Simon Winchester

Los perfeccionistas


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recargaba el resorte central ocho veces por minuto para mantener su tensión constante y la cadencia invariable. Pero no todo era perfecto: el reloj necesitaba ser aceitado. Así que, buscando disminuir la fricción y reducir al mínimo la cantidad de aceite requerida, Harrison usó, donde le fue posible, cojinetes de diamante, en uno de los primeros mecanismos de escape en usar piedras preciosas.

      Sigue siendo un misterio cómo, sin el auxilio de máquinas o herramienta de precisión –cuyo desarrollo es primordial para la historia–, Harrison logró todo esto. Es un hecho que todos aquellos que han construido copias del H4, y de su sucesor, el K1 (el que llevó a bordo en sus viajes el capitán Cook), tuvieron que usar máquinas o herramienta para fabricar las partes más delicadas de los relojes: la idea de que piezas así hayan podido ser hechas a mano por el sexagenario John Harrison sigue siendo inverosímil.

      Y aunque sería grato informar que con esto la maravillosa obra de John Harrison ganó el premio, el hecho de que no lo recibiera ha dado mucho que decir. El Consejo de la Longitudprevaricó durante años, después de que el astrónomo real declarara que había un método mucho mejor para determinar la longitud, el de la distancia lunar, que estaba siendo perfeccionado y que por lo tanto no había necesidad de fabricar relojes marinos. El pobre John Harrison se vio obligado a solicitar una audiencia con el rey Jorge III (que resultó ser su gran admirador) y pedirle que intercediera por él.

      Siguió un rosario de humillaciones. El H4 fue una vez más puesto a prueba y registró un error de 39,2 segundos en un viaje de 47 días de duración, de nueva cuenta muy dentro de los límites fijados por el Consejo de la Longitud. Luego Harrison tuvo que desarmar su reloj frente a un panel de observadores y hacer entrega de su precioso instrumento al Real Observatorio para una prueba de su exactitud durante diez meses (otra vez más, esta en un emplazamiento estable). Fue tortuoso y vejatorio para un ya viejo Harrison, que a sus setenta y nueve años se encontraba explicablemente cada vez más amargado por el maltrato.

      Por fin, y gracias en buena parte a la intervención del rey Jorge, Harrison cobró casi todo su premio. La gente lo recuerda como un genio agraviado. Sus tres relojes y los dos relojes marinos de bolsillo, H4 y K1, son poderosos testimonios, tres de ellos marcando firme e incesantemente el tiempo, de cómo su hacedor, artífice devoto de la precisión y la exactitud en su trabajo, contribuyó de manera tan honda a cambiar el mundo.

      El mecanismo de Anticitera es un artefacto notable por la precisión de su hechura y apariencia, pero por su inexactitud y su construcción de principiantes, como no pudo ser de otra manera, es poco confiable y, para todo propósito práctico, poco menos que inútil. Los cronómetros de Harrison, en cambio, son precisos y exactos, pero tardó años en construirlos y perfeccionarlos y son el resultado de una artesanía inmensamente cara, así que sería ocioso proponerlos como paradigma o fuente de una auténtica precisión que revolucionaría al mundo. Más aún, sin querer menoscabar un logro técnico permanente, cabe señalar que los cronómetros de Harrison tuvieron una utilidad práctica a lo sumo de tres siglos. Hoy día, el reloj de latón en el puente de mando de un navío, al igual que el sextante guardado en su estuche de piel impermeable, es un objeto más decorativo que esencial. Señales de tiempo de exactitud impecable llegan hoy por la radio. Los valores digitales de las coordenadas de latitud y longitud llegan al puente después de que un Sistema de Posicionamiento Global (GPS, por sus siglas en inglés) procese los datos de satélites lejanos. Las máquinas de relojería, no importa cuán bellamente tallados y montados hayan sido sus engranajes, cuán delicada e intrincadamente grabadas sean sus carátulas, son creaciones de tecnologías pretéritas y hoy subsisten principalmente por su valor preventivo: si un barco en altamar pierde sus generadores de energía, o si el capitán es un purista desdeñoso de la tecnología, entonces los relojes de John Harrison cobran realmente un valor práctico.

