Alexis Racionero Ragué

Darshan


Скачать книгу

parábola cinematográfica de la historia del Buda. Así, de niño, comprendí que los jedis con sus espadas láser eran encarnaciones de los antiguos samuráis, por lo que no tardé demasiado en llegar al maestro Kurosawa y sus lecciones inolvidables, aprendidas en los Siete Samuráis o en el sabio taoísta Dersu Uzala.

      Bonitos tiempos aquellos de juventud en los que Asia se dibujaba como un paraíso bastante idealizado, al tiempo que iba descubriendo los desperfectos de mi supuesto feliz mundo occidental.

      Ya de adolescente, las lecturas me siguieron transportando a Asia y sus enseñanzas. Descubrí que mi padre había escrito sobre textos taoístas y sobre Oriente y Occidente. De ahí pasé a Siddharta de Hesse, los libros de Huxley, Alan Watts y Krishnamurti, sin olvidar que Suzuki no era solo una marca de moto. No comprendía todo lo que leía, pero me empapé de unas ideas y conceptos que fueron filtrando, dejando un poso. Aquellas lecturas suponían viajes desde mi estudio, tumbado en el sofá, imaginando gestas de samuráis, lecciones zen, reencarnaciones y karmas de vidas pasadas que, poco a poco, iban abriendo las puertas de mi percepción.

      Pasaron los años y llegaron los primeros reveses importantes de mi vida. Murió el abuelo que me había criado, mi padre vendió la casa en la que habíamos echado raíces y a mi pareja le diagnosticaron una enfermedad. Me tocó cuidar de mi abuela con alzhéimer, apoyar a mi pareja y sostener un entorno familiar inmerso en un juego de tronos. Llegaron más muertes y mi vida entró en un agujero negro, mientras mi red de seguridad se desvanecía.

      Mi mente racional, que todo lo quería controlar, estalló en un ataque de ansiedad y paranoia, cuando viajaba rodando un documental por el valle de Parvati.

      Apenas fueron tres días de enloquecimiento y distorsión, pero me bastaron para comprender que algo tenía que hacer con mi vida. Desde entonces, sentí la necesidad de viajar para tomar distancia y aprender otras alternativas a aquello que me habían vendido como el paraíso occidental.

      No se trataba de huir o de escapar como Gauguin a una isla remota de Indonesia, pero sí de conocer otras culturas y tomar distancia para asimilar los acontecimientos de mi vida.

      Después de haber trabajado muchos años como profesor, impartiendo clases sobre mitos y arquetipos en la historia del cine, conocí El viaje del héroe de Joseph Campbell. Aunque yo no era héroe, me era fácil reconocer mi situación, como uno más de los que observan desperfectos en su mundo cotidiano y parten a lo desconocido para confrontarse a sí mismos y conocer a su sombra. Hasta que, finalmente, hallan alguna forma de revelación que les ofrece nuevas pautas en la vida. Lo que los hinduistas llaman dharma y que consiste en conectar con tu propósito vital, con aquello que has venido a cumplir en esta vida.

      Dudo que haya tenido esa iluminación que marca mi dharma, pero gracias a múltiples viajes por Asia, siento que la senda de mi vida tiene otra dirección, unos recursos, prácticas y puntos de vista que me ayudan a transitar por la cotidianeidad.

      Todo lo aprendido es lo que quiero compartir en este libro.

      A partir de mi primer viaje a la India en el año 2004, en la última década he recorrido Myanmar, Nepal, Tíbet, Japón, el norte de China y todo el sudeste asiático, acotando mis viajes a países y territorios vinculados principalmente al hinduismo y el budismo.

      El talante religioso de los lugares visitados ha sido un aspecto importante en mi selección, porque de un modo casi inconsciente me vi atraído por sus formas de espiritualidad. Pese a estar bautizado y a que en mi infancia iba a misa los domingos con mis abuelos, rápidamente mutilé toda forma de religiosidad en mi vida. Al llegar a la India y visitar otros países asiáticos, me reencontré con una espiritualidad más profana, cotidiana y próxima que, a su vez, resultaba exótica y casi mítica.

      Desde entonces, me ha fascinado el ritual cotidiano de las gentes que se aproximan al templo a ofrecer flores, comida y sus oraciones de una forma tan natural como quien sale a tomar un café. Lo he visto en pueblos tan distintos como el japonés, el hindú y el tailandés, tanto en niños como en adultos, en trabajadores que van de paso o enamorados que pasan tardes enteras entre besos.

