Simon Winchester

Los perfeccionistas


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mucho el metal. Miraban para otro lado cuando el aprendiz se refugiaba con el herrero de los muelles y no pusieron reparo cuando se dedicó en sus tiempos libres a hacer una variedad de trébedes muy útiles y vistosos con cerrojos de hierro desechados.

      En 1789 Joseph Bramah parecía ansioso. La situación política al otro lado del canal provocaba una gran afluencia de exiliados franceses muertos de miedo, la mayoría de los cuales se dirigían a Londres, donde los residentes de la capital inglesa, más nerviosos y propensos a la xenofobia, empezaron a buscar aún mayor seguridad para sus casas y negocios. Con el monopolio que le aseguraba su patente, Bramah se vio metido en un lío: solo él podía fabricar sus cerraduras, pero ni él ni ningún otro de los ingenieros de quienes pudo echar mano tenía la habilidad necesaria para hacerlas en una cantidad suficiente y a un precio asequible. La mayoría de quienes se llamaban ingenieros deben de haber sido aptos para trabajos más burdos, como golpear con pesados mazos trozos de hierro ablandados por el calor y luego dar forma a la pieza resultante en el yunque, con cinceles y, sobre todo, con limas, pero pocos tenían sensibilidad para lo fino, para la fabricación de mecanismos (palabra entonces de muy reciente adopción).

      Pero el cambio estaba cerca. Los trabajadores de las herrerías del Londres dieciochesco eran un gremio compacto y Bramah no tardó en enterarse de que en Woolwich había un joven en particular que sobresalía entre sus colegas mayores porque, más que aporrear pedazos de hierro, al parecer fabricaba piezas de metal de una desacostumbrada y minuciosa factura. Bramah se entrevistó con el adolescente Maudslay. Lo convenció inmediatamente, aunque tenía muy presente la costumbre de que cualquier recién ingresado al oficio tenía que cumplir con un aprendizaje de siete años. Pero el imperativo comercial venció a la costumbre. Con los clientes potenciales tocando a la puerta del taller en Piccadilly, Bramah no podía andarse con miramientos, decidió jugársela y contrató al chico en el acto. Su decisión habría de cambiar la historia.

      Henry Maudslay resultó ser un personaje transformador. Para empezar, resolvió en un abrir y cerrar de ojos el problema de oferta de Bramah, pero no a la manera convencional de contratar maestros que fabricasen una por una las cerraduras aplicando sus conocimientos del oficio, sino como John Wilkinson lo hiciera trescientos kilómetros al oeste y trece años antes: lo que hizo Maudslay fue construir una máquina que las hiciera. Construyó una máquina-herramienta, es decir, una máquina para fabricar una máquina (o, en este caso, un mecanismo). De hecho, construyó una familia entera de fresadoras, cada una de las cuales fabricaría o ayudaría a fabricar las distintas piezas que requerían las fantásticamente complicadas cerraduras que Joseph Bramah había diseñado. Fabricarían las piezas, las harían rápido, bien, a bajo coste y sin los errores que el uso de herramientas manuales y manufactura inevitablemente acarrean. Las máquinas que Maudslay construyó, en otras palabras, fabricarían las piezas necesarias con precisión.

      Tres de sus máquinas para fabricar cerraduras pueden admirarse hoy en el Science Museum de Londres. Una es una sierra que corta las muescas en el cilindro; otra –esta quizá no tanto una máquinaherramienta sino más bien un sistema para asegurar que la producción avanzara con rapidez y cada pieza fuese exactamente igual– es un tornillo de banco para sujetar y soltar una pieza rápidamente, un accesorio que mantenía firme el pestillo mientras una serie de herramientas de corte montadas en un torno lo trabajaban; la tercera es un dispositivo particularmente ingenioso, operado por un pedal, que torcía los resortes internos de la cerradura y los mantenía bajo tensión mientras eran colocados y sujetos en su lugar en tanto se atornillaba la placa exterior, una bien pulida placa de bronce grabada con el vistoso nombre de bramah lock company del 124 de Piccadilly, en Londres, con lo cual el trabajo quedaba concluido.

