Gustavo Nielsen

Auschwitz


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el chocho. Berto había carraspeado, tosido, bajado la ventanilla. El gargajo había quedado en Scalabrini Ortiz y Santa Fe, a media calle y a medianoche. “Seguro que viene el intendente a poner una placa”, dijo, y ella sonrió. Berto había vuelto a subir la ventanilla. Lo del gargajo era un número que espantaba a las chicas. Rosana parecía no reaccionar por nada. ¡Con ese apellido! ¿A vos te encerraban en los placares de los colegios, no? ¿Los profesores te pegaban en las yemas de los dedos con el puntero? ¿La directora te metía la tiza más gorda en la conchita? Ella, pura sonrisa. Vas feliz en un auto con un desconocido que te odia a primera vista. “¿Hay para comer en tu casa?”. No sé. “Tiene que haber: es una orden”. Puedo hacer unos bocaditos de papa. “¿Papa y qué?”. Papa y cebolla frita. “¿Knishes?”. Ella se sonrojó y él apretó el acelerador. El Torino cupé 380, verde esperanza militar, mordió la calle negra en la dirección que ella le apuntaba. La casa de Rosana quedaba a veinte cuadras del búnker de soltero de Berto.

      —¿Cuántos años me dijiste que tenés?

      —Cuarentaidós.

      —¿Y sos soltera, o qué?

      —Separada, bobito.

      No me digas bobito, no quiero oírte insultándome; yo sí puedo insultarte porque te lo merecés y porque mi soldado me lo permite, porque soy un hombre soldado, un hombre pija, en tu concha, en tu culo y en tu boca. En ese orden. Con un baño antes para prepararme y otro después, para limpiarme. Berto cerró la canilla de la ducha con toda la fuerza de sus manos.

      —¿No hay modo de parar este goteo?

      —No.

      —¿Dónde están mis zapatos?

      —Comamos descalzos.

      Él se sentó entre una pila de libros y una pila de discos. Ella había encendido una vela sin apagar las luces de la casa. Él se había quedado en camisa y slip. Ella no se había sacado el pañuelo del cuello.

      —¿Así de chiquitos los hiciste?

      Rosana levantó la fuente e hizo como que se la llevaba de vuelta a la cocina. ¿Sabés que soy judía, no? Él levantó un knishe; lo mordió.

      —Está seco. Le falta sal.

      Salame seco sin sal se seca solo sin sol. Ella podía tolerarlo todo, tal vez, menos que alguien, en su propia casa, sentado entre una pila de sus libros preferidos y otra de sus discos olvidados, dijera le falta sal a uno de sus knishes. Berto lo supo por la cara que puso. Menos un goi, menos aún uno que había conocido en un baile del Club Israelita, hacía apenas tres horas, mientras escuchaban a los Bee Gees y bebían cerveza regalada. ¿Sabés qué soy, no? Rosana apuntaba con la bandeja hacia la cocina goteante y cucaracheada, sin dejar de sonreír, como si lo que estuviera haciendo, ese amague de llevarse los knishes, fuera un buen chiste. Rosana levantaba el talón del pie derecho a punto de dar un paso hacia delante para tirar a la basura la papa unida a la cebolla y lo volvía a bajar como si regresara. Ponía cara de duda, cara de ¿voy, no voy?, cara de ¿querés comer o no querés comer?, cara de ¿sabés qué?: soy la que te vas a coger por la concha y por el culo, soy la que te va a hacer acabar un litro de leche adentro de un preservativo, soy la que después, a lo mejor, te va a querer chupar, porque “quien no chupa remeda al chocho”, y el chocho es alguien que está satisfecho, y una buena judía no está nunca chocha, menos si tiene un nombre con perritos abotonados, menos si se apellida Auschwitz; y el chocho es también alguien que chochea y es medio lelo y acá el único lelo sos vos, desconocido, con tu soldado firrr-me en posición de cumplidito; y el chocho es también una vulva, guarangamente, y una buena vulva nunca remeda el chupe.

      —Los hice especialmente para vos, ¿sabés?, y no voy a soportar, ¿sabés?, ninguna crítica.

      Habrá que ver cómo se humedece lo que está seco, pensó Berto, por qué bendito mecanismo una recién entalcada de venus se transformará en el perrito mojado de los machos. Habrá que ver si sabe hacerlo, si sala el salame sin sol para que no remede nada y, simplemente, sea.

      —Mi amiga tiene casi cincuenta. Los resultados de la punción también dijeron eso.

