Miguel Angel Asturias

El señor presidente


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visto. Primero lo de los tiros, luego... En oyéndonos se encogió de hombros torció los ojos hacia la llama de la candela manchada y repuso pausadamente: ‘¡Váyanse derechito a su casa, yo sé lo que les digo, y no vuelvan a hablar de esto!...’.”

      —¡Luis!... ¡Luis!...

      Del ropero se descolgó un levitón como ave de rapiña. —¡Luis!

      Barreño saltó y se puso a hojear un libro a dos pasos de su

      biblioteca. ¡El susto que se habría llevado su mujer si lo encuentra en el ropero!...

      —¡Ya ni gracia tienes! ¡Te vas a matar estudiando o te vas a volver loco! ¡Acuérdate que siempre te lo digo! No quieres entender que para ser algo en esta vida se necesita más labia que saber. ¿Qué ganas con estudiar? ¿Qué ganas con estudiar? ¡Nada! ¡Dijera yo un par de calcetines, pero qué...! ¡No faltaba más! ¡No faltaba más!...

      La luz y la voz de su esposa le devolvieron la tranquilidad.

      —¡No faltaba más! Estudiar..., estudiar... ¿Para qué?... Para que después de muerto te digan que eras sabio, como se lo dicen a todo el mundo... ¡Bah!... Que estudien los empíricos; tú no tienes necesidad, que para eso sirve el título, para saber sin estudiar... ¡Y... no me hagas caras! En lugar de biblioteca deberías tener clientela. Si por cada librote inútil de ésos tuvieras un enfermo, estaríamos mejor de salud nosotros aquí en la casa.Yo, por mí, quisiera ver tu clínica llena, oír sonar el teléfono a todas horas, verte en consultas... En fin, que llegaras a ser algo...

      —Tú le llamas ser algo a...

      —Pues entonces... algo efectivo... y para eso no me digas que se necesita botar las pestañas sobre los libros, como tú lo haces.Ya quisieran saber los otros médicos la mitad de lo que tú sabes. Basta con hacerse buenas cuñas y de nombre. El médico del Señor Presidente por aquí... El médico del Señor Presidente por allá...Y eso sí, ya ves; eso sí ya es ser algo...

      —Puesss... —y Barreño detuvo el pues entre los labios salvando una pequeña fuga de memoria— ... esss, hija, pierde las esperanzas; te caerías de espaldas si te contara que vengo de ver al Presidente. Sí, de ver al Presidente.

      —¡Ah, caramba!, ¿y qué te dijo, cómo te recibió?

      —Mal. Botar la cabeza fue todo lo que le oí decir. Tuve miedo y lo peor es que no encontraba la puerta para salir.

      —¿Un regaño? ¡Bueno, no es al primero ni al último que regaña; a otros les pega! —y tras una prolongada pausa, agregó—:A ti lo que siempre te ha perdido es el miedo...

      —Pero, mujer, dame uno que sea valiente con una fiera.

      —No, hombre, si no me refiero a eso; hablo de la cirugía, ya que no puedes llegar a ser médico del Presidente. Para eso lo que urge es que pierdas el miedo. Pero para ser cirujano lo que se necesita es valor. Créemelo.Valor y decisión para meter el cuchillo. Una costurera que no echa a perder tela no llegará a cortar bien un vestido nunca.Y un vestido, bueno, un vestido vale algo. Los médicos, en cambio, pueden ensayar en el hospital con los indios.Y lo del Presidente, no hagas caso. ¡Ven a comer! El hombre debe estar para que lo chamarreen con ese asesinato horrible del Portal del Señor.

      —¡Mira, calla!, no suceda aquí lo que no ha sucedido nunca; que yo te dé una bofetada. ¡No es un asesinato ni nada de horrible tiene el que hayan acabado con ese verdugo odioso, el que le quitó la vida a mi padre, en un camino solo, a un anciano solo...!

      —¡Según un anónimo! Pero, no pareces hombre; ¿quién se lleva de anónimos?

      —Si yo me llevara de anónimos...