      Todos lo viven como un gesto cotidiano y natural, no como un credo u obligación. Sus dioses pueden ser Budas o Ganeshas sonrientes, Shivas danzantes o también feroces monstruos como la terrible Kali.

      La arquitectura y sus coloristas interiores llenos de tallas de madera o bellas ruinas en piedra han contribuido a fomentar mi interés por los múltiples templos asiáticos que he visitado como fotógrafo, observador y devoto novel, que trata de seguir los rituales establecidos. Como tantos otros viajeros, he acabado con un punto de henna roja en el entrecejo o una bola de arroz pegajoso en la boca, o metido en las profundidades de una cueva.

      Además de los templos y las formas religiosas, los paisajes naturales de Asia han sido otro referente de mis viajes, con especial atención a la inmensidad del sistema de los Himalayas y la fuerza de grandes ríos como el Ganges y el Mekong. El reino de las nubes y los cielos me resulta tan fascinante como el mundo de las aguas, con su verdor sobre los campos de arroz.

      Asia te transporta a imágenes no conocidas o de otros tiempos, como la infinita meseta tibetana, la inmensidad de los Himalayas o los campos de arroz sembrados por bueyes.

      Viajar por Asia es entrar en el bullicio, en ciudades que son como un perenne mercado ambulante. Delhi, Bangkok, Tokio o Yangon son también espacios de contrastes capaces de albergar modernidad y tradición, miseria y pobreza, vida y muerte...

      Sin duda, la energía es uno de los conceptos clave del continente asiático.

      Allí, la tierra parece palpitar con las muchedumbres que hoy la recorren, y también con el recuerdo de quienes la pisaron a lo largo de su historia ancestral. Recuerdo caminar en soledad, sintiendo los pasos de quienes estuvieron allí antes, como si pudiera ver su huella invisible sobre la tierra.

      En Japón, me he sentido como una hormiga en la famosa encrucijada de calles de Shibuya, y en Myanmar, como un mono subiendo al templo sagrado arriba del monte Popa.

      La energía está presente en la tierra, en las gentes y animales que te rodean, en las lluvias constantes, en los huracanes que se avecinan o en el bramido de las aguas del río que bajan torrenciales.

      Asia posee lugares muy contaminados, sucios e insalubres, pero te acabas acostumbrando al exceso de humanidad, sensaciones y energía que te rodean. Tañen las campanas, resuenan los mantras, se escuchan las plegarias y los niños gritan en la calle, mientras los coches llenan de ruido las ciudades.

      No hay viaje sin gente, ni tampoco aprendizaje alguno. Ahí está la vida, la más rica contemplación y la mejor forma de comunicación. Hay algo común en los asiáticos, que tiene que ver con una elegancia y un temple, que está por encima de su deseo de venderte algo. Miradas penetrantes, voces latentes, a veces calladas, en ocasiones estridentes, pero siempre presentes. Flexibilidad en el cuerpo, posturas reclinadas que no precisan de una silla para descansar. Cuerpos escuálidos, fibrosos y curtidos por el sol. Sonrisas de niños, expresiones de vitalidad y trascendencia espiritual, conviviendo en una armonía que puede resultar insoportable o maravillosa para el turista occidental.

      Con Asia, a muchos nos pasa como con el picante: primero lo pruebas y lo rechazas. Luego pides un poco más y, al final, quieres ese fuego en tu boca permanentemente. Te enganchas a su intensidad y, como un adicto, ya no la dejas. Curris, pimientas, cilantros, jengibres y chiles sobre un universo de especias asiáticas, que también hablan de su historia milenaria. Te sientes desbordado, pero no pasa nada, se trata de integrar, masticando poco a poco.

      Tal vez por eso he vuelto repetidas veces, para visitar cada país asiático, en una segunda o tercera ocasión. Viajar es descubrir y aprender, masticando despacio, así, poco a poco, trasciendes el acto turista de ver cosas y capturarlas. De esta forma, el viaje sirve para ampliar tu conciencia, para conocer al otro y, finalmente, para conocerte mejor a ti mismo.

      Si se está en un momento vital difícil o de estancamiento, no hay nada como viajar para tomar perspectiva, encontrarse con uno mismo, mirar hacia adentro y, desde ahí, poder abrazar las situaciones y la vida, sintiendo que estás