Carlos Frontera

Eco


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las paredes del baño. Las junturas están tiznadas de una materia densa, oscura, que no me atrevo a tocar. Sobre los azulejos se desparrama un grafiti de frases soeces, a cada cual más inapropiada, más hiriente. El suelo, el techo, la puerta, la superficie fría y resbaladiza del lavabo, del bidé y del váter se contagian de esa niebla grosera. Sobre lo que es madera y plástico, insultos tallados a punta de navaja o de compás comparten espacio con el grafiti de improperios. Mordeduras, arañazos y escupitajos de una bestia colérica, desalmada, que hacen diana en lo más íntimo, donde más duele.

      Me siento en la taza del váter y abato los brazos sobre las rodillas. El cuerpo encorvado, la alcayata de los codos clavada en la carne de los muslos. A mi alrededor, llenando el aire de mi vida, ese cielo de palabras. Cierro la puerta para contemplar su cara interna, para no perder detalle.

      Mire donde mire, esa nube.

      Un barullo de mayúsculas me grita desde todos los ángulos. Letras picudas, apresuradas y desiguales, escritas o grabadas con prepotencia, con rencor, sin compasión. La descarga de un alma herida, la eyaculación apática de un animal despiadado.

      De algunas letras descienden gusanos de sangre, hilachas de tinta roja que no se secaron a tiempo y estiran la agonía de las palabras.

      Me siento en la taza del váter y me expongo a esa lluvia, me llueve esa lluvia. Permanezco en la misma postura hasta que se me duermen las piernas, hasta que los pies dos piedras de carne. Sólo lo pegado o despegado de sus sombras me dan una pista de su posición en el mundo.

      Alargo los brazos y me toco los pies.

      No siento los pies.

      Envidio los pies.

      En tanto cosa ajena a mi cuerpo, tienen esa rareza de las primeras películas de marcianos de la infancia. Un aire antropomorfo esculpía los rasgos alienígenos de aquellas criaturas, un aire que alcanzaba tan sólo a determinadas zonas de sus anatomías. Resultaba imposible no sentir un repelús ante aquello, resultaba imposible no encariñarse con aquello. Era en lo extraño de las características no compartidas con los humanos donde habitaba el monstruo, la amenaza, la atracción y el escalofrío.

      Los pies dormidos, sin vida, la lluvia, el monstruo.

      Me empapo de esa lluvia, dejo que penetre en mí y grito el grito de las paredes, el grito de la puerta, el grito de la cortina de la ducha. Es sorprendente la acústica que encierra un baño. Si tuviese una guitarra cerca, la estamparía contra mi cabeza sólo por el placer de esa acústica.

      De puro repetirlas, las palabras se desprenden del plano que ocupan y se lanzan a flotar en este cielo rancio y alicatado.

      Los pies sin vida, la lluvia.

      Por determinado efecto de la resonancia, los azulejos reproducen, con una dicción distorsionada de borrachera, cada grito que grito. Un bullicio de mil demonios reverbera en todo el baño y me pone perdido.

      Cuando me callo –porque me callo, porque los pulmones acaban por quedarse sin aire–, un eco proveniente de alguna región de mi memoria impregna el silencio, contagia el silencio, reconstruye el silencio.

      Un silencio hecho de ese eco.

      La alcayata de los codos clavada en la carne de los muslos, los pies dormidos.

      Una caspa de palabras nubla la visión. En algunas comarcas del aire, la caspa se eleva obedeciendo a la espiral de un remolino; en otras, se precipita al suelo como un suicida desde el octavo piso. Borracho de esa caspa, la carne de mis pies petrificada, desciendo del váter como de una silla de ruedas y repto, ayudado tan solo de mis manos, hasta la pared más próxima. Una vez allí, extraigo una navaja de qué bolsillo, despliego el abanico de su hoja y, eufórico de determinación, esto es, sin tiempo a pensarlo, abro un surco en lo tierno de mi antebrazo. La nieve de caspa motea el gusano de sangre que emerge de mí. Empapo el pincel de un dedo, examino el damero de azulejos de la pared, localizo un hueco:

      De noche las cucarachas multiplican su peso escandalosamente, su trote desquiciado llena la habitación, la colma. Se diría que las paredes nocturnas amplifican los ruidos como catedrales mastodónticas, esos ruidos al menos: deditos virtuosos de cucaracha sobre las teclas de la noche en el silencio de un piso sin respiración, sin esos sonidos cotidianos que incordian la convivencia. Un ruidito circunstancial, inédito, del que nunca antes había tenido constancia, algo que debió originarse en la sopa primaria y que retumbaba desde entonces, de manera sorda, en algún recoveco de mi cerebro. Esa clase de ruiditos que nunca haría una cucaracha pero que no podían provenir de otra cosa que no fuese una cucaracha.