      —No pareces hombre...

      —Pero ¡déjame hablar! Si yo me llevara de anónimos no estarías aquí en mi casa —Barreño se registraba los bolsillos con la mano febril y el gesto en suspenso—; no estarías aquí en mi casa.Toma: lee...

      Pálida, sin más rojo que el químico bermellón de los labios, tomó ella el papel que le tendía su marido y en un segundo le pasó los ojos:

      Doctor: aganos el fabor de consolar a su mujer, ahora que “el hombre de la mulita” pasó a mejor bida. Consejo de unos amigos y amigas que le quieren.

      Con una carcajada dolorosa, astillas de risa que llenaban las probetas y retortas del pequeño laboratorio de Barreño, como un veneno a estudiar, ella devolvió el papel a su marido. Una sirvienta acababa de decir a la puerta:

      —¡Ya está servida la comida!

      * * *

      En Palacio, el Presidente firmaba el despacho asistido por el viejecito que entró al salir el doctor Barreño y oír que llamaban a ese animal.

      Ese animal era un hombre pobremente vestido, con la piel rosada como ratón tierno, el cabello de oro de mala calidad, y los ojos azules y turbios perdidos en anteojos color de yema de huevo.

      El Presidente puso la última firma y el viejecito, por secar de prisa, derramó el tintero sobre el pliego firmado.

      —¡Animal!

      —¡Se ...ñor!

      —¡Animal!

      Un timbrazo..., otro..., otro... Pasos y un ayudante en la puerta.

      —¡General, que le den doscientos palos a éste, ya ya! —rugió el Presidente; y pasó en seguida a la Casa Presidencial. La comida estaba puesta.

      A ese animal se le llenaron los ojos de lágrimas. No habló porque no pudo y porque sabía que era inútil implorar perdón: el Señor Presidente estaba como endemoniado con el asesinato de Parrales Sonriente.A sus ojos nublados asomaron a implorar por él su mujer y sus hijos: una vieja trabajada y una media docena de chicuelos flacos. Con la mano hecha un garabato se buscaba la bolsa de la chaqueta para sacar el pañuelo y llorar amargamente —¡y no poder gritar para aliviarse!—, pensando, no como el resto de los mortales, que aquel castigo era inicuo; por el contrario, que bueno estaba que le pegaran para enseñarle a no ser torpe —¡y no poder gritar para aliviarse!—, para enseñarle a hacer bien las cosas, y no derramar la tinta sobre las notas —¡y no poder gritar para aliviarse!...

      Entre los labios cerrados le salían los dientes en forma de peineta, contribuyendo con sus carrillos fláccidos y su angustia a darle aspecto de condenado a muerte. El sudor de la espalda le pegaba la camisa acongojándole de un modo extraño.

      ¡Nunca había sudado tanto!... ¡Y no poder gritar para aliviarse! Y la basca del miedo le, le, le hacía tiritar...

      El ayudante le sacó del brazo como dundo, embutido en una torpeza macabra: los ojos fijos, los oídos con una terrible sensación de vacío, la piel pesada, pesadísima, doblándose por los riñones, flojo, cada vez más flojo.

      Minutos después, en el comedor:

      —¿Da su permiso, Señor Presidente?

      —Pase, general.

      —Señor, vengo a darle parte de ese animal que no aguantó los doscientos palos.

      La sirvienta que sostenía el plato del que tomaba el Presidente, en ese momento, una papa frita, se puso a temblar... —Y usted, ¿por qué tiembla? —la increpó el amo.Y volviéndose al general que, cuadrado, con el quepis en la mano,

      esperaba sin pestañear—: ¡Está bien, retírese!

      Sin dejar el plato, la sirvienta corrió a alcanzar al ayudante y le preguntó por qué no había aguantado los doscientos palos. —¿Cómo por qué? ¡Porque se murió!

      Y siempre con el plato, volvió al comedor.

      —¡Señor —dijo casi llorando al Presidente, que comía tranquilo—, dice que no aguantó porque se murió! —¿Y qué? ¡Traiga lo que sigue!