la esencia de la energía verdadera, del ser trascendente, el Uno.
En el contexto de la filosofía taoísta a la que se vincula el texto, lo trascendente sería la naturaleza, pero si lo extendemos a cualquier otra forma de pensamiento o religión, el concepto sería igualmente válido.
Hemos de aprender a conectar lo interno con lo externo, sabiendo mover la energía llamada chi o prana dentro de nosotros.
La luz de la flor de oro no es solo nuestro cuerpo, ni lo que está fuera de él como los ríos y las montañas, sino también el sol y la luna. Todo el universo conforma esta idea de luz o energía universal con la que podemos conectar. Una de las claves para conseguirlo es la respiración, la quietud mental y la apertura de corazón.
En un conocido sutra budista llamado Suramgama Sutra se dice:
«Concentrando los pensamientos uno puede volar; concentrando los deseos, uno se pierde. Solo mediante la contemplación y la quietud surge la verdadera intuición».
En palabras de Buda: «Cuando fijas tu corazón en un punto, entonces nada es imposible para ti». El problema es que normalmente el corazón quiere acción y distracción para poder huir, por eso evitamos sentir desde el corazón.
Una de las mejores técnicas para enfocar y sentir nuestro corazón es la respiración silenciosa, pero para ello hay que desacelerar y rendirse a la inacción.
«El secreto de la magia en la vida consiste en usar la acción para alcanzar la inacción.»
Así lo postula El secreto de la flor de oro, siguiendo una de las premisas clave del pensamiento taoísta, que veremos en este capítulo.
Si logramos aplicar este principio de desacelerar en nuestra vida cotidiana, aparece un espacio vacío que permite observar, sentir, emocionarse, tomar decisiones y muchas otras cuestiones que en la precipitación o prisa no existen.
La cuestión reside en cómo introducir esta nueva premisa de desacelerar en tu vida cotidiana, dentro de un contexto ya creado que te incita a vivir al límite y estresado. Resulta muy difícil cambiar una conducta adquirida.
Allí es donde puede entrar la potencialidad del arte de viajar. El viaje te saca de contexto, creando una burbuja en forma de nuevo entorno, que se potencia si el territorio desconocido se rige por otras pautas de conducta. No se trata tanto de miles de kilómetros, sino de formas y cadencias. Nueva York es más de lo mismo y en mayor aceleración. Hay que aprender de otras formas culturales. A mí, me ha servido el continente asiático, pero a otros les servirá África o Sudamérica. No importa, la cuestión es poder levar amarras y desplazarse a un lugar sin las referencias de la cotidianeidad. Esta es la razón por la que París o Londres tampoco sirven como destino donde cambiar nuestras formas de relacionarnos con el tiempo y la actividad.
Con respecto a esto, mi primer aprendizaje fue en la atmósfera caribeña cubana, donde la impaciencia, la frustración o el enfado por la pérdida de tiempo fruto de un pinchazo se convirtió en el regalo de una noche en mitad de la nada, escuchando los grillos bajo las estrellas.
En la India, comprendí el concepto de desacelerar, pero allí hay tanta energía que no pude llevarlo a la práctica. Diría que empezó a calar en mí visitando países budistas, y probablemente fue Laos el que mejor me transmitió la práctica de ir por la vida a un ritmo más pausado.
La contemplación del discurrir del agua de un gran río como el Mekong apacigua el ánimo y te lleva a un estado de meditación. Si lo prolongas durante un buen rato, tarde o temprano, llegas a comprender qué significa fluir, otra enseñanza oriental que veremos en el capítulo siguiente.
La prisa y la aceleración no son más que el producto de un plan, de una previsión, de una meta, de haber calculado llegar en un tiempo. Sin embargo, ¿qué sucede si no hay cálculo, sino hay plan? De pronto, la tensión desaparece, porque ya no hay objetivo, ni meta, ni timing.
Ciertamente, resulta desconcertante, porque no sabes a qué aferrarte, pero si le das espacio, vas comprendiendo que puedes desenvolverte en la vida dejándote fluir como el agua que se adapta a los cambios, sorteando obstáculos, avanzando sin prisa, pero sin pausa.