      Fuera de esos casos acumulan polvo y salitre, o se guardan bajo capelos de vidrio, y su nombre comenzará a resbalar poco a poco hacia popa para desaparecer pronto e inevitablemente entre la niebla de la historia, como escalas sin importancia al comienzo de un viaje.

      Para que la precisión sea un fenómeno que altere radicalmente la sociedad de los hombres, como innegablemente ha ocurrido y ocurrirá en el futuro previsible, debe poder replicarse: tiene que ser posible fabricar el mismo artefacto preciso una y otra vez con relativa facilidad y con una frecuencia y un coste razonables. Cualquier artesano auténtico y conocedor de su oficio (como John Harrison) puede, provisto de suficiente destreza, mucho tiempo y herramientas y materiales de buena calidad, fabricar una cosa elegante y de precisión evidente. Puede incluso hacer cuatro o cinco de esas mismas cosas. Serán todas hermosas, muchas de ellas admirables.

      Los amplios gabinetes de los museos dedicados a la historia de la ciencia (los más notables están en Oxford, Cambridge y Yale) están hoy llenos de tales objetos. Hay astrolabios y planetarios, esferas armilares, cuadrantes, octantes y sextantes formidablemente complejos, tanto de pared como de mesa, particularmente abundantes estos últimos, casi todos exquisitos en grado sumo, intrincados y armados con la destreza de un joyero.

      Al mismo tiempo, cada uno de estos instrumentos fue por fuerza hecho a mano. Cada engranaje tallado a mano, como cada uno de los restantes componentes (cada madre y cada araña y cada tímpano y cada alidada, por ejemplo –los astrolabios tienen un léxico propio bastante nutrido–), cada tornillo tangente y cada espejo principal (los términos específicos de los sextantes son también numerosos). Además, el ensamblaje de las diferentes partes entre sí y el ajuste de todo el conjunto tenían que ser resueltos literalmente con la punta de los dedos. Estas circunstancias producían instrumentos de gran calidad e impresionante apariencia, sin duda, pero dada la forma en que eran hechos y armados, los tiene que haber habido en un número más bien escaso y a disposición de una élite de compradores. Habrán sido precisos, pero para unos cuantos solamente. Fue solo cuando la precisión pudo ser puesta al alcance de todos cuando empezó a tener, como un concepto, la profunda influencia en el conjunto de la sociedad de la que hoy goza.

      Y el hombre que logró esta única hazaña, la de crear algo con gran exactitud y fabricarlo no a mano, sino con una máquina y, más aún, con una creada expresamente para fabricarlo –e insisto en la palabra creada con toda intención, porque una máquina que hace máquinas, llamada hoy máquina-herramienta, fue, es y será por mucho tiempo parte esencial de la historia de la precisión– fue aquel inglés dieciochesco a quien acusaban de lunático por su desmedida afición al hierro, el único metal del que por entonces podían fabricarse todos sus notables y novedosos ingenios.

      En 1776, con cuarenta y ocho años cumplidos, John Wilkinson, quien habría de acumular una fortuna considerable durante sus ochenta años de vida, se hizo retratar por sir Thomas Gainsborough, así que está lejos de ser un ilustre desconocido, aunque tampoco es exactamente célebre. Es de destacar que este gallardo retrato de un notable ha estado colgado desde hace décadas no de manera prominente en Londres o Cumbria, donde Wilkinson nació en 1728, sino en un salón silencioso de un museo en el lejano Berlín, junto con otros cuatro cuadros de Gainsborough, entre ellos Study of a Bulldog [Estudio de un bulldog]. Esta distancia sugiere que pocos sienten añoranza por él en su natal Inglaterra. Y la sentencia del Nuevo Testamento de que nadie es profeta en su tierra parece venirle como anillo al dedo, porque hoy casi nadie lo recuerda. Lo eclipsa casi totalmente la sombra de su colega y cliente, el mucho mejor conocido escocés James Watt, cuyas primeras máquinas de vapor fueron posibles, básicamente, gracias a la excepcional destreza técnica de John Wilkinson.