murieron ahogados– fue, de hecho, lo que obligó al Gobierno británico a pensar seriamente cómo hacer para calcular la longitud, a fundar el Consejo de la Longitudy a ofrecer un premio en efectivo; eso condujo, al cabo, a la fabricación de la exclusiva familia de relojes a los que se les da cuerda cada amanecer en Greenwich).

      Hay otras razones que otorgan mucha importancia a los relojes de Harrison. Al permitir a los barcos conocer su posición y trazar su rumbo con eficiencia, exactitud y precisión, estos relojes y sus descendientes favorecieron la acumulación de enormes fortunas comerciales. Y aunque hoy pudiera no sonar muy decente afirmarlo, el hecho de que los relojes de Harrison se hubiesen inventado en Gran Bretaña y sus vástagos se hubiesen fabricado primeramente ahí le permitió al país en el apogeo del imperio convertirse durante más de un siglo en dueño indiscutible de los mares y océanos del mundo. La relojería precisa propició la navegación precisa; la navegación precisa trajo consigo el conocimiento y el control de los mares, así como el poder imperial.

      Entonces el conservador se calza sus guantes blancos y, con un único par de llaves de bronce para cada caso, abre las cerraduras de las alargadas vitrinas que encierran los cronómetros. Cada uno de los tres está allí en calidad de préstamo, prácticamente sin fecha de vencimiento, del Ministerio de Defensa británico. Para dar cuerda al más antiguo, terminado en 1735 y conocido hoy como H1, hay que dar un único tirón hacia abajo a una cadena de eslabones de latón. Para los otros dos, H2 y H3, que son más tardíos, de mediados de siglo, basta un rápido giro de llave.

      ¡Y vaya piezas sublimes del arte mecánico las que hizo John Harrison! Cuando decidió lanzarse al ruedo en pos del premio al cálculo de la longitud, tenía ya en su haber la fabricación de numerosos cronómetros de fina calidad y gran precisión, en su mayoría relojes de péndulo de uso normal, muchos de ellos de caja larga; cada nuevo reloj era mejor que el anterior. La destreza de Harrison no se advertía tanto en la belleza ornamental que dio fama a muchos de sus contemporáneos dieciochescos como en su imaginación para mejorar sus mecanismos.

      Le fascinaba, por ejemplo, el problema de la fricción. Distanciándose radicalmente de lo acostumbrado fabricó todos sus primeros relojes con engranajes de madera, que no requerían ninguno de los lubricantes disponibles entonces, aceites cuya viscosidad aumentaba notoriamente con el tiempo y provocaban el exasperante efecto de retrasar casi todos los movimientos de la maquinaria. Para resolver este problema, Harrison fabricó todos sus engranajes en un principio con madera de boj (Buxus sempervirens) y después de guayacán (Lignum vitae), una madera del Caribe tan densa que no flota, en ambos casos combinados con ejes de latón. Además, diseñó un extraordinario mecanismo de escape –el que está en el corazón del reloj haciendo tictac–, que no tenía partes deslizantes (y por ende no estaba sujeto a la fricción), que a la fecha se conoce como escape saltamontes, porque uno de sus componentes se desacopla con un salto de la rueda de escape, como un saltamontes que brinca entre la hierba.

      Un reloj de precisión portátil diseñado para funcionar a bordo de un barco que se mece en el mar difícilmente puede funcionar por el efecto de la gravedad en un largo péndulo, así que los primeros tres cronómetros que Harrison diseñó animado por el concurso hacían uso de sistemas de pesas de aspecto muy diferente a las pesadas plomadas que cuelgan en un reloj de péndulo convencional. En su lugar encontramos varias mancuernas de latón, colocadas verticalmente en los costados del mecanismo y sus engranajes y unidas en los extremos superior e inferior por sendos resortes cuya tensión aporta al reloj una suerte de gravedad artificial, como el propio Harrison lo describió. Estos resortes provocan que los brazos de las balanzas oscilen en vaivén, acercándose y alejándose sin detenerse (siempre y cuando el conservador de guante blanco, sucesor en tierra del capitán en altamar, dé cuerda al reloj diariamente), mientras el reloj se dedica a contar los segundos.

      Los tres relojes, H1, H2 y H3, cada cual sutilmente mejor que su predecesor, cada uno fruto de años de paciente experimentación –Harrison tardó diecinueve años en construir el H3–, emplean esencialmente el mismo principio de las mancuernas y, cuando se los ve funcionando, son máquinas de una belleza asombrosa e hipnótica, y de complejidad aparentemente increíble. Muchas de las mejoras que el antiguo carpintero y violista, afinador de campanas y maestro de coro –porque los sabios en el siglo xviii eran sabios de verdad– incorporó en sus relojes son hoy día componentes esenciales de la moderna maquinaria de precisión: Harrison creó el rodamiento de rodillos confinado, por ejemplo, antecesor del rodamiento de bolas, lo que dio pie a la aparición de gigantescas compañías modernas como Timeken y SKF. Y la tira bimetálica, que Harrison inventó sin ayuda de nadie al tratar de compensar los efectos de los cambios de temperatura en su cronómetro H3, se emplea aún hoy día en docenas de aparatos esenciales: termostatos, tostadoras de pan, teteras eléctricas y cosas semejantes.

      El reloj de bolsillo fue técnicamente un triunfo en todos los sentidos. Tras treinta años de trabajo casi obsesivo, Harrison consiguió apretujar prácticamente todas las innovaciones que había ingeniado en sus relojes de contrapesos y algunas más en una caja de plata de cinco pulgadas de diámetro, para asegurarse de que su cronómetro estaría tan cerca de la infalibilidad cronológica como fuese humanamente posible.

      Las mancuernas oscilantes, ese mecanismo que daba a la mágica locura de sus grandes relojes tanta espectacularidad, las sustituyó por un resorte central en espiral controlado por temperatura y un volante de rápida