      Un cuarto componente –y más de alguno diría de suprema importancia– para las fresadoras apareció por todas partes alrededor de esas fechas. Pronto se volvería parte integral del torno, un dispositivo giratorio que, como el del alfarero, ha prestado su ayuda mecánica para la mejora de la vida humana desde su invención en el Egipto de los faraones. Los tornos cambiaron muy poco con el paso de los siglos. Quizá el mayor adelanto advino en el siglo xvi, con el concepto del husillo. Este era un tornillo largo (y al principio la mayoría de las veces de madera) montado bajo la bancada del torno que podía girarse manualmente para acercar o alejar la parte móvil de este hacia la parte fija. Se tenía así cierto grado de precisión; una vuelta a la manija hacía avanzar la parte móvil una pulgada, digamos, dependiendo del paso del husillo. Daba a los torneros de madera un grado mucho mayor de control y les permitió producir objetos (patas de silla, piezas de ajedrez, mangos) de gran belleza ornamental, atractivo simétrico y complejidad barroca.

      Henry Maudslay intervino entonces para mejorar el torno en varios órdenes de magnitud. En primer lugar, al hacerlo de hierro, dándole en la forja una estructura robusta y maciza lo habilitaba para maquinar no solamente objetos de madera, sino también crear piezas simétricas a partir de barras amorfas de metal, lo que para los endebles tornos existentes hasta entonces era imposible. Bastaría esta aportación para recordar siempre a este hombre, pero luego Maudslay añadió otro componente más a sus tornos, cuyos orígenes sin embargo aún se debaten y el tono de ese debate apunta a una discusión interminable que enreda la historiografía de la precisión y de la ingeniería de precisión.

      Al dispositivo en cuestión, que Maudslay montó en sus tornos, se le conoce como carro portaherramientas, una pieza pesada, de construcción robusta y firmemente montada, pero que puede moverse con ayuda de tornillos y cuya función es sostener una o varias herramientas de corte en una torre portaherramientas montada sobre el carro. Está repleto de engranajes que permiten desplazar la o las herramientas distancias de fracciones de pulgada, para el maquinado exacto de las piezas que van a ser trabajadas. El carro está obligatoriamente situado entre el cabezal fijo del torno (que contiene el motor y el mandril, donde se monta la pieza para que gire) y el cabezal móvil (que sujeta la pieza por su otro extremo). El husillo, que en el torno de Maudslay estaba hecho de metal, no de madera, con los resaltes mucho más juntos y un paso más fino de lo que era posible en una versión de madera, permite avanzar el carro. Las herramientas sujetas en la torre pueden desplazarse formando un ángulo con el eje del husillo, gracias a lo cual pueden hacer horadaciones en la pieza, o achaflanarla, o (llegado su momento, cuando se inventó la fresadora, proceso que nos ocupará en el siguiente capítulo) fresarla o darle cualquier otra forma que el operador del torno necesite. De manera que el husillo permite al carro moverse longitudinalmente, y la torre que sostiene las herramientas que cortan o achaflanan u horadan la pieza puede moverse perpendicularmente o en cualquier otra dirección transversal a la dirección de movimiento del husillo.

      Las piezas de metal pueden maquinarse en una variedad de formas, tamaños y configuraciones, pero siempre que las posiciones del carro sobre el husillo y de la torre sean las mismas en cada operación, y que el operador del torno pueda anotarlas y asegurarse de que sean las mismas todas las veces; entonces cada pieza maquinada será igual (si la densidad del metal es la misma) a todas las demás. Las piezas son replicables; son –y esto es crucial– intercambiables. Si las piezas maquinadas serán parte a su vez de otra máquina –si son engranajes, gatillos, mangos o cilindros– serán entonces partes intercambiables, los componentes elementales, las piedras angulares de la manufactura moderna.

      De importancia igualmente fundamental, un torno tan prolijamente equipado como el de Maudslay también podía fabricar ese componente indispensable del mundo industrializado: el tornillo.

      A lo largo de los siglos se fueron dando pequeños adelantos en la fabricación de tornillos, como veremos enseguida, pero fue Henry Maudslay (una vez que inventó o dominó o mejoró o consiguió compenetrarse íntimamente con el carro de su torno) quien procedió a inventar una manera eficiente, precisa y rápida de cortar tornillos de metal. Así como Bramah exhibía una cerradura en el aparador de su taller en Piccadilly por razones de orgullo tanto como para anunciar su célebre desafío, Maudslay, Sons & Field colocó en la vidriera del primer tallercito de la empresa, en Margaret Street, en el barrio de Marylebone, un único objeto del cual el jefe estaba particularmente orgulloso: se trataba de un tronillo industrial de bronce fabricado con gran exactitud que medía cinco pies de largo.

      Maudslay no fue técnicamente el primero en llevar a la perfección un torno para fabricar tornillos. Veinticinco años antes, en 1775, Jesse