La experiencia de desacelerar la podemos aprender en entornos rurales, aldeas, en el campo, contemplando montañas o ríos, pero difícilmente se va a dar en un entorno urbano, ni occidental, ni asiático.
Mi consejo es perderse en algún lugar recóndito, muy lejos del aeropuerto que nos ancla a nuestro mundo conocido de prisas y rutinas. Aprender a desacelerar es una de las grandes conquistas para una vida mejor.
Mi paraíso del tiempo pausado, que no perdido, fue Laos, un país en el que incluso en su capital Vientiane, la gente vive fluyendo pausadamente como el río que les da la vida.
País/territorio: Laos
Laos es un pequeño país que ronda los seis millones de habitantes y que formó parte del protectorado francés, dentro de la antigua Indochina. Su trazado se extiende a lo largo del río Mekong, que es su principal vía de comunicación y de recursos.
Situado entre China, Myanmar, Vietnam, Camboya y Thailandia, ocupa una posición central y estratégica en el sudeste asiático. Sin embargo, su angosta geografía, especialmente en el montañoso y selvático norte, lo han convertido en un territorio poco explorado por el turismo y sin demasiados vínculos con sus países vecinos.
Laos fue impunemente bombardeado por Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, algo que ha sembrado el territorio de minas y explosivos hasta nuestros días.
Pese a los intentos americanos por detener el comunismo, este sistema rige en esta república democrática popular desde 1975. En su capital, Vientiane, sigue ondeando la bandera de la hoz y el martillo a lo largo de su paseo principal junto al río Mekong.
Recomiendo encarecidamente visitar el Museo de Historia Nacional, una joya histórica por el contenido de una colección que rebosa comunismo y antiamericanismo con fuentes gráficas de todo tipo. Pese a ello, no hay que creer que el país es un lugar hostil y peligroso para un occidental. En Laos no anida el resentimiento lógico que uno puede encontrar en Vietnam. Parece que el budismo les ha enseñado a perdonar o a desprenderse de las tragedias de su historia reciente, algo que puede compartir con Camboya.
Laos es un tranquilo y remoto lugar que alberga uno de los tesoros más importantes del sudeste asiático: Luang Prabang, una villa reconocida por la Unesco y visitada por los turistas. El acceso no es sencillo, pese a encontrarse a pocos kilómetros de Vientiane o de Hanói, la capital del norte de Vietnam. El lugar parece el corazón de las tinieblas descrito por Joseph Conrad, cuando despierta con las brumas de la mañana. Sin embargo, en cuanto el sol alcanza las cúpulas doradas de su centenar de pagodas, este pequeño pueblo resplandece como un oasis en mitad de las montañas selváticas.
En él se encuentran diversos afluentes, del gran Mekong, bajo una colina que alberga un templo primitivo: That Phu Si, que ofrece sobrecogedoras vistas al atardecer.
Pese al turismo incipiente que ha instalado un nightmarket con artesanía local, la atmósfera del pueblo sigue anclada entre la vida monacal de los miles de monjes que la habitan y el aroma colonial que dejaron los franceses con bellas villas y cafés. Este es uno de esos lugares donde se encuentran el Oriente y el Occidente más refinados. Luang Prabang es un lugar para quedarse a ver pasar las horas, un espacio de esos que el turismo considera que se visitan en dos días. Sin embargo, si uno se queda por más tiempo, se contagia del espíritu de una tierra que invita a desacelerar, a escuchar el ritmo de la vida y a percibir desde otro lugar, más allá de la mente. La potencia del río Mekong es tal que, aunque no se esté ante él, se presiente, de un modo parecido a los mantras y plegarias de los monjes que acontecen sigilosamente dentro de los monasterios. Si uno quiere, puede participar de ellas, escuchando y meditando, pero aún sin hacerlo, hay algo en Luang Prabang que te alcanza y te invita a bajar de revoluciones, a sentir la vida pausadamente.
El calor tropical ayuda, al igual que el manto de