      —Qué cosa.

      —Que todas las células eran deformes.

      La cara que habría puesto el médico para decir eso tal vez fuera la misma que ponía Berto al mirarle las plantas de los pies apenas levantadas, los talones sucios.

      —¡Cincuenta años y quiere tener un hijo! ¿Por qué no se deja de joder?

      —Ahora se puede. Se reemplazan los núcleos de los óvulos por núcleos de células no sexuales. De la misma mujer o de otra.

      Una punción, un knishe. Hágale una punción a un knishe, doctora. Sacate la pollera, la bombacha. ¿No usás corpiño? Más vale que te compres uno, porque si no, algún día, te vas a tropezar con las tetas. Ju, ju. Lo que le voy a hacer, señora, es una punción con jeringa de carne. ¿A ver el knishe? Baratita la pussy. ¿Si me pussi el forro? Ni en curda entro en esa caverna sin un 0,04 lubricado al Cloruro de Benzalconio. ¿Que te la chupe un poco? Andá a saber desde cuánto hace que no le pegás un bidetazo.

      —¿Te dije que soy nazi?

      Silencio.

      ¿No te vas a sacar ese pañuelo del cuello? ¿No te lo vas a sacar? Porque tiene mal olor, porque es feo. No se puede estar desnuda y tener ese trapo atado. Lo odio más que a tu foto de cuando eras bebé. No me importa tu dolor de garganta. Acá hace mucho calor. Esa estufa tira demasiado para una habitación tan pequeña.

      —¿Querés que apague la luz así no lo ves?

      Quiero que te lo saques, que lo tires a la basura, que lo quemes y jamás de los jamases te vuelvas a poner algo parecido.

      —Sin el pañuelito me siento demasiado desnuda.

      Con el pañuelito me siento demasiado pelviano, me siento chocándote con mi soldado, el golpeador del sexo. Meta y ponga; así. Asííííí... La funda de la almohada olía a vinagre. Con vinagre se aderezaban comidas rápidas, como la que ellos acababan de condimentar. ¿Hace cuánto que no cambiaba aquellas sábanas? Las manos de Berto hicieron fuerza sobre el colchón para salirse, y el cadete de guardia, antes guerrero, se corrió de lugar. No debía dejar que se le desprendiera el uniforme de látex, eso era lo más importante: había que comprobar que siguiera puesto, sacarlo con cuidado, extenderlo. Berto no miraba nunca si había sangre; tampoco miraba la cara de la compañera por si, como esta vez, a ella no le había pasado nada. ¿Eso era todo? Rosana lo abrazó. Berto hizo los dos nudos de rutina, contiguos y apretados, en el preservativo. A veces lo inflaba, en polvos más festivos. A veces se quedaba mirando sus pescaditos nadar en la crema blanquecina, al trasluz. ¿Una estufa sola era la responsable de tanto calor? ¡Por eso había acabado rápido! Rosana lo abrazó más fuerte. Él sintió sus anillos contra la espalda. “No importa, no importa”, le susurraba. ¿No importa qué? “Nada, que te duermas, mi nazi de juguete”. Berto no atinó a contestarle. ¿Cómo se contestaba ese agravio? ¿Debía gritarle, pegarle u olvidarse? Rosa-sana, colita de rana. ¿Tenía que volver a intentarlo? La culpa era de ella, por cocinar knishes horribles, por no arreglar los cueritos de las canillas, por usar muchos anillos, por no lavarse los pies antes de acostarse, ni quitarse el pañuelo del cuello. Podía haber sido peor, pero a cuerpos que no se conocen, bienvenidas como adioses.

      Ella le apretó el conscripto dormido, mientras se inclinaba para apagar la luz. “Igualmente, no esperaba nada”, agregó. Él revoleó el preservativo usado, que fue a parar a la repisa o a la pantalla del velador. La jipi judía y el nazi de juguete. ¡Que agradezca que no tiene en el ano lo que ahora tiene en la mano! Berto prefirió quedarse callado, por las dudas de que ella quisiera tenerlo en el ano, en lugar de estar manoseándolo. Esas caricias eran un buen estímulo para dormirse, tal vez el único, pensó: la oscuridad del cuarto dejaba mucho que desear, la luz de la luna entraba por una ventana sin postigos ni cortinas. A la mañana la claridad va a resultar intolerable, pensó. También estaba el calor de la estufa.

      —¿No se puede poner al mínimo?

      —Soy