Gustavo Nielsen

Auschwitz


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de la ducha, amplificadas en el espacio de la bañadera.

      A las gotas se agregaron los tictacs del pulso de un reloj. Berto estaba con el dos de oros dibujado en los ojos, con los faros encendidos de su Torino cupé 380, verde esperanza militar; cada ojo un faro, alternativamente encendidos, tic y tac, como si fuera a girar el cuerpo hacia un lado, hacia el otro, en esa cama incómoda, y se viera obligado a realizar los guiños.

      Había logrado dormir un momento, tal vez unos doce o quince minutos: estaba empapado en sudor, tenía sed y los ojos secos. Se sentó y encendió la luz del velador. A su lado se despatarraba, imperturbable, la dueña de casa. Llena de anillos y pañuelito; con el cuerpo alargado como el de una lagartija y las nalgas derretidas. Se dio vuelta; sus pezones eran dos insectos. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de bibliotecas; los libros exhalaban un olor más agrio que el de las sábanas, más humano, quizás, que el de la misma chica. El cuerpo de ella se quejó y su mano surgió desde debajo de la almohada, como un animal dispuesto para la fuga. Sus dedos tocaron el interruptor. El velador tembló antes de apagarse. Berto miró por la ventana sin persianas. El patio de afuera era pequeño y la hierba había crecido sin control. La luna llena alumbraba todos los rincones. Eran las cinco y cuarto de la madrugada. Hacía meses que nadie cortaba el pasto.

      Se pasó la lengua por los labios. Parecían lijas. Como los labios de Rosana; ella se lo había dicho en el Club Israelita, mientras él se la llevaba para afuera. Después la vio pintárselos de color y preguntarle si tenían mal gusto. Ya estaban en el Torino cupé 380, verde esperanza militar, sentados, besándose meticulosamente.

      —¿Mal gusto a qué?

      —Es una medicina.

      Ella dijo que tenía una enfermedad que se llamaba queilitis (sacó una birome con la punta mordida y escribió la palabra sobre un atado de Marlboro, para que sonara más real). Por eso no podía besar a nadie sin ponerse pomada. Si besaba sin pomada se le rompían los labios. Berto pensó que nunca la había visto sin pomada, ahora dormida o antes de subir al auto, y le buscó la cara bajo la luz de la luna. Los labios de Rosana estaban tan cuarteados como los suyos. Él pensó si no se habría contagiado la enfermedad en el contacto. Jamás debió haber apoyado sus labios sobre aquellos. Salió de la habitación; caminó como un sonámbulo; entró al baño.

      Las canillas iban a toda marcha. La de la pileta, por ejemplo, tenía la cruz falseada, por lo que estaba siempre a punto de suspender la tercera gota antes de soltar el chorro. Tal vez Rosana encendía tan fuerte la estufa con la esperanza de poder evaporar esas gotas antes de que chocaran contra la pileta. Berto cerró la canilla lo mejor que pudo después de lavarse la cara. En el espejo se vio las ojeras iracundas. Cuando un judío lo contradecía, él siempre quedaba más antisemita. Si era una mujer, peor. Si tenía las canillas sin cueritos, peor.

      El calor de la estufa llegaba hasta la cocina. La luz no funcionaba. Berto se sentó en una banqueta. Abrió la heladera. La lamparita del interior emitía un brillo intenso, que lo hizo parpadear. Los knishes seguían en la bandeja; había también un pote de mayonesa con la etiqueta arrancada, la mitad de un postre de dulce de leche en descomposición, una manteca con dos cucharas clavadas, una jarra de jugo de pomelo casi vacía. Se llevó un knishe a la boca: estaba frío, asqueroso. Escupió el pedazo, lo apretó contra el que sostenían sus dedos y devolvió el conjunto pegado a la bandeja, disimulado entre los otros. Tomó un trago de la jarra y no era, como él había pensado, jugo de pomelo, sino ananá diet, de sobre. Escupió el buche. El cajón de las verduras estaba repleto de naranjas.

