Carlos Frontera

Eco


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imposible que ningún Dios haya concebido algo así. Nadie, nunca, podría imaginarse algo como un cuerpo antes de que existiese un cuerpo. Si Dios, o cualquier otro, hubiese pensando un cuerpo antes de cualquier cuerpo, habría enloquecido o habría desistido a las primeras de cambio.

      Lo habría dejado por imposible.

      Lo habría dejado por disparatado.

      Un cuerpo sólo puede ser producto del azar o una metedura de pata cósmica. El milagro de un cuerpo anula cualquier posibilidad de Dios.

      Mi convalecencia se impregna de Dios, rezuma Dios, deja a Dios en bragas, anula a Dios.

      Veo a Dios en todo lo que no es Dios.

      Creo en mi dolor.

      Le rezo a mi dolor.

      Me alimento de él.

      Me incorporo sobre los codos, retiro la sábana y observo mi cuerpo, nublado aún por los efectos de la anestesia y por la mala luz de esta habitación.

      No confío en lo que veo.

      Sin confianza no se llega a ninguna parte, o se llega mal.

      Desconfío de mis uñas.

      Desconfío del bosque de pelos que cubre los 188 centímetros de mi geografía.

      Desconfío del eccema que aparece cada tanto detrás de mi oreja. Lo rasco con furia, con los nudillos, para evitar que sangre, y pienso que es ahí, justo ahí, donde los extraterrestres implantan chips a los abducidos antes de devolverlos a la Tierra.

      Todo lo humano me resulta ajeno.

      Desconfío del frío.

      Desconfío de los surcos que deja el elástico de los calzoncillos en la carne de mis caderas.

      Desconfío de mi voz andrajosa, carcomida por la irritación causada por la intubación.

      Desconfío de mis erecciones.

      Nunca he sido de los que tienen una erección mientras abrazan a sus madres, no soy de esos. La vida, sin embargo, es cabrona como ella sola y le pone a uno en el centro de la diana sin comerlo ni beberlo.

      Por aquel entonces yo era un mindundi sacudido por la inocencia y la ineptitud de mis escasos veinte años, el cuerpo de un dios en la mente de un crío, una criatura con más sangre que venas. Hacía poco que había firmado mi primer contrato de mierda, me alcanzaba lo justo para un plato de garbanzos y, aun así, decidí alquilar un piso con eMe. Estaba enamorado, estaba tan enamorado, y no supe tratarla como se merecía, la promesa siempre postergada de que mañana iríamos a elegir las lámparas que nunca compramos.

      Un ring inesperado lastimó el silencio sin luces de aquel piso. Que la estaba liando, me dijo mi hermana desde el otro lado del teléfono, que papá la estaba liando de nuevo, que se le había ido la olla del todo.

      Papá persiguiéndome cuando llego a casa, unas eses angustiosas sobre las baldosas, pordioseras. No recuerdo si fui yo quien llamó a la policía, no logro ponerlo en pie. Cuando se marcharon los agentes, mi hermana se encerró en su habitación y mi madre y yo nos quedamos en la cocina, haciendo como que recogíamos los trastos hasta que, de pronto, me dio un abrazo. Hundió la cabeza en mi pecho y su cuerpo se convulsionó como sacudido por un terremoto: su cuerpo desmadejado, una blandura de músculos como si les faltara carne. Era la peor versión de una madre que uno podía echarse a la cara, y mira que había con qué comparar. No me explico cómo no exploté allí mismo de pura tristeza, cómo no me desmoroné. Y menos aún me explico la erección. La versión más jodida de mamá abrazada a mí y yo más preocupado por girar la cadera para que no notase la erección. Recuerdo eso y recuerdo que mi hermana, encerrada en su habitación, rompió a reír como una chiflada.

      Un sueño desagradable y rugoso me

      Un sueño

      Un sueño desagradable y rugoso me espabila de golpe

      Un

      Un sueño desagradable y rugoso me espabila de golpe, me expulsa con violencia. Un sueño del que no retengo casi nada, tan sólo esa sensación fea, pegajosa, que me traigo conmigo a este lado. No exactamente una pesadilla, no esa angustia que desboca el corazón, no ese manojo de pinchos que atora la garganta, no ese grito de otras veces, algo como un frenazo que despierta a nadie durmiendo a mi vera.

      Como si me despeñase desde el sueño. Como si me cayese siendo hombre y me despertase siendo niño. Desciendo al sótano de mi infancia, retrocedo años enteros en una fracción de segundo.

      Un sueño miserable me sobresalta, festín de manotazos al aire y respiración acelerada y agónica. Lo primero que veo de este lado, la primera imagen que acude a mi encuentro, es la silueta de un cuerpo perfilada en blanco.

      En el techo.

      En el techo de mi dormitorio.

      Justo encima.

      Una silueta como las que trazan los americanos en sus películas alrededor de un cadáver reciente, fresco todavía.

      Aún no es de día, ya no es de noche. Un resplandor residual se cuela por la ventana, los últimos latigazos de una luna fuera de encuadre. A pesar de esa pobreza, la silueta se aprecia con nitidez: cada línea, cada ángulo, cada trazo. Hay una fosforescencia, una luz blanquísima que sólo se alcanza a sí misma. Crepita o reverbera, como si estuviese cargada de ira.

      Respiro. Por la nariz no. Por la boca. Por donde sea posible. Inhalo con determinación. Con conciencia. Sin reservarme nada. Siento cómo entra el aire en mi cuerpo. La barriga se hincha primero, el pecho a continuación. Hago trabajar al diafragma. Cuando todo ese proceso ha sucedido, y tarde o temprano acaba sucediendo, expulso el aire. Por la nariz no. Por la boca. Pierdo volumen, me hago chico. Doy gracias por ese milagro. Lloro o casi. No cuestiono las lágrimas, tampoco su ausencia. Si un pensamiento irrumpe de pronto, lo dejo pasar sin aferrarme a él y regreso a la respiración. A su mecánica. Los pensamientos no son más que impulsos eléctricos. No soy mis pensamientos. No los juzgo. No cuestiono nada. No hay ninguna determinada sensación correcta. Le agradezco al cuerpo que respire por mí. Estoy vivo.

      En ese estado de supuesta calma, busco el lado lógico de la silueta, escarbo su superficie con la intención, con la certeza más bien, de limpiarla de toda la morralla demente que la recubre y llegar hasta su raíz racional, o sea, verdadera. Todo tiene una explicación razonable para mi pensamiento metódico, nada sucede de veras si no es a la luz de la lógica. ¿Se puede estar más perdido? ¿Más desesperado?

      Todos los sentidos puestos en el desenmascaramiento de la silueta, en su comprensión.

      Me cuesta determinar si sucede en el techo o en mi cabeza, es complicado aclararse tras cuánto tiempo empantanado en un insomnio que trastoca la percepción de las cosas, el ánimo y hasta la definición de silueta. El cansancio, la niebla y la desesperanza provocados por la falta de sueño bien podrían haberse sacado la imagen de la manga. Desconfío de mí, de mi capacidad. Tendría que buscar una segunda opinión. Pero de quién.

      Oigo a los vecinos, fragmentos aislados de los momentos más estruendosos de sus días: el amor, el juego, el encontronazo. Es lo único que conozco de ellos: minúsculas parcelas de sus intimidades con las que erijo el resto de sus vidas. Un resto que me excluye, un resto en el que no tengo cabida, ni sal, ni esperanza.

      Descarto a los vecinos.

      Descarto también a familia y amigos. Ese acuerdo tácito, generacional, varonil, de mantener a raya la parte más débil de cada uno, de no exponer las miserias, ese muro levantado entre todos para no salpicar de mierda a los demás, la imposibilidad de romper tanto silencio de siglos. Si por descuido o por agotamiento muestro la falla, si algo se escapa por la grieta, el familiar o el amigo se remueve como quien espanta un insecto que se le posa en el hombro, arruga la nariz, esquiva la mirada o, como mucho, suelta un consejo estándar extraído del último libro de Osho: cualquier cosa con tal de despachar el asunto cuanto antes.

      El peligro es no contarse. El peligro es contarse. Me callo, no me cuento, y esa