      La invasión es un hecho. Quizá también una consecuencia.

      Hablamos de junio, julio a más tardar. El calor aprieta y, claro, las cucarachas. A grandes rasgos. Habría más que decir al respecto, mucho más, pero qué hacer con este cansancio, qué con tantos kilos sobre la conciencia. Junio, julio a más tardar, de noche es también una definición apropiada, un escuadrón de cucarachas invisibles tomando posiciones. Es alucinante la cantidad de cucarachas figuradas que pueden llegar a haber en un piso, alucinante. Para echarse a llorar. Los escasos metros cuadrados en los que transcurre mi vida se llenan de cucarachas, una puñetera plaga donde más duele, justo ahí, en la madre de todas mis fobias.

      De día se esconden en rincones inmundos, regresan a sus guaridas y se hacen bolita, comparten el calor de sus cuerpos y dan buchitos de cuando en cuando para mantenerse con vida. De día, su modus operandi tiene más que ver con la escaramuza que con un ataque orquestado a campo abierto: hablamos de incursiones aisladas que pueden producirse desde cualquier punto del piso en cualquier momento. Hasta la fecha, no he logrado establecer ningún patrón, sus movimientos parecen obedecer a la improvisación o al no hay cojones. Lo cual, si se piensa un poco, resulta más irritante para los nervios, más descorazonador.

      Cada vez que veo aparecer una, ocurre lo mismo: me incorporo de un brinco y pongo los brazos en jarras, para enseguida deshacer esa postura. Pienso que soy demasiado joven para ese tipo de gestos, que son gestos más bien de padres, impropios de alguien como yo, extemporáneos, a pesar de tener edad sobrada para ser padre de un hijo, de una hija de veintidós, de veintitrés años.

      De noche la historia cambia.

      De noche las cucarachas multiplican su peso escandalosamente, y si me repito es porque no me queda otra. De noche tomo conciencia, tomo verdadera conciencia de la situación en la que me encuentro. A estas horas los humanos duermen a pierna suelta, o exploran cuerpos ajenos, o sudan música y alcohol en garitos que nunca cierran; a estas horas, en el mismo momento en que las cucarachas y yo.

      En fin.

      De noche.

      Cuando comenzaron a aparecer las cucarachas, cuando a la primera le siguió una segunda y a esta una tercera, y así hasta que perdí la cuenta, consideré aquello una advertencia que me daba la vida, un toque de atención, y me sumí por un instante en una tristeza honda, sucia. No tardé en racionalizar a las cucarachas: eran los primeros días de un calor insoportable, habrían fumigado en el barrio como cada año y el resto era de lo más predecible: cucarachas en desbandada trepando por las cañerías y saliendo por los desagües, colándose por debajo de las puertas e instalándose en los rincones más propicios. Poco más.

      La vida no da avisos.

      No tiene tiempo para eso.

      Hago malabarismos para esquivar cucarachas, o la posibilidad de cucarachas. Creo distinguir una trazando filigranas entre mis pies, anudándome una cuerda metafórica para hacerme tropezar. Al verla, o al creer verla, reacciono con un salto ridículo. Aunque consiga esquivar una, dos, varias, tarde o temprano termino perdiendo el equilibrio. He desarrollado lo que puede definirse como un estilo para la ocasión. En lugar de apoyar las manos para amortiguar la caída, encojo los brazos y los aprieto contra el pecho. A continuación doblo el espinazo y me recojo sobre mí mismo, al tiempo que giro el tronco y le ofrezco mi perfil derecho al suelo. Todo esto en el tris de desplomarme. La gravedad se encarga del resto. Caigo entonces sobre mi hombro. No a plomo, sino con suavidad, con blandura, y ruedo sobre mi cuerpo cuando presiento el contacto con el suelo. Una pirueta que