      La heladera abierta no lograba bajar la temperatura del ambiente. Berto también abrió la puerta del congelador. El frío seco se posó en su cara como una máscara refrescante. Entornó los ojos. Adentro del congelador había dos cubeteras, invertidas una sobre otra, como los panes de un sándwich helado. Entre ellas había algo irregular que no permitía a la cubetera de arriba posarse perfectamente sobre la de abajo. A Berto le gustaban las cosas ordenadas; si había algo que dificultaba el encastre, debía ser eliminado. Quitó la cubetera superior. Tomó la piel de ese jamón intermedio con aprensión y curiosidad. La boca se le redondeó del asombro. El jamón era de fino látex importado; 0,04, como la piel de un globo sin inflar. Con sus espermatozoides refrigerándose. Los nudos eran los que él había hecho —dos, contiguos y apretados—. Cobijó el preservativo entre las manos. Cerró las puertas.

      ¿Qué hacía eso ahí? ¿Ella se había levantado para guardarlo? ¿Cuándo? ¿Para qué lo congelaba? ¿Con permiso de quién? Al preservativo le costaba más que a Berto recuperar el calor perdido. Le dio aliento con la boca. Tenía que salir de allí de inmediato. Lavarse la cara y escapar. Un escalofrío le recorrió la espalda. Era lo único frío que podía sentir, con la puerta de la heladera cerrada. Manoteó la canilla y en la oscuridad movió la pila de platos. El movimiento de la pila crujió como una ventana en una película de terror. Berto alcanzó a abarajar algunos platos en el aire. Dos fueron a parar al suelo; una bandeja circular de latón golpeó contra la mesada y quedó rotando como un trompo. Al romperse, los platos hicieron un estruendo que lo obligó a saltar. Los trozos de loza no lo habían alcanzado, pero sí los restos de comida. Pisó algo que podía ser un pedazo de carne o una laucha muerta.

      Rosana encendió la luz del velador. Berto salió de la cocina arrastrando las plantas de los pies para limpiarse. Tenía las piernas salpicadas por una gelatina verde. “Qué pasa”, dijo ella, incorporándose entre sueños. ¿Había estado tapada con ese cobertor de invierno, con el calor que hacía? Berto levantó su camisa y el pantalón del suelo y se limpió la pierna derecha con la punta del cobertor.

      —Me voy —dijo.

      —¿Por qué?

      —Porque estoy enojado.

      Entonces Rosana abrió bien los ojos, deslegañándose para poder entender lo que estaba pasando. ¿Qué derecho tenía a despertarla antes de que sonara el reloj? ¿Acaso ella no le había dado todo, sus knishes, su baño, su cama, hasta su propio cuerpo? ¿Qué le daba él a cambio? ¿Su desprecio, su desagrado, su impotencia? Rosana dijo impotencia con ímpetu, como si dijera “progreso”, o “futuro”, o alguna otra palabra importante. Como si dijera “fracaso”.

      —¿Qué me decís impotente? ¡Bien cogida que estás!

      —Si no sentí nada, tarado.

      —En todo caso es eyaculación precoz... Impotencia es otra cosa. —Y agregó, sin vacilar—: Si no sentiste nada es porque sos una frígida...

      Se puso las medias, el pantalón.

      —¡Lo que hay que oír! —gritó Rosana—. Si acabaste en un segundo… ¡Qué querés que sienta en un segundo!

      Berto se arrodilló en la cama. Sin mirarla, dijo:

      —¿Y eso te da derecho, acaso, a robarte mi semen?

      Ella se quedó callada un instante.

      —¿Qué semen, ni ocho cuartos?

      —¿Dónde están mis zapatos?

      —¡Qué semen, ni ocho cuartos! —repitió ella.

      Él se volvió a parar.

      —Hacete la boluda, ahora. ¿Para qué mierda querías mi preservativo, a ver?

      —¡Qué tuyo, si es mío! Si lo compré yo...

      —Pero lo que hay adentro es mío, ¿entendés?, y no me explico por qué lo metiste en el congelador...

      Rosana puso cara de no saber qué le estaba diciendo.

      —¿En el congelador?

      —Entre dos cubeteras.

      —¿El forro usado?

      —Este —dijo él, poniéndoselo delante de sus ojos—. Hacete la boluda, a ver.

      Ella recogió la sábana caída con su pierna flaca.

      —¿Y qué sabés si es tuyo? —preguntó.

      —Tiene mis dos nudos.

